– Nadie puede pasar a partir de aquí, señoras.
– Es mi casa -dijo Julia-. Arriba se encuentran todas mis posesiones, ropa, libros, objetos personales, todo. Abajo está el periódico que fundó mi bisabuelo. En más de ciento veinte años solo ha faltado a su cita con los lectores en cuatro ocasiones. Y ahora va a quedar reducido a cenizas. Si quieres evitar que vea de cerca cómo sucede, vas a tener que pegarme un tiro.
Rupe parecía inseguro, pero cuando Julia echó a caminar de nuevo (seguida de Horace, que miró al hombre calvo con recelo), el policía se hizo a un lado. Aunque solo momentáneamente.
– Usted no -le ordenó a Rose.
– Yo, sí. A menos que quieras que te eche laxante en el próximo chocolate frapé que pidas.
– Señora… Rose… Tengo que obedecer órdenes.
– Al diablo con esas órdenes -exclamó Julia, con un tono más cansado que desafiante. Cogió a Rose del brazo y la arrastró por la acera. No se detuvo hasta que sintió que el calor le abrasaba la cara.
El Democrat era un infierno. La docena de policías presentes ni siquiera intentaban sofocarlo, a pesar de que tenían fumigadoras (algunas todavía lucían las pegatinas que Julia podía leer fácilmente a la luz de las llamas: ¡OTRO PRODUCTO ESPECIAL DE LAS REBAJAS DE BURPEE!) y estaban mojando el Drugstore y la librería. Dada la ausencia de viento, Julia pensó que podrían salvar ambas tiendas… Y de ese modo el resto de los negocios del lado este de Main Street.
– Es fantástico que hayan aparecido tan rápido -dijo Rose.
Julia no abrió la boca, se limitó a observar las llamas, que se alzaban en la oscuridad y ocultaban las estrellas de color rosa. Estaba demasiado aturdida para llorar.
Todo , pensó. Todo.
Entonces recordó el paquete de periódicos que había guardado en el maletero antes de partir para reunirse con Cox y se corrigió: Casi todo.
Pete Freeman se abrió camino entre los policías que estaban sofocando el incendio que afectaba a la fachada norte del Drugstore de Sanders. Las lágrimas habían logrado abrir unos surcos limpios en aquel rostro sucio de hollín.
– ¡Lo siento mucho, Julia! -El hombre estaba al borde del llanto-. Casi lo habíamos controlado… Lo habríamos conseguido… pero entonces la última… la última botella que lanzaron esos cabrones impactó en los periódicos que había junto a la puerta y… -Se limpió la cara con la manga de la camisa y se embadurnó de hollín-. ¡Lo siento muchísimo!
Julia lo acogió como si Pete fuera un bebé, aunque medía quince centímetros más y pesaba cuarenta y cinco kilos más que ella. Lo estrechó contra sí poniendo cuidado en no hacerle daño en el brazo herido, y le preguntó:
– ¿Qué ha pasado?
– Cócteles molotov -respondió Pete, entre sollozos-. Ese cabrón de Barbara.
– Está en el calabozo, Pete.
– ¡Sus amigos! ¡Han sido sus malditos amigos! ¡Lo han hecho ellos!
– ¡¿Cómo?! ¿Los has visto?
– Los he oído -contestó, y dio un paso atrás para mirarla-. Habría sido muy difícil no oírlos. Tenían un megáfono. Decían que si Dale Barbara no era liberado, quemarían todo el pueblo. -Sonrió con amargura-. ¿Liberarlo? Deberíamos colgarlo. Dadme una soga y lo haré yo mismo.
Big Jim se acercó caminando. Las llamas le teñían de naranja las mejillas. Sus ojos resplandecían. Lucía una sonrisa tan grande que casi llegaba, literalmente, de oreja a oreja.
– ¿Qué te parece ahora tu amigo Barbie, Julia?
Julia se acercó a Big Jim, y debió de hacerlo con una expresión extraña, porque Rennie retrocedió un paso, como si le diera miedo que le soltara un puñetazo.
– Esto no tiene sentido. Ninguno. Y lo sabes.
