– ¿Hay algo que podamos hacer, doctor? -preguntó Ginny. Sabía que no era médico, pero estaba tan alterada que le salió de forma automática. Estaba mirando el cuerpo despatarrado de Frank y se tapó la boca con la mano.
– Sí. -Thurse se levantó y sus rodillas huesudas crujieron como dos pistolas-. Llamad a la policía. Esto es el escenario de un crimen.
– Todos los que se encuentren de servicio estarán sofocando el incendio -dijo Twitch-. Y los que no estén allí, irán de camino o estarán durmiendo con el teléfono desconectado.
– Pues llamad a quien sea, por el amor de Dios, y averiguad si se supone que debemos hacer algo antes de limpiar este desastre. Tomad fotografías, o yo qué sé. Tampoco es que haya muchas dudas acerca de lo ocurrido. Disculpadme un minuto, voy a vomitar.
Ginny se apartó para que Thurston pudiera entrar en el minúsculo lavabo de la habitación. Cerró la puerta, pero aun así se oyó perfectamente el sonido de sus arcadas, el sonido de un motor en plena aceleración pero atascado debido a la suciedad.
Ginny notó una leve sensación de mareo que pareció elevarla de forma liviana. Logró contenerla y, cuando miró a Twitch, este estaba cerrando el teléfono móvil.
– Rusty no ha respondido -dijo-. Le he dejado un mensaje de voz. ¿Alguien más? ¿Rennie?
– ¡No! -Casi se estremeció-. Él no.
– ¿Mi hermana? Me refiero a Andi.
Ginny se lo quedó mirando.
Twitch aguantó la mirada pero acabó agachando la cabeza.
– Tal vez no -murmuró.
Ginny le tocó el brazo, junto a la muñeca. Twitch tenía la piel fría. Pero imaginaba que ella también.
– Si te sirve de consuelo -dijo Ginny-, creo que está intentando desengancharse. Vino a ver a Rusty, y estoy casi segura que fue por eso.
Twitch se pasó las manos por ambos lados de la cara y por un instante la convirtió en una máscara de dolor de una ópera bufa.
– Esto es una pesadilla.
– Sí -se limitó a admitir Ginny. Entonces sacó su móvil de nuevo.
– ¿A quién vas a llamar? -Twitch logró esbozar una sonrisa-. ¿A los Cazafantasmas?
– No. Si Andi y Big Jim están descartados, ¿quién nos queda?
– Sanders, pero es un puto inútil y lo sabes. ¿Por qué no limpiamos todo esto y ya está? Thurston tiene razón, es obvio lo que ha ocurrido aquí.
Thurston salió del baño. Se estaba limpiando la boca con una toalla de papel.
– Porque existen ciertas reglas, jovencito. Y teniendo en cuenta las actuales circunstancias, es más importante que nunca que las sigamos. O, como mínimo, que pongamos todo nuestro empeño en ello.
Twitch alzó la cabeza y vio el cerebro de Sammy Bushey en lo alto de una pared, secándose. Lo que la chica había utilizado para pensar parecía ahora un coágulo de copos de avena. Rompió a llorar.
Andy Sanders estaba sentado en el apartamento de Dale Barbara, en un lado de la cama. La ventana estaba teñida del resplandor naranja de las llamas del edificio del Democrat , que se encontraba al lado. Por encima de él oyó pasos y voces amortiguadas; supuso que había hombres en el tejado.
Andy había subido por la escalera interior desde la farmacia. Abrió la bolsa marrón y sacó el contenido: un vaso, una botella de agua Dasani y un frasco de pastillas: OxyContin. La etiqueta decía PARA A. GRINNELL. Eran rosa y había unas veinte. Sacó unas cuantas, las contó, y sacó más. Veinte. Cuatrocientos miligramos. Tal vez no serían suficientes para matar a Andrea, que había logrado desarrollar cierta tolerancia, pero estaba convencido de que bastarían para él.
El calor del incendio del edificio de al lado atravesaba la pared. Estaba empapado en sudor. Debía de estar como mínimo a cuarenta grados. Quizá más. Se secó la cara con la colcha.
