– Una edad estupenda, los treinta y ocho, fantástica. Y ahora, mientras los niños duermen, ¿por qué no la ayudo a ordenar la cocina? Y, entretanto, podría poner un poco de música.
Así lo hicieron. En el cuarto de estar, Alfred Brendel interpretaba Andante y variaciones para piano de Haydn. De tanto en tanto, Nita hacía una pausa para escuchar.
– ¡Es tan hermoso! -dijo una vez. Tarareaba al son de la música. Luego dijo-: ¡Qué genial era Haydn! ¡No tenía ni un pelo de tonto!
Michael guardaba silencio. Aquella música que oía por primera vez, delicada, con una melodía sorprendente, le inspiraba añoranza y melancolía. Escuchó el sonido lento y majestuoso del piano, y supo que siempre reconocería esa pieza en cuanto oyera la primera nota. Volvió a sentirse avergonzado de su impulso de quedarse con la niña, y tomó agudamente conciencia de que aquel impulso reflejaba una cara oculta de su personalidad que estaba en flagrante contradicción con su imagen. Quizá estaba sirviéndose de la niña, como había dicho Nita, para dar sentido a su vida. Inopinadamente, aquella música sorprendente, delicada y triste, tan distinta de todo lo que conocía de Haydn, le inspiró un fuerte deseo de llorar. La pila ya estaba vacía. Nita llenó con agua hervida los dos biberones y disolvió los polvos amarillentos. Sus miradas se cruzaron y ella sonrió. La música terminó.
– Otra vez, por favor -dijo Michael.
– Sí, es verdaderamente hermosa -dijo ella mientras regresaba a la cocina, y la música comenzó de nuevo-. Ojalá llegue a tocar con Brendel algún día. He tocado con pianistas buenos -dijo tímidamente-. Pero Brendel es magnífico.
Las sillas descansaban apiladas sobre la mesa de la cocina. El suelo estaba casi seco. Todo resplandecía de puro limpio. Ni un ruido procedente de la habitación de Ido. Michael tenía la impresión de que habían pasado siglos desde que experimentara un sentimiento de amistad, una relación normal. Lo inundó una sensación placentera tan poderosa que se asustó.
– ¿La despierto para darle el biberón? -preguntó.
– Ni se le ocurra -dijo Nita tajante-. ¿Cuántos años tiene su hijo?
– Casi veintitrés.
– Y, cuando era pequeño, ¿se pensaba todavía que había que dejarlos llorar y darles el biberón sólo cada cuatro horas?
– No lo creo. No lo recuerdo -sonrió-. Yo diría que se pasaba el día tomando el biberón. No tenía otra cosa que hacer, aparte de llorar. Sus abuelos pensaban que yo lo malcriaba al cogerlo en brazos cada dos por tres en lugar de dejarle llorar. Se me encogía el corazón.
– ¿Cuándo se divorció?
– Hace mucho tiempo.
– ¿Por qué?
– Ni siquiera tendríamos que habernos casado. No estábamos hechos el uno para el otro. No nos queríamos.
– ¿Y desde entonces no ha vuelto a casarse?
– No.
– ¿Por qué?
– Nunca ha surgido la ocasión -replicó Michael encogiéndose de hombros.
– ¿Nunca ha surgido la ocasión?
Sin decir nada, Michael se dirigió al cuarto de estar; luego regresó a la cocina, desplegó las sillas, puso dos de ellas lado a lado y tomó asiento. Después se colocó delante el cenicero azul, encendió un cigarrillo y señaló la silla vacía. En ese preciso instante, cuando estaba a punto de contárselo, un potente gemido salió de la habitación de Ido. La nena se había despertado y sus sollozos ahogaron la música y despertaron también a Ido.
– ¿A qué se dedica? -preguntó Nita mientras se sentaban uno junto al otro, con los bebés en los brazos.
– Trabajo en la policía -repuso Michael sin retirar la vista de la boquita rosa pegada a la tetilla. Imaginó sentir un cosquilleo en sus pezones. Esa sensación lo dejó muy turbado, haciéndole centrar la atención en su cuerpo, como si pretendiera descubrir una pavorosa transformación sexual en pleno curso, la alarmante intensificación de los rasgos femeninos que, según había oído decir, tenía lugar en los hombres de cierta edad. ¿O no serían más que cuentos de viejas?
