La luz logró atravesar la confusa oscuridad de la cabeza de Andy. Lo llenó de sorpresa y gratitud. Alguien le había preguntado «¿Puede venir?». ¿Había olvidado lo bien que le hacían sentir esas cosas? Supuso que sí, pero ese era el motivo que lo había impulsado a presentarse al cargo de concejal en primera instancia. Ese y no el mero hecho de poseer cierto poder; aquello era cosa de Big Jim. Tan solo quería echar una mano. Así era como había empezado; y quizá como iba a acabar.
– ¿Señor Sanders? ¿Está ahí?
– Sí. Tranquila, Ginny. Llego enseguida. -Hizo una pausa-. Y no me llames señor Sanders. Soy Andy. Esto nos afecta a todos, lo sabes.
Colgó, llevó el vaso al baño y tiró el contenido al váter. La buena sensación que lo había embargado, la sensación de luz y asombro, duró hasta que tiró de la cadena. Entonces la depresión cayó sobre él como un abrigo viejo y maloliente. ¿Lo necesitaban? Era muy extraño. No era más que el viejo y estúpido Andy Sanders, el títere cuyos hilos movía Big Jim. El portavoz. La marioneta. El hombre que leía las mociones y propuestas de Big Jim como si fueran suyas. El hombre que era útil cada dos años, más o menos, para hacer campaña y hacer gala de su encanto sureño. Algo que Big Jim era incapaz de hacer o no estaba dispuesto.
Había más pastillas en el frasco. Había más Dasani en la nevera de abajo. Pero Andy no meditó en serio sobre esa posibilidad; le había hecho una promesa a Ginny Tomlinson, y era un hombre de palabra. Sin embargo, no había descartado el suicidio, tan solo lo había postergado. Lo había pospuesto, tal como se decía en el mundillo de la política local. Y más le valía salir de esa habitación que a punto había estado de convertirse en su cámara mortuoria.
Estaba empezando a llenarse de humo.
La sala de trabajo del depósito de cadáveres de los Bowie se encontraba bajo tierra, y Linda se sintió lo bastante segura para encender las luces. Rusty las necesitaba para llevar a cabo el examen.
– Menuda porquería -dijo él, y señaló el suelo de baldosas, sucio y lleno de pisadas, las latas de cerveza y refrescos que había sobre las mesas, un cubo de la basura en un rincón sobre el que revoloteaban unas cuantas moscas-. Si la Junta Estatal de Servicios Funerarios viera esto, o el Departamento de Salud, lo cerrarían en menos que canta un gallo.
– En menos que canta un gallo vamos a tener que salir nosotros de aquí si no queremos que nos pillen -le recordó Lisa. Estaba mirando la mesa de acero inoxidable que había en el centro de la habitación. La superficie estaba sucia debido a una serie de sustancias que, a buen seguro, era mejor no identificar, y había un envoltorio de Snickers hecho una bola junto a uno de los desagües-. Vamos, date prisa, Eric, este lugar apesta.
– Y no solo en el sentido literal -replicó Rusty. Aquel desorden lo ofendía; es más, lo indignaba. Habría sido capaz de darle un puñetazo en la boca a Stewart Bowie solo por el envoltorio del caramelo tirado en la mesa en la que drenaban la sangre a los fallecidos del pueblo.
En el otro extremo de la habitación había seis refrigeradores mortuorios de acero inoxidable. Detrás de ellos se oía el zumbido continuo del equipo de refrigeración.
– Aquí no escasea el propano -murmuró Rusty-. Los hermanos Bowie no reparan en gastos.
No había nombres en las ranuras para las tarjetas de la parte frontal de los refrigeradores -otro signo de dejadez-, de modo que Rusty abrió los seis. Los primeros dos estaban vacíos, lo cual no le sorprendió. La mayoría de las personas que habían muerto desde la aparición de la Cúpula, incluido Ron Haskell y los Evans, habían sido enterrados rápidamente. Jimmy Sirois, que no tenía ningún familiar cercano, seguía en la pequeña morgue del Cathy Russell.
