– Discúlpeme, por favor -susurró-. Estoy espantosamente cansada.
– Nos vamos ahora mismo -se precipitó a decir Michael. ¿Cómo se había atrevido a imponerle así su presencia?
– No, no, no quería decir que se fueran. Al contrario, quédese, por favor, si quiere, claro. Me siento como si llevara muchísimo tiempo sin hablar con nadie. Perdone que se lo diga, pero me gusta hablar con usted. Pero no quiero cargarle con mis problemas. Tendrá que disculparme por ser así, es que…
Quedó en silencio, replegada sobre sí misma. De pie junto a la pila, conteniendo las lágrimas, transmitía tal sensación de soledad que Michael sintió el fugaz deseo de tomarla en sus brazos y acariciar sus rizos castaños. Pero no osó acercarse a ella.
– Discúlpeme -volvió a repetir Nita-. No quería que viera este desastre -le dirigió una media sonrisa y se enjugó los ojos-. Ahora que los niños están tranquilos, soy yo la que me pongo a berrear.
Michael echó una ojeada a la cocina. No la habían limpiado desde hacía días, semanas, tal vez.
– ¿No le ayuda nadie con las faenas de casa?
Nita negó con la cabeza.
– ¿Ha comido algo hoy?
Nita adoptó un gesto pensativo, se pasó los dedos por el pelo y resolló.
– Sólo un bocado -confesó-. Pero he bebido muchos líquidos.
– ¡Y está dándole el pecho al bebé! -la regañó Michael.
Ella bajó la cabeza.
– Tal vez deberíamos prepararnos algo de cena. Podríamos bajar a mi casa… -sugirió Michael tras echar otra ojeada a su alrededor.
– Ahora no puedo sacar a Ido de la cama. Podemos cenar aquí, tengo muchas cosas…
– Si quiere… -dijo Michael, titubeante-…también podríamos intentar darle un repaso a la cocina. La puedo ayudar, si quiere -añadió, con el oído atento a los sonidos de la habitación contigua.
– Están dormidos -dijo Nita.
– ¿Ponemos manos a la obra? -sugirió Michael.
A lo mejor se lo contaba, a lo mejor no. Lo más difícil sería explicar los porqués, tanto a sí mismo como a ella.
– No sé si podré comer -dijo ella más tarde, mientras observaba cómo Michael batía unos huevos.
– No tiene que forzarse -la tranquilizó él-. Sencillamente haga una ensalada con las verduras que hemos rescatado de la nevera -añadió con una sonrisa-. Luego ya veremos. Mientras las va pelando y cortando, puede contarme cosas.
– ¿Contarle cosas?
– ¿Por qué no?
– ¿Qué quiere que le cuente?
– Lo que le parezca. Tal vez incluso por qué lleva un año sin tocar.
Nita extrajo un cuchillo especial del fondo de un cajón del armarito de cocina y comenzó a pelar un pepino.
– No hay mucho que contar. Es una historia muy banal. Estuve enamorada de una persona, creía que también él me quería. Resultó que no. Me quedé embarazada. Él estaba casado. Todo se desarrollaba en secreto. Después de quedarme embarazada -en este punto se atragantó, tragó saliva, tosió-, él me abandonó. Y no consigo superarlo. No logro rehacerme. Ya le había dicho que no es nada especial, una banalidad. Un melodrama cursi. Como una película egipcia. Una telenovela.
– Lo mismo podría decirse de casi todo. Debería usted perdonarse a sí misma por estar tan afligida. Muchas personas no se permiten dar rienda suelta a sus sentimientos -Michael comenzó a fregar la sartén que había sacado del fondo de la pila.
– No quise interrumpir el embarazo. No sé por qué le estoy contando todo esto. Lo siento.
Michael levantó la cabeza y dijo:
– Me alegra mucho que me hable con tanta franqueza.
– Viví un par de años metida en una burbuja, ni siquiera le saqué todo el partido posible a la música. Y luego di a luz. Cuando aquel hombre me obligó a escoger entre él o el bebé, no pude obligarme a perderlo. Me fue imposible… Quizá aspiraba incluso a criarlo yo sola. Siempre me he plegado a las expectativas de los demás. Fui una niña mimada de padres ya mayores, con dos hermanos varones. Ya sabe lo que dice la psicología popular -empezó a partir un pepino en trocitos.
