Todos llevaban pistola, excepto uno.
– ¿Qué hacéis aquí tan pronto? -preguntó Thibodeau caminando hacia ellas-. Yo tengo excusa, se me han acabado los calmantes.
Los demás se carcajearon como trols.
– Hemos traído el desayuno de Barbara -dijo Jackie. Tenía miedo de mirar a Linda, miedo de la expresión que pudiera ver en su cara.
Thibodeau echó un vistazo a la fiambrera.
– ¿Sin leche?
– No la necesita -respondió Jackie, que escupió en el cuenco de Special K-. Ya los mojo yo.
Los demás estallaron en vítores. Varios aplaudieron.
Jackie y Linda llegaron a la escalera cuando Thibodeau dijo:
– Dame eso.
Por un instante, Jackie se quedó helada. Se vio a sí misma entregándole la fiambrera y luego intentando huir. Lo que la detuvo fue un hecho muy sencillo: no tenían adonde huir. Aunque hubieran logrado salir de la comisaría, las habrían alcanzado antes de quellegaran al Monumento a los Caídos.
Linda le arrancó la fiambrera de las manos y se la dio a Thibodeau, quien, en lugar de buscar una amenaza entre los cereales, escupió en ellos.
– Ahí va mi contribución -dijo.
– Espera un momento, espera un momento -dijo Lauren Conree. Era una pelirroja alta y delgada con cuerpo de modelo y las mejillas picadas por el acné. Hablaba con voz nasal porque se había metido un dedo en la nariz, hasta la segunda falange-. Yo también tengo algo para él. -El dedo resurgió con un gran moco en la punta. La señorita Conree lo depositó sobre los cereales, lo que le valió aplausos y el grito «¡Laurie se dedica a la extracción de petróleo verde!».
– Se supone que dentro de todas las cajas de cereales hay un juguete -dijo la chica con una sonrisa ausente. Se llevó la mano a la culata de la 45. Con lo delgada que era, Jackie pensó que si alguna vez tenía ocasión de dispararla el retroceso la haría caer de culo.
– Todo listo -sentenció Thibodeau-. Os acompañaré.
– Bien -dijo Jackie. Cuando pensó que había estado a punto de ponerse la nota en el bolsillo para intentar dársela a Barbie en mano, sintió un escalofrío. De repente, le pareció que el riesgo que estaban corriendo era una locura… no obstante, ya era demasiado tarde-. Pero quédate en la escalera. Y, Linda, mantente detrás de mí. Es mejor que no corramos ningún riesgo.
Pensó que tal vez Thibodeau intentaría rebatir sus órdenes, pero no lo hizo.
Barbie se incorporó. Al otro lado de los barrotes se encontraba Jackie Wettington con un cuenco de plástico blanco en una mano. Tras ella, Linda Everett sostenía la pistola con ambas manos, apuntando al suelo. Carter Thibodeau era el último de la fila, y se quedó al pie de la escalera; llevaba el pelo apelmazado, como si acabara de despertarse, y la camisa azul de uniforme desabrochada para mostrar el vendaje del hombro que le cubría el mordisco del perro.
– Hola, agente Wettington -dijo Barbie. Una tenue luz blanca empezaba a filtrarse por la rendija de la ventana. Eran esos primeros rayos de luz del día que hacen que la vida parezca la broma de todas las bromas-. Soy inocente de todas las acusaciones. No se pueden calificar de cargos porque aún no me han…
– Cállate -le espetó Linda-. No nos interesa.
– Muy bien, rubita -dijo Carter-. Así se hace. -Bostezó y se rascó el vendaje.
– Siéntate ahí -le ordenó Jackie a Barbie-. No muevas ni un músculo.
Barbara obedeció. La agente hizo pasar la fiambrera entre los barrotes. Era pequeña y pasó justo.
Barbie cogió el cuenco. Estaba lleno de cereales que parecían Special K. Un escupitajo brillaba sobre los cereales secos. Había algo más: un moco grande, verde, húmedo y manchado de sangre. Y aun así, su estómago rugió. Tenía mucha hambre.