Como era de esperar, la lacónica respuesta dejó atónita a Nita. Era la primera vez que conocía a un policía. Pensaba que todos eran… Al no dar con el adjetivo adecuado, se quedó callada.
– Prejuicios -masculló Michael.
Nita dejó a Ido en la cuna y él colocó a la nena en el capazo del cochecito. Se lo podría contar al día siguiente, pensó al ver que casi era medianoche.
– ¿Y qué trabajo desempeña en la policía? -le preguntó Nita mientras él titubeaba junto al cochecito.
– Acabo de reincorporarme tras un permiso de estudios de dos años.
– ¿Qué ha estudiado?
– Derecho.
– ¿Y se ha licenciado? ¿En dos años?
– No. Acabaré la carrera dentro de un par de años, a la vez que trabajo.
– ¿Y a qué trabajo se ha reincorporado? ¿Algo relacionado con sus estudios?
– Me dedico a la investigación de grandes delitos. Por lo general, estoy al frente de equipos que investigan asesinatos -dijo Michael, previendo la siguiente pregunta.
– Un trabajo muy importante. Y que da miedo -comentó ella con infantil admiración, los ojos muy abiertos.
– Muy importante -repitió Michael. Nita lo miraba con tanta seriedad que a él se le escapó una sonrisa-. ¿Es que ustedes, los holandeses, no tienen sentido del humor?
Nita meditó un instante.
– No. No sé cómo serán los holandeses en general, pero en mi familia no existía el sentido del humor. Aunque sí una gran ironía, no sé si puede considerarse un tipo de humor.
– Para ser irónico hay que saber apreciar el ridículo, o al menos poseer una inteligencia creativa -comentó Michael tras una breve reflexión-. Pero, de hecho…
– ¿Sí?
– La ironía y el humor son dos cosas opuestas. La ironía siempre es agresiva. Y lo es por necesidad, porque en realidad es una defensa.
– En tal caso, mi padre es un hombre muy agresivo.
Michael guardó silencio. El momento no le parecía adecuado. Empujó el cochecito. La nena, con los azules ojos abiertos, emitió un gorgorito. Michael tenía la sensación de que lo miraba a los ojos.
– Mire qué buena es -se maravilló Nita-, y guapísima.
– No diga eso -le advirtió Michael, y estiró la mano para tocar el armazón de madera del sofá.
– ¿Es supersticioso? Me alecciona con tanta lógica, ¿y resulta que es supersticioso?
– Lo soy -confesó Michael y, en el tono con el cual recordaba que hablaban las mujeres en su Marruecos natal, añadió-: ¿Qué le voy a hacer? -se puso en pie para irse.
– No se vaya todavía -dijo Nita-. Quédese un ratito más. Podemos tomar una copa de coñac o de lo que sea -Michael no volvió a sentarse pero tampoco se movió-. Su presencia ahuyenta los pensamientos negativos que me atormentan -le explicó con la vista baja-. Pero quédese sólo si le apetece, si está cansado o… -murmuró.
La niña parecía estar a sus anchas. El piso desprendía ahora un aroma limpio. No había motivos para apresurarse. Se lo contaría todo mientras tomaba un coñac. Contárselo le haría sentirse mejor. Tal vez. Sería un alivio. De pronto tuvo esa certidumbre, al menos hasta el momento en que tomó de nuevo asiento y encendió un cigarrillo. Con la vista fija en la copa de coñac, volvió a sopesar los pros y los contras. Imaginó que ella empalidecería, o se sonrojaría, en todo caso quedaría horrorizada, exigiría que hicieran algo de inmediato, informar a las autoridades, buscar a la madre de la niña. Le preguntaría por qué quería lo que quería. Volvió a inundarle una mezcla de vergüenza y ansiedad emanadas del deseo de conservar para sí a la niña y del hecho de que ni él mismo era capaz de explicárselo. Nita reposaba en silencio, con las piernas recogidas bajo el cuerpo. Una vez terminada la limpieza, se había cambiado de ropa. Se había puesto una blusa azul arrugada pero limpia. Su delgadez saltaba a la vista. Nita balanceó la copa entre las palmas de sus grandes manos y lo miró con dulzura.
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