– Dos de nuestros agentes nuevos -dijo. Su propia voz le sonó como las grabaciones que utilizaban los cines cuando uno llamaba para saber los horarios de las distintas sesiones-. Uno resultó herido grave mientras intentaba poner orden en el supermercado. Cielos, cielos.
– Quizá no sea el mejor momento para decirlo, pero no estoy lo que se dice contento con la actuación de sus policías -dijo Thurston-. Aunque como el agente que me dio un puñetazo está muerto, presentar una queja sería cuando menos discutible.
– ¿Qué agente? ¿Frank o Georgia Roux?
– El joven. Lo reconocí a pesar de la… de la desfiguración.
– ¿Que Frank DeLesseps le dio un puñetazo? -Andy no podía creérselo. Frankie había sido el repartidor del Sun de Lewiston durante cuatro años y no le falló ni un día. Bueno, sí, pensándolo bien, uno o dos, pero por culpa de una tormenta de nieve. Y en una ocasión había tenido el sarampión. ¿O habían sido paperas?
– Si se llamaba así…
– Bueno, cielos… es… -¿Es qué? ¿Y acaso importaba? ¿Importaba algo? Aun así, Andy prosiguió con ánimo-. Es lamentable, señor. En Chester's Mills creemos que debemos estar a la altura de nuestras responsabilidades. Que hay que hacer lo adecuado. Pero ahora mismo estamos sometidos a una gran presión. Nos vemos afectados por una serie de circunstancias que escapan a nuestro control.
– Lo sé -dijo Thurse-. En lo que a mí respecta, es agua pasada. Pero, señor… esos agentes eran muy jóvenes. Y su comportamiento estuvo muy fuera de lugar. -Hizo una pausa-. Mi compañera también fue agredida.
Andy no podía creer que ese hombre le estuviera diciendo la verdad. Los policías de Chester's Mills no hacían daño a la gente a menos que fueran víctimas de una provocación (de una gran provocación); ese comportamiento era típico de las grandes ciudades, donde la gente era incapaz de llevarse bien. Aunque, claro, también habría dicho que el hecho de que una chica asesinara a dos policías y luego se quitara la vida era el tipo de cosas que no ocurría en Chester's Mills.
Da igual, pensó Andy. No es simplemente alguien de fuera del pueblo, sino de fuera del estado. Se deberá a eso.
Ginny dijo:
– Ahora que estás aquí, Andy, no estoy muy segura de lo que puedes hacer. Twitch se está ocupando de los cuerpos y…
Antes de que pudiera acabar la frase, se abrió la puerta. Entró una mujer joven, acompañada de dos niños medio dormidos, cogidos de la mano. El hombre mayor, Thurston, la abrazó mientras los niños, una chica y un niño, los miraban. Ambos estaban descalzos y llevaban camisetas a modo de pijama. En la del niño, que le llegaba hasta los tobillos, se podía leer PRISIONERO 9091 y PROPIEDAD DE LA PRISIÓN ESTATAL DE SHAWSHANK. La hija de Thurston y los nietos, dedujo Andy, lo que hizo que volviera a echar de menos a Claudette y a Dodee. Pero se quitó ese pensamiento de la cabeza de inmediato. Ginny lo había llamado para pedirle ayuda, y saltaba a la vista que la necesitaba, lo que implicaba tener que escucharla mientras contaba toda la historia de nuevo, no por su bien, sino por el de la propia Ginny. Así podría sacar la verdad del asunto y empezar a hacer las paces. A Andy no le importaba. Siempre se le había dado muy bien escuchar a los demás, y eso era mejor que ver tres cadáveres, uno de ellos el de su antiguo repartidor de periódicos. Cuando te ponías a ello, escuchar era algo muy sencillo, hasta un idiota podía hacerlo, sin embargo Big Jim nunca le había cogido el truco a eso. Tenía mucha labia, eso sí. Y también era un experto haciendo planes. Tenían suerte de contar con alguien como él en unos momentos como los que estaban viviendo.
Mientras Ginny acababa de explicar su versión de los hechos por segunda vez, Andy tuvo una idea. Probablemente una buena idea.
– ¿Alguien le ha…?
Thurston regresó seguido de los recién llegados.