También se sentía dolido, muy a su pesar. Porque Jackie Wettington, a quien reconoció como ex militar la primera vez que la vio (en parte por el corte de pelo, pero sobre todo por su porte), lo había decepcionado. Le resultó fácil asimilar la indignación de Henry Morrison. Sin embargo lo de Jackie era más difícil. Y la otra mujer policía, la que estaba casada con Rusty Everett, lo miraba como si fuera un animal raro o un bicho con aguijón. Había albergado ciertas esperanzas de que al menos algunos de los agentes oficiales…
– Come y calla -le ordenó Thibodeau desde la escalera-. Lo hemos preparado con todo el cariño para ti. ¿Verdad, chicas?
– Así es -convino Linda. Hizo una mueca apenas perceptible con la boca. Las comisuras de los labios se curvaron hacia abajo. Fue algo más que un tic, pero a Barbie le dio un vuelco el corazón. Creyó que Linda estaba fingiendo. Quizá era creer demasiado, pero…
Linda se movió un poco y se interpuso en la línea de visión entre Thibodeau y Jackie… aunque en realidad no había ninguna necesidad. El chico estaba muy atareado intentando mirar por debajo de su vendaje.
Jackie miró hacia atrás para asegurarse de que tenía vía libre, entonces señaló el cuenco, levantó las manos con las palmas hacia arriba y enarcó las cejas: Lo siento. Luego señaló a Barbie con dos dedos. Presta atención.
Él asintió.
– Disfruta del desayuno, imbécil -le espetó Jackie-. Ya te traeremos algo mejor a mediodía. Quizá una hamburguesa con meados.
Thibodeau soltó una carcajada desde la escalera, donde se estaba arreglando el vendaje.
– Eso si te queda algún diente -añadió Linda. No sonó despiadada, ni siquiera enfadada. Solo pareció asustada: una mujer que prefería estar en cualquier otra parte antes que ahí. Sin embargo, Thibodeau no se dio cuenta. Seguía analizando el estado del hombro.
– Venga -dijo Jackie-. No quiero ver cómo engulle.
– ¿Están demasiado secos? -preguntó Thibodeau. Se puso en pie mientras las mujeres recorrían el pasillo que había entre las celdas y la escalera. Linda guardó la pistola-. Porque si es así… -Carraspeó con fuerza para arrancarse las flemas.
– Ya me las arreglo -dijo Barbie.
– Claro que sí -replicó Thibodeau-. De momento. Luego ya veremos.
Subieron por la escalera. Thibodeau, que iba el último, le dio una palmada en el trasero a Jackie. Ella se rió y le dio un inocente manotazo. Era buena, mucho mejor que Linda. Pero ambas acababan de demostrar que tenían agallas. Muchas agallas.
Barbie cogió el moco y lo tiró hacia la esquina en la que había meado. Se limpió la mano con la camisa. Luego hurgó en los cereales y, en el fondo, encontró un trozo de papel.
«Intenta aguantar hasta mañana por la noche. Si podemos sacarte, ve pensando en algún lugar seguro. Ya sabes qué hacer con esto.»
Barbie lo hizo.
Una hora después de haberse comido la nota y los cereales, oyó unos pasos que descendían lentamente por la escalera. Era Big Jim Rennie, vestido de traje y corbata, listo para empezar otro día al frente del gobierno bajo la Cúpula. Entró seguido de Carter Thibodeau y de otro tipo, uno de los Killian, a juzgar por la forma de la cabeza. El muchacho llevaba una silla que le creaba bastantes problemas; era lo que los yanquis de antaño habrían llamado un «garrulo». Le dio la silla a Thibodeau, que la puso frente a la celda, al final del pasillo. Rennie se sentó, pero antes se subió las perneras con sumo cuidado, para no arrugar la raya.
– Buenos días, señor Barbara. -Había cierto matiz de satisfacción en el uso de aquel tratamiento civil.
– Concejal Rennie -dijo Barbie-. ¿Qué puedo hacer por usted aparte de darle mi nombre, mi rango y número de serie… que no estoy seguro de poder recordar?
– Confesar. Ahorrarnos unos cuantos problemas y aliviar las penas de su propia alma.
– Anoche el señor Searles mencionó la tortura del submarino -dijo Barbie-. Me preguntó si la había visto en Iraq.
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