Batya Gur - Un asesinato musical

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De la celebrada autora israeli, Batya Gur, nos llega una nueva novela de Michael Ohayon, la cuarta de esta popular serie de thrillers fascinantes e inteligentes. En esta ocasion, Michael Ohayon, un detective culto, solitario y encantador, entabla amistad con una chelista perteneciente a una familia de musicos de fama internacional. Pero su aficion a la musica le llevara a investigar un inesperado caso de doble asesinato que afecta el entorno de su nueva amiga y que tiene que ver con el descubrimiento de un antiguo requiem barroco. Puede una obra de arte convertirse en el movil de un crimen brutal?

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Los labios de Nita se relajaron. Estaba avergonzada.

– Hacía muchísimo que no lo oía, casi dos años. Hoy día la interpretaría de una manera totalmente distinta -se excusó, pero no parecía suficiente justificación para su conducta-. Voy a traer el café -dijo, y se fue a la cocina para luego volver a toda prisa, trayendo una cafetera de cristal, un par de tazas, leche y azúcar en una gran bandeja de madera. La posó sobre la mesita de cobre y se quedó escudriñándola con toda su atención, pero Michael tenía la clara sensación de que Nita estaba ausente, de que no veía nada.

– Cucharillas, faltan las cucharillas -dijo él.

Nita sonrió como si acabara de despertarse.

– Sabía que me había olvidado de algo -dijo, y regresó a la cocina.

La niña se movió en el cochecito. Emitió un débil sollozo y se quedó en silencio. Nita ya estaba a su lado, con dos cucharillas en una mano y la otra suspendida sobre el asa del cochecito, dispuesta a mecerlo. ¿Cómo podría confiarse a ella?, pensaba Michael. Era una perfecta desconocida, no sabía nada de ella. Ni siquiera el chelo resultaba revelador. La Sonata para arpeggione no indicaba nada.

– Hay que pescarlo justo cuando empieza. No permitir que se vuelva más fuerte -le comunicó.

– ¿A qué se refiere?

– Al llanto. A veces, si te apresuras a acunarlos, se vuelven a dormir enseguida. Otras veces no sirve de nada -suspiró.

Y, sin embargo, sí sabía algo de ella. Tal vez sería más fácil por el hecho de que no la conocía. Observó los pausados movimientos de sus manos, que servían el café. Le fascinaba que aquellas manos, que habían cortado las manzanas en finas rodajas, fueran las mismas que interpretaban las primeras notas de la Sonata para arpeggione en el disco. Aquellas manos, grandes y blancas, que ahora servían la leche y sacaban un cigarrillo del paquete de tabaco de Michael, eran capaces de interpretar una sonata de Schubert.

Nita empujó suavemente el cochecito, maniobró por el estrecho pasillo hasta la habitación contigua, donde dormía su hijito, se dejó caer en un sillón y encendió un cigarrillo.

– ¡Y yo preguntándole si era músico profesional! -Michael meneó la cabeza.

Nita aspiró el humo y quitó importancia al asunto con un ademán.

– Una grabación la puede hacer cualquiera -dijo con voz ronca.

Michael le preguntó titubeante si era su única grabación.

– Hay unas cuantas más -repuso ella con dulzura, los ojos bajos-. No se deje impresionar. Lo pasado, pasado está -dictaminó a la vez que levantaba la vista hacia él. Una línea vertical muy marcada separaba sus oscuras cejas-. No significa nada con respecto al futuro. Hace un año que no toco ni actúo.

– ¿Por el niño?

Nita no respondió. Michael no se atrevía a indagar en su vida con su habitual soltura. Mientras la miraba, se preguntó qué podía decir. Ella dejó el cigarrillo en la ranura del cenicero y envolvió la taza con ambas manos. Las yemas de sus largos dedos se tocaban.

– Tengo un concierto después de Yom Kipur, el primero en más de un año -dijo Nita con brusquedad. Tenía la vista fija en las cristaleras. Daba la impresión de que el sillón se le quedaba pequeño. Cruzó las piernas y apoyó los codos en los estrechos brazos. A Michael le dio la sensación de que Nita contraía el cuerpo y tensaba los músculos para controlar el temblor que la había acometido. De pronto, Nita levantó la mirada hacia él, abrió mucho los ojos con esfuerzo y susurró-: Estoy aterrorizada. Tal vez lo he perdido.