– Concejal Sanders, Andy, esta es mi compañera, Carolyn Sturges. Y estos son los niños a los que estamos cuidando. Alice y Aidan.
– Quiero mi chupete -dijo Aidan no de muy buen humor.
Alice respondió:
– Eres muy mayor para un chupete. -Y le dio un codazo.
Aidan hizo una mueca pero no lloró.
– Alice -dijo Carolyn Sturges-, eso está muy mal. ¿Y qué decimos de la gente que se porta mal?
A la niña se le iluminó la cara.
– ¡La gente que se porta mal es tonta! -gritó, y rompió a llorar.
Tras meditarlo un instante, el hermano hizo lo propio.
– Lo siento -le dijo Carolyn a Andy-. No podía dejarlos con nadie, y Thurse parecía tan angustiado cuando ha llamado…
Resultaba difícil de creer, pero era posible que el abuelo se estuviera beneficiando a la chica. Andy no prestó demasiada atención a la idea, aunque en otras circunstancias la habría tomado en mayor consideración, habría reflexionado sobre las distintas posturas, se habría preguntado si la chica lo besaba con su lengua húmeda, etc. Ahora, sin embargo, tenía otras cosas en la cabeza.
– ¿Alguien le ha dicho al marido de Sammy que su mujer ha muerto? -preguntó.
– ¿A Phil Bushey? -inquirió Dougie Twitchell, que se dirigía hacia la recepción por el pasillo. Caminaba con los hombros caídos y no tenía muy buena cara-. Ese hijo de puta la dejó y se fue del pueblo. Hace meses. -Miró a Alice y Aidan Appleton-. Lo siento, niños.
– No pasa nada -dijo Caro-. En casa no nos mordemos la lengua. Así es todo más veraz.
– Es verdad -añadió Alice-. Podemos decir «mierda» y «mear» siempre que queramos, como mínimo hasta que vuelva mamá.
– Pero no «puta» -se apresuró a decir Aidan-. «Puta» es exista.
Caro no hizo caso del aparte que estaban manteniendo los hermanos.
– ¿Qué ha pasado, Thurse?
– Delante de los niños, no -respondió él-. No es una cuestión de morderse la lengua o no.
– Los padres de Frank están fuera del pueblo -dijo Twitch-, pero me he puesto en contacto con Helen Roux, que se lo ha tomado con bastante calma.
– ¿Estaba bebida? -preguntó Andy.
– Como una cuba.
Andy se alejó por el pasillo. Había unos cuantos pacientes, vestidos con la bata de hospital y las zapatillas, de pie y de espaldas a él. Estaban mirando la escena de la matanza, supuso. No tenía ganas de imitarlos, y se alegró de que Dougie Twitchell se hubiera ocupado de todo lo necesario. Era farmacéutico y político. Su trabajo consistía en ayudar a los vivos, no en ocuparse de los muertos. Y sabía algo más que todas esas personas ignoraban. No podía decirles que Phil Bushey aún se encontraba en el pueblo, viviendo como un ermitaño en la emisora de radio, pero podía decirle a Phil que su mujer, de la que se había separado, estaba muerta. Podía y debía. Obviamente, resultaba imposible saber cuál sería su reacción; desde hacía un tiempo Phil estaba fuera de sí. Era capaz de liarse a golpes. Quizá incluso de matar al portador de malas noticias. ¿Pero sería algo tan terrible? Los suicidas iban al infierno y cenaban sobre brasas ardientes para la eternidad, pero las víctimas de asesinato, Andy estaba convencido de ello, iban al cielo y comían rosbif y pastel de melocotón a la mesa del Señor por los siglos de los siglos.
Con sus seres queridos.
A pesar de la siesta que se había echado durante el día, Julia nunca había estado tan cansada, o esa era la sensación que tenía. Y, a menos que aceptara la oferta de Rosie, no tenía adonde ir. Salvo a su coche, claro.
Regresó al Toyota, le quitó la correa a Horace para que pudiera saltar al asiento del acompañante, y se puso al volante para intentar pensar. Rose Twitchell le caía bien, pero la mujer querría repasar todo lo sucedido durante ese día tan largo y angustioso. Y también querría saber qué podían hacer, si es que podían hacer algo, por Dale Barbara. Y recurriría a Julia para que le diera alguna idea; pero Julia no tenía ninguna.
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