Tuvo que alzar la voz para hacerse oír. Bonnie Nandella and The Redemption estaban interpretando «My Soul is a Witness» a todo volumen. Todos aquellos «ooo-oooh» y «whoa-yeah» resultaban un poco desorientadores. Incluso la luz brillante que había en el interior del edificio de la WCIK era desorientadora; hasta que se encontró bajo aquellos fluorescentes, Andy no se había dado cuenta de lo oscuro que estaba el resto de Chester's Mills. Y de cómo se había adaptado a aquella oscuridad.
– ¿Chef?
Sin respuesta. Echó un vistazo al televisor (la CNN sin sonido), y miró hacia el estudio de radio a través del ventanal. Las luces del interior estaban encendidas y todos los equipos en funcionamiento (la imagen le dio escalofríos, a pesar de que Lester Coggins le había explicado con gran orgullo cómo el ordenador lo manejaba todo), pero no había rastro de Phil.
De pronto le llegó un olor a sudor, rancio y acre. Se dio la vuelta y vio a Phil, que estaba justo detrás de él, como si hubiera salido de repente del suelo. En una mano tenía algo que parecía el mando de una puerta de garaje. En la otra, una pistola, con la que le apuntaba al pecho. El dedo que rodeaba el gatillo era pálido, y el nudillo y el cañón temblaban ligeramente.
– Hola, Phil -lo saludó Andy-. Chef, quiero decir.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Chef Bushey, cuyo sudor desprendía un fuerte olor a levadura. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de la WCIK que estaban hechos una porquería. Iba descalzo (lo cual explicaba que no lo hubiera oído llegar) y tenía los pies mugrientos. En cuanto al pelo, debía de hacer un año que no se lo lavaba. O más. Sin embargo, sus ojos eran lo peor, inyectados en sangre y de mirada angustiada-. Más te vale que me lo cuentes rápido, viejo amigo, o no podrás volver a contarle nada a nadie jamás.
Andy, que había burlado la muerte en forma de agua rosa hacía poco, encajó la amenaza del Chef con serenidad, cuando no con alegría.
– Haz lo que debas, Phil. Chef, quiero decir.
El Chef enarcó las cejas, sorprendido. Tenía los ojos vidriosos, pero parecía que Andy hablaba en serio.
– Ah, ¿sí?
– Por supuesto.
– ¿Qué haces aquí?
– Vengo a traerte malas noticias. Lo siento mucho.
El Chef pensó en lo que acababa de decirle y esbozó una sonrisa que reveló los pocos dientes que le quedaban.
– No hay malas noticias. Jesucristo va a volver, y eso es una buena noticia que se traga a todas las malas. Es el bonus track de las buenas noticias. ¿Estás de acuerdo?
– Sí, y digo aleluya. Por desgracia, o por suerte, supongo, imagino que deberías decir por suerte, tu mujer ya está con Él.
– ¿Que diga qué?
Andy estiró el brazo y bajó el cañón de la pistola para que apuntara al suelo. El Chef no hizo ningún esfuerzo por oponerse.
– Samantha está muerta, Chef. Lamento decirte que se ha quitado la vida esta noche.
– ¿Sammy? ¿Muerta? -El Chef tiró la pistola en la bandeja de un escritorio que había cerca. También bajó la mano del mando del garaje, pero no lo soltó; no se había desprendido de él desde hacía dos días, ni tan siquiera durante sus períodos de sueño, cada vez más escasos.
– Lo siento, Phil. Chef.
Andy le relató las circunstancias de la muerte de Sammy tal como se las habían contado a él, y concluyó con la reconfortante noticia de que «el bebé» estaba bien. (A pesar de su desesperación, Andy era una persona que siempre veía la botella medio llena.)
El Chef hizo un gesto de desdén con el mando del garaje al oír la noticia sobre el estado de Little Walter.
– ¿Se ha cargado a dos putos polis?
Andy se irguió al oír su reacción.
– Eran agentes de policía, Phil. Dos seres humanos. Ella estaba destrozada, no me cabe la menor duda, pero aun así es un acto reprochable. Debes retirar eso.
– ¿Que diga qué?
– No pienso permitir que insultes a nuestros policías.
El Chef meditó sobre ello.
– Sí, sí, vale, lo retiro.
– Gracias.
El Chef se inclinó desde su nada despreciable altura (fue como la reverencia de un esqueleto) y miró a Andy a la cara.