No tendré que aguantarlo mucho más. En el cielo soplará una brisa agradable y todos cenaremos juntos en la mesa del Señor.
Usó el culo del vaso para machacar las pastillas y asegurarse de que todas causaban efecto al mismo tiempo. Como un martillazo en la cabeza de un buey. Solo tenía que tumbarse en la cama, cerrar los ojos, y luego buenas noches, dulce farmacéutico, que un coro de ángeles te acompañe hacia el descanso celestial.
Yo… y Claudie… y Dodee. Juntos para la eternidad.
No lo creo, hermano.
Era la voz de Coggins, en su tono más sombrío y declamatorio. Andy hizo una pausa en el proceso de machacado de las pastillas.
Los suicidas no cenan con sus seres amados, amigo mío; van al infierno y cenan brasas ardientes que queman eternamente en su estómago. ¿Vas a decir «aleluya» ahora? ¿Vas a decir «amén»?
– Sandeces -susurró Andy, que siguió moliendo las pastillas-. Tú enseguida corriste a meter el hocico en el comedero, como todos nosotros. ¿Por qué iba a creerte?
Porque digo la verdad. Tu mujer y tu hija te están mirando ahora mismo, suplicándote que no lo hagas. ¿Acaso no las oyes?
– No -respondió Andy-. Y eso tampoco eres tú. Es una parte de mi mente que se comporta con cobardía. Ha intentado dirigirme toda la vida. Así es como Big Jim se adueñó de mi voluntad. Así es como me metí en este lío de las anfetaminas. No necesitaba el dinero, ni siquiera soy capaz de asimilar semejantes cantidades de dinero, pero no sabía cómo decir no. Pero ahora puedo decirlo. No, señor. No me queda nada por lo que vivir, y quiero irme. ¿Tienes algo que decir al respecto?
Parecía que Lester Coggins se había quedado sin palabras. Andy acabó de reducir las pastillas a polvo y llenó el vaso de agua. Vertió el polvo rosa en el vaso usando el costado de la mano y luego lo revolvió todo con el dedo. Lo único que se oía eran las llamas y los gritos amortiguados de los hombres que intentaban extinguirlas desde arriba, el bum-bum-bum de los hombres que caminaban por el tejado.
– De un trago -dijo… pero no bebió.
Tenía la mano en el vaso, sin embargo esa parte cobarde de su ser, esa parte que no quería morir a pesar de que no le quedaba nada importante por lo que vivir, fue incapaz de moverlo.
– No, esta vez no vas a ganar -dijo, pero soltó el vaso para poder secarse con la colcha el sudor que le corría por la cara-. No ganas siempre, y no vas a ganar ahora.
Se llevó el vaso a los labios. Una dulce promesa de olvido flotaba en su interior. Pero volvió a dejarlo en la mesita de noche.
Esa parte cobarde aún lo dominaba. Maldita fuera.
– Envíame una señal, Señor -susurró-. Envíame una señal para que sepa que puedo beber esto. Aunque solo sea porque es la única forma que tengo de salir de este pueblo.
En el edificio de al lado, el tejado del Democrat se vino abajo con una lluvia de chispas. Por encima de él, alguien -parecía Romeo Burpee- gritó:
– ¡Estad listos, chicos, estad listos, joder!
«Estad listos.» Esa era la señal, sin duda. Andy Sanders levantó el vaso de la muerte de nuevo, y esta vez la parte cobarde de su ser no se lo pudo impedir. La parte cobarde parecía haberse rendido.
En su bolsillo, su móvil hizo sonar las primeras notas de «You're Beautiful», una mierda de canción sentimental que había elegido Claudie. Por un instante estuvo a punto de beber el contenido del vaso, pero entonces una voz le susurró que aquello también podía ser una señal. No sabía si era la voz de su parte cobarde, o la de Coggins, o la de su corazón. Y puesto que no lo sabía, contestó a la llamada.
– ¿Señor Sanders? -Era la voz de una mujer, cansada, desdichada y asustada. Andy la identificó-. Soy Virginia Tomlinson, del hospital.
– ¡Ginny, claro! -exclamó con su habitual tono alegre y servicial. Era muy raro.
– Me temo que tenemos un problema. ¿Puede venir?
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