Michael podría haber preguntado qué temía haber perdido, pero la comprendía y se limitó a decir:

– ¿Qué va a interpretar?

– Un programa muy variado. En realidad, son dos conciertos. En el primero tengo un breve solo, en la obertura de Guillermo Tell. Mi hermano Theo dirigirá y mi hermano menor también estará en la orquesta, en calidad de primer violín, es el concierto que inaugura la temporada -dejó la taza sobre la mesa-. Y unas dos semanas después, en el segundo concierto, interpretaré el chelo en el Doble concierto -prosiguió, girando la cabeza en dirección al retrato de Brahms-. El otro solista iba a ser un magnífico violinista joven que ha descubierto mi hermano Theo. A Theo se le da bien descubrir a jóvenes genios. Pianistas de Italia y violinistas de Corea del Sur, a veces también músicos del país. Pero el genio se ha puesto enfermo y no podrá venir. Así que será Gabi quien interprete el solo de violín. Va a ser un concierto largo, de mucha enjundia… la Cuarta de Mahler también está en el programa.

– Cuando la oí tocar antes, no era Brahms, pero me pareció conocer la música. ¿Qué era? -preguntó Michael, titubeando, temeroso de quedar como un ignorante.

– Rossini, el solo de la obertura de Guillermo Tell. ¿Conoce la obra?

– La verdad es que mis conocimientos musicales son muy escasos -se apresuró a responder Michael-. Sencillamente, soy un amante de la música.

– Amar la música ya es mucho. Te pone en disposición de aprender llegado el momento adecuado -dijo Nita, y levantó de nuevo la taza.

– La música que estaba tocando me resultaba conocida, pero no logré identificarla.

– ¿Hay obras que reconoce de inmediato?

– Sí, cómo no. Por ejemplo, ayer tocó el Doble concierto y la Suite de Bach.

Nita asintió con la cabeza.

– Qué maravilla que toque el chelo. Es un instrumento tan triste… -se sorprendió diciendo-. Me encanta. Yo creo que quien no ha mamado la música, quien no se ha educado en ella desde pequeño, nunca puede comprenderla plenamente a no ser que esté dotado de un talento especial.

– No es necesario comprenderla -afirmó Nita-. Basta con amarla y necesitarla. Sobre todo, necesitarla.

– En su caso es distinto, usted se crió rodeada de música. ¿La tienda de música Van Gelden también es de su familia?

Nita hizo un gesto afirmativo.

– Pasé por delante hace unos días y estaba cerrada. ¿Es un cierre definitivo?

– Lleva seis meses cerrada. No hay nadie que pueda encargarse de ella. Mi padre es demasiado mayor y mis hermanos están muy ocupados, claro. Y yo también. Ninguno de nosotros puede dejarlo todo empantanado para emprender viajes en busca de instrumentos antiguos, partituras y grabaciones valiosas. No hubo más remedio. Entretanto… en fin, mi padre no ha querido venderla, pese a que le hicieron varias ofertas. No se presentó ningún comprador adecuado… Mi padre pone peros a todos -comentó riéndose.

– Pero usted ha abandonado el chelo -señaló Michael.

Aún tenía que descubrir muchas cosas sobre ella. Si hubiera sabido qué consecuencias podía tener esa frase, se lo habría pensado dos veces antes de pronunciarla. O tal vez no.

Nita tardó un momento en responder.

– No lo he abandonado -dijo al fin, y añadió enseguida-: ¿Cómo se atreve a decir que lo he abandonado? -se levantó y se dirigió a la cocina.

Transcurrieron varios minutos sin que sucediera nada. Michael echó una ojeada a su alrededor, se puso en pie y observó el lienzo de encima del sofá y la puerta de la cocina. Abrió las puertas del balcón, se estiró, respiró el aire otoñal. Y al fin logró hacer acopio de fuerzas para seguirla a la cocina. Nita estaba junto a la pila. En ella había una montaña de platos, cacharros y tazas de café puestas del revés. La cocina de gas estaba salpicada de círculos renegridos, como si se hubiera quemado leche derramada una docena de veces y nunca se hubiese limpiado. El suelo estaba pegajoso y el grifo goteaba.

Nita tenía el rostro sepultado en las manos. Los hombros le temblaban. Al oír pisadas, se retiró las manos de la cara. Estaba muy pálida, sin lágrimas. Entrecerró los ojos.

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