– Eres un cabrón muy valiente. ¿Verdad?
– No -respondió Andy, con sinceridad-. Lo que ocurre es que ya no me importa.
Al Chef le pareció ver algo que lo preocupó. Cogió a Andy del hombro.
– ¿Estás bien, hermano?
Andy rompió a llorar y se dejó caer en una silla bajo un cartel que decía: CRISTO VE TODOS LOS CANALES, CRISTO ESCUCHA TODAS LAS LONGITUDES DE ONDA. Apoyó la cabeza en la pared, bajo aquel siniestro lema, llorando como un niño al que han castigado por robar jamón. Era el hermano quien lo había hecho; ese hermano tan inesperado.
El chef cogió la silla del escritorio del director de la emisora y observó a Andy con la expresión de un naturalista que observa un animal exótico en plena naturaleza. Al cabo de un rato dijo:
– ¡Sanders! ¿Has venido aquí para que te matara?
– No -respondió Andy entre sollozos-. Quizá. Sí. No sé. Pero mi vida se ha ido al garete. Mi mujer y mi hija han muerto. Creo que Dios podría estar castigándome por vender esa mierda…
El Chef asintió.
– Es posible.
– … y estoy buscando respuestas. O el fin. O algo. Por supuesto, también quería contarte lo de tu mujer, es importante hacer lo correcto…
El Chef le dio una palmadita en el hombro.
– Y lo has hecho, hermano. Te estoy muy agradecido. No tenía mucha mano para la cocina, y tenía la casa como una pocilga, pero cuando iba colocada pegaba unos polvos de puta madre. ¿Qué tenía contra esos dos polis?
A pesar de su pena, Andy no tenía intención de mencionar la acusación de violación.
– Supongo que estaba disgustada por la Cúpula. ¿Sabes lo de la Cúpula, Phil, Chef?
El Chef volvió a hacer un gesto con la mano, al parecer en sentido afirmativo.
– Lo que dices sobre las metanfetaminas es correcto. Venderlas está mal. Es una afrenta. Pero fabricarlas… esa es la voluntad de Dios.
Andy dejó caer los brazos y miró al Chef con los ojos hinchados.
– ¿Eso crees? Porque no estoy muy seguro de que esté bien.
– ¿Alguna vez has tomado alguna?
– ¡No! -gritó Andy. Fue como si el Chef le hubiera preguntado si había mantenido relaciones sexuales con un cocker spaniel.
– ¿Te tomarías un medicamento si te lo recetara el médico?
– Bueno… sí, claro… pero…
– Las metanfetaminas son un medicamento. -El Chef lo miró con solemnidad, y le dio unos golpecitos en el pecho con el dedo para dar mayor énfasis a sus palabras. Bushey se había mordido las uñas y ahora le sangraban-. Las metanfetaminas son un medicamento. Dilo.
– Las metanfetaminas son un medicamento -repitió Andy en tono agradable.
– Así es. -El Chef se puso en pie-. Son un medicamento para la melancolía. Es de Ray Bradbury. ¿Has leído algo de él?
– No.
– Era un genio, joder. Sabía lo que decía. Escribió el mejor puto libro. Di aleluya. Ven conmigo. Voy a cambiarte la vida.
El primer concejal de Chester's Mills se dio a las metanfetaminas, como una rana a las moscas.
Había un sofá viejo y raído tras los fogones; allí sentados, bajo un cuadro de Jesucristo montado en moto (titulado: El compañero de carretera al que no ves), Andy y Chef Bushey se pasaban la pipa el uno al otro. Mientras queman, las metanfetaminas huelen a meado que lleva tres días en un orinal, pero después de la primera calada, Andy se convenció de que el Chef tenía razón: venderlo quizá era obra de Satán, pero la droga en sí era obra de Dios. El mundo apareció bajo una luz exquisita y delicadamente temblorosa que nunca había visto. Su ritmo cardíaco aumentó, los vasos sanguíneos del cuello se dilataron y se convirtieron en cables palpitantes, sentía un cosquilleo en las encías y un delicioso hormigueo en los huevos, como no le sucedía desde que era adolescente. Pero lo mejor de todo aquello era que la fatiga que se había apoderado de sus hombros y que lo había confundido desapareció. Sentía que podía mover montañas con una carretilla.
Читать дальше