– Oh, yo creo que sí. Si eres capaz de aceptar la idea de que Dale Barbara y sus amigos fueron los responsables de la aparición de la Cúpula, creo que tiene mucho sentido. Fue un atentado terrorista, simple y llanamente.
– Y una mierda. Yo estaba de su lado, lo que significa que el periódico también. Él lo sabía.
– Pero esos chicos dijeron… -intentó decir Pete.
– Sí -lo interrumpió ella, sin mirarlo. Tenía los ojos clavados en el rostro de Rennie, iluminado por las llamas-. Esos chicos dijeron, esos chicos dijeron, ¿pero quién demonios son esos chicos? Pregúntate eso, Pete. Pregúntate esto: si no fue Barbie, que no tenía ningún motivo, ¿quién tenía alguna razón para hacer algo así? ¿Quién se beneficia de que Julia Shumway se vea obligada a cerrar la boca y dejar de dar problemas?
Big Jim se volvió y se dirigió hacia dos de los nuevos agentes de policía, solo identificables como tal por los pañuelos azules que llevaban atados alrededor de los bíceps. Uno era un tío cachas y alto con cara de ser poco más que un niño a pesar de su tamaño. El otro solo podía ser un Killian; esa cabeza con forma de pepino era tan característica como un sello conmemorativo.
– Mickey, Richie. Sacad a estas dos mujeres de la escena.
Horace estaba agazapado, gruñendo a Big Jim, que le lanzó una mirada desdeñosa.
– Y si no se van por propia voluntad, tenéis permiso para agarrarlas y lanzarlas contra el capó del coche patrulla más cercano.
– Esto no ha acabado -dijo Julia señalándolo con un dedo. Estaba empezando a llorar, pero eran unas lágrimas demasiado dolorosas y exaltadas para ser de dolor-. Esto no ha acabado, hijo de puta.
La sonrisa de Big Jim apareció de nuevo. Tan reluciente como la cera con la que abrillantaba su Hummer. Y tan oscura.
– Sí que ha acabado -replicó él-. Tema zanjado.
Big Jim regresó al incendio -quería verlo hasta que solo quedara un montón de cenizas del periódico de aquella metomentodo- y tragó una bocanada de humo. De repente se le detuvo el corazón y el mundo se difuminó frente a él, como si fuera un efecto especial. Luego empezó a latir de nuevo, pero de un modo irregular que le hizo jadear. Se dio un puñetazo en el lado izquierdo del pecho y tosió con fuerza, una solución rápida para las arritmias que le había enseñado el doctor Haskell.
Al principio el corazón continuó con su galope irregular (latido… pausa… latido… pausa), pero entonces recuperó el ritmo normal. Por un instante lo vio recubierto de un denso glóbulo de grasa amarilla, como un órgano que ha sido enterrado vivo y lucha por liberarse antes de que se le acabe todo el aire. Sin embargo, borró esa imagen de su cabeza rápidamente.
Estoy bien. Trabajo demasiado. No es nada que no puedan curar siete horas de sueño.
El jefe Randolph se le acercó con una fumigadora sujeta a su ancha espalda. Tenía la cara empapada en sudor.
– ¿Jim? ¿Estás bien?
– Sí -respondió Big Jim. Y lo estaba. Lo estaba. Se encontraba en la cúspide de la vida, era el momento ideal para alcanzar la grandeza, un hito que siempre se había considerado capaz de lograr. No pensaba permitir que unos problemillas de corazón se lo impidieran-. Solo estoy cansado. Llevo todo el día de un lado para otro, sin parar.
– Vete a casa -le aconsejó Randolph-. Nunca creí que llegaría a dar gracias a Dios por la Cúpula, y no voy a hacerlo ahora, pero como mínimo funciona como barrera contra el viento. Todo saldrá bien. He enviado a unos cuantos hombres al tejado del Drugstore y de la librería por si salta alguna chispa, así que puedes…
– ¿A qué hombres? -El corazón se estaba calmando, calmando. Bien.
– A Henry Morrison y a Toby Whelan a la librería. A Georgie Frederick y a uno de los chicos nuevos al del Drugstore. Uno de los hijos de Killian, creo. Rommie Burpee se ha ofrecido como voluntario para subir con ellos.
– ¿Tienes el walkie ?
– Claro que sí.
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