En los otros cuatro refrigeradores se encontraban los cuerpos que había ido a ver. El olor a descomposición lo golpeó en cuanto sacó las camillas. El hedor aplastó los olores desagradables pero menos agresivos de los conservantes y los ungüentos funerarios. Linda se apartó, le dieron arcadas.
– No vomites, Linny -dijo Rusty, y se dirigió a los armarios que había en el otro lado de la habitación. En el primer cajón que abrió solo había números atrasados de Field & Stream, y Rusty lanzó una maldición. Sin embargo, en el de debajo encontró lo que necesitaba. Metió la mano debajo de un trocar, que tenía toda la pinta de que nunca lo habían limpiado, y sacó un par de mascarillas verdes de plástico que aún estaban en su funda. Le dio una a Linda y se puso la otra. Miró en el siguiente cajón y sacó un par de guantes de goma. Eran de color amarillo brillante, endemoniadamente alegres.
– Si crees que a pesar de la mascarilla vas a vomitar, sube arriba con Stacey.
– Estoy bien. Debo hacer de testigo.
– No estoy muy seguro de que tu testimonio sirviera de mucho; a fin de cuentas, eres mi mujer.
Ella insistió:
– Debo hacer de testigo. Tú date toda la prisa que puedas.
Las camillas donde reposaban los cuerpos daban asco, lo cual no le sorprendió después de haber visto el estado en el que se encontraba el resto de la zona de trabajo, pero aun así le repugnaba. Linda se había acordado de llevar una vieja grabadora de casete que había encontrado en el garaje. Rusty apretó el botón de RECORD, probó el sonido y le sorprendió que no fuera demasiado malo. Dejó la pequeña Panasonic en una de las camillas vacías. Entonces se puso los guantes. Tardó más de lo previsto ya que le sudaban las manos. Debía de haber talco en alguna parte, pero no tenía intención de perder más tiempo buscándolo. Ya se sentía como un ladrón. Qué diablos, era un ladrón.
– Bueno, ahí vamos. Son las diez y cuarenta y cinco de la noche del veinticuatro de octubre. Este examen está teniendo lugar en la sala de trabajo de la Funeraria Bowie. Que está asquerosa, por cierto. Da vergüenza. Veo cuatro cuerpos, tres mujeres y un hombre. Dos de las mujeres son jóvenes, y deben de tener alrededor de veinte años. Se trata de Angela McCain y Dodee Sanders.
– Dorothy -dijo Linda desde el otro lado de la mesa de trabajo-. Se llama… llamaba… Dorothy.
– Me corrijo. Dorothy Sanders. La tercera mujer es de edad madura. Se trata de Brenda Perkins. El hombre tiene unos cuarenta años. Es el reverendo Lester Coggins. Para que conste, puedo identificar a todas estas personas.
Hizo un gesto a su mujer y señaló los cuerpos. Ella los miró y se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó un poco la mascarilla, lo suficiente para decir:
– Soy Linda Everett, del departamento de policía de Chester's Mills. Mi número de placa es el siete, siete, cinco. También reconozco los cuatro cuerpos. -Volvió a ponerse la mascarilla. Por encima, los ojos lanzaban una mirada suplicante.
Rusty le hizo un gesto para que retrocediera. Era todo una farsa. Él lo sabía e imaginaba que Linda también. No obstante, no se sentía deprimido. Desde que era niño había anhelado seguir la carrera de Medicina, y habría acabado siendo médico si no hubiera tenido que abandonar los estudios para ocuparse de sus padres. Lo mismo que lo había impulsado a diseccionar ranas y ojos de vaca en clase de biología durante su primer año en el instituto, le servía también de acicate ahora: la simple curiosidad. La necesidad de saber. Y pensaba lograr su objetivo. Tal vez no acabaría sabiéndolo todo, pero sí algunas cosas.
Aquí es donde los muertos ayudan a los vivos. ¿Había dicho eso Linda?
Daba igual. Estaba convencido de que lo ayudarían si podían.
– A simple vista, parece que no han maquillado los cuerpos, pero los cuatro han sido embalsamados. No sé si el proceso se ha completado, pero sospecho que no, porque las punciones de la arteria femoral aún están en su sitio.
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