– Por lo visto tuvo una infancia feliz -comentó Michael al lado de los fogones-. Ya encontrará a alguien.
– O no -replicó ella, lanzándole una mirada expectante.
Él le devolvió la mirada y sonrió. Había una cierta dulzura en los labios fruncidos de Nita y en la grave resolución de su voz, que quedaba desmentida por aquella mirada con la que reclamaba su asentimiento.
– O no -convino Michael.
– Es posible vivir sin amor… sin un amor romántico, quiero decir -sentenció ella.
– Es posible -Michael suspiró-. Difícil pero posible.
– Muchas personas viven así -insistió Nita, y se puso a partir un tomate en rodajas.
– Muchas.
– Y sacan su vida adelante, trabajan…
– No cabe duda. Y usted ya ha empezado a tocar otra vez.
Nita colocó las rodajas de tomate en una fuente de cristal.
– Lo más duro de todo -comentó pensativa- es encontrar un motivo para seguir viviendo, un sentido a la vida -titubeó y volvió a sonreír-. A veces creo que quise tener al niño para que me obligase a vivir de una manera responsable, y entonces tengo la impresión de haber actuado con muchísimo egoísmo. Educarlo sin un padre sólo porque yo quería tener un motivo… -el hoyito apareció fugazmente.
– Creo que no debería ser tan racional y crítica. Quizá le sentaría mejor aceptar sus limitaciones sin más. ¿Por qué cree que tienen hijos los casados?
– ¿Por qué? -repitió ella fríamente-. Para ellos es natural, lo que debe hacerse. Pero yo conservé al bebé aun después de que se derrumbara la confianza absoluta que había depositado en mi compañero.
– ¿Confianza absoluta? Nunca se debe confiar plenamente en nadie -dijo Michael a la vez que daba la vuelta a la tortilla y bajaba el fuego-. Confiar por completo en alguien es en cierto sentido convertirse en un niño. No hay en el mundo una sola persona sin debilidades. Hay que tomar esas debilidades en cuenta, y eso no se hace cuando se decide confiar plenamente en alguien -apagó el fuego-. ¿Qué tal va la ensalada?
Nita levantó la vista del cuenco.
– Está lista, sólo queda aliñarla. Entonces, ¿qué sentido tienen las cosas, de qué vale nada si no se puede confiar en nadie? ¿Cómo puede haber un amor sin confianza?
– No he dicho «confianza», he dicho «confianza absoluta». Es muy distinto. ¿Tiene aceite de oliva?
Nita asintió con un gesto.
– Cenaremos en el cuarto de estar. Esto está demasiado sucio -dijo en tono enérgico y pragmático.
Se dirigió a la sala llevando los platos, los cubiertos y la ensalada. Michael la siguió, esperó a que tomara asiento y depositó cuidadosamente media tortilla en su plato. Retiró las rodajas de manzana, ya marrones, e hizo sitio para el challah que había cortado. Antes de sentarse, fue al cuarto de los niños y se asomó al cochecito. La nena reposaba inmóvil boca arriba. Se inclinó, alarmado, y acercó la mejilla a su pequeña nariz. No se enderezó hasta haber sentido sobre su piel el aliento que la nena exhalaba rítmica y sosegadamente.
– Es imposible librarse de él -dijo Nita-. Del miedo a que el niño muera. Yo sigo comprobando si mi hijo respira cuando se queda muy quieto, aunque ya tiene cinco meses.
– ¿Es normal que duerma tanto rato seguido? Recuerdo que, a esa edad, mi hijo no dormía más de una hora sin despertarse.
– Por lo visto está muy a gusto. Ha comido suficiente y ya no siente ninguna molestia. Es una niña muy buena -Nita observó su plato y pinchó un trozo de tortilla con un movimiento lento, desganado.
– Los niños son los únicos que pueden confiar plenamente en alguien. Y ni siquiera ellos -observó Michael, pensando en la caja de cartón-. Sólo si tienen suerte.
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