Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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¿Cómo es posible que pueda estar viviendo todo eso con tanta indiferencia, mientras unas manchas ardientes fluyen de una bola de luz cegadora y se convierten en resplandecientes puñales que se abren camino haciendo estragos, atravesando los suaves telones de un rosa grisáceo? Y el dolor en el pecho, que se hace insoportable. Se pone la mano en el pecho y abre los dedos bien abiertos, pero en vano, la mano no la libera. Porque no es en la carne donde se encuentra el dolor, sino en un lugar que no se puede tocar. Y ella, que creyó que fue entonces cuando todo se partió en dos, cuando quedó destruido, sin existencia siquiera, entonces, cuando estuvo ante los tres que le llevaron la noticia. Pero después revivió el espacio del pecho, el hueco vacío que queda entre los órganos. Detrás de las costillas, detrás de los pulmones, no en el corazón, ni en los hombros, sino dentro, el dolor navega por ella, que todavía respira, ligeras y rítmicas revolotean sus respiraciones, dentro nada se mueve, aunque ella sigue respirando despacio. Y el corazón late. Como debe. Además, quien la mire verá sólo su caparazón, el cabello recogido con una goma amarilla y gruesa que encontró en el cajón de la mesa de Ofer, con su cara delgada y arrugada que se ve reflejada en el espejo retrovisor, la mano firme que acerca el mechero al cigarrillo, y el pie que aprieta con moderación el acelerador cuando el semáforo se pone en verde. Porque nadie ve el fuego y el humo, ni el edificio que se desploma sobre sí mismo entre unas llamas muy rojas, y carbón y fuego en las carpetas marrones cuyas cubiertas se están calcinando mientras se enroscan hacia dentro ardiendo y quemándose, y las pavesas negras que vuelan por el aire y se desintegran hasta desaparecer. Y la brecha que se ha abierto en la pantorrilla, que le está manchando de sangre el vestido, y la mano que la palpa a ciegas, el escozor de la herida que sangra es sólo una certeza que le dicta el entendimiento, pero no algo que sienta. Qué extraña es la carne, sordomuda, ni oye ni habla. Tampoco sabe nada. Igual que un muerto. Sólo por dentro, en el espacio que no tiene nombre ni lugar en el mapa y es como si en él no existiera nada que pudiera doler, sólo duele ahí. Duele como cuando lo pisan a uno con un pie muy grande calzado con una bota negra de trabajo. Pero ella se va deteniendo en los semáforos, pone el intermitente antes de virar y se mete en la carretera de Ayalon y desde ahí va hacia el sur, en dirección a Ashdod, y ahora aumenta la velocidad, adelanta, vuelve a poner el intermitente, le pita a un camión que ha intentado cortarle el paso. Hay algo en ella que la hace sonreír, está sonriendo, lo sabe. Sólo que nada tiene sonido, el mundo entero es sordomudo, mudos son los cláxones de los coches, mudo también el grito del camionero que agita la mano, pero ella sabe que ha gritado, que ha querido llamarle la atención, que la ha increpado. Todos son unos enormes peces mudos. De los coches sale mucho humo, pero las ruedas y los motores están en silencio. Unas manchas rojas se le cruzan ahora sin permiso, silenciosas e imparables, a su aire, por toda la cabeza, manchando de púrpura brillante los suaves telones, tan dulces, rosados y grisáceos. Por su culpa, por culpa de las manchas rojas, aprieta el acelerador con todas sus fuerzas. Tiene la prisa de una enamorada, el aturdimiento la invade. Hasta hay algo de alegría en todo eso, en el baile de las manchas rojas. Porque dentro de poco desaparecerá el dolor que nada tiene que ver con el corazón de carne, ni con las costillas, ni con los pulmones, ni con el diafragma, ni con el resto de los órganos del cuerpo que dibujaba en las clases de dibujo hasta sabérselos a la perfección.

Una luz de mediodía de principios de verano emana también resplandeciente desde la negra carretera. Pero ella prefería cierta penumbra, no una completa oscuridad. No. La luz del atardecer. Una bandada de pájaros vuela en círculo en lo alto. El cielo está claro y azul. Sin una nube. Sólo los pájaros. Vuelan en grupo formando una escuadra encabezada por una flecha, también ellos constituyen una señal que indica que hay que marcharse de aquí. Sangre en la mano y sangre que mana de la pantorrilla y sangre que mancha su vestido. Caravana de coches ante el paso a nivel de la vía del tren.

Todas esas cosas las ve a través de un fuego que cubre el parabrisas. Fuego y columnas de humo mudas, estallidos y derrumbes. Piedras, hierro y madera carbonizada. Y las carpetas, marrones, quemadas, ardiendo. El fuego avanza quemándolo todo. También la sonrisa de turbación de Malaji, y la mirada inteligente y apática del juez Neuberg, que también estará allí, mudo, sin palabras, impotente, ante el edificio en llamas. Y ella, en la acera de enfrente, entre la gente, detrás del cinturón de protección del ministro de Defensa. Está viendo el edificio en llamas y a ella misma se ve dentro, su silueta se aprecia perfectamente desde la oscuridad, iluminada por el fuego. Arde deprisa ahí dentro. El fuego le lame los pies fríos y a su alrededor se amontonan las carpetas marrones, y al otro lado de la calzada el rostro abatido y aterrorizado de Malaji. El juez Neuberg mueve sus gruesos labios como un pez, sin que ni un solo sonido salga de él, porque se ha quedado sin palabras. Lo mismo que el fiscal, que, medio atragantado, mueve la nuez de arriba abajo sin pausa, con los brazos abiertos y gritando sin voz. Y alrededor del edificio, murciélagos blancos de papel, el papel en el que ella misma había escrito pidiéndole al ministro de Defensa una promesa de palabra y por escrito. Tres promesas: que pusieran en manos de personas ajenas al ejército las investigaciones sobre accidentes ocurridos en él, que llevaran a juicio al comandante de la base y que le permitieran dejar donde estaba la escultura y la inscripción que había en la tumba de su hijo. Ahora pasa un tren. Un tren muy corto, perdido. Locomotora y un vagón. Machacando a toda velocidad unos raíles negros flanqueados por campos pintados de verde, amarillo y marrón. Un barracón de madera junto a la vía y una fosa excavada cerca, con piedras y basura en su interior. Le falta el aire, se asfixia por el fuego. Y una potente voz le grita dentro que por qué no. Sí. En el incendio. Un ultimátum. Para así acallar el dolor. Así. El acorde final. En medio del estruendo. Así es como hay que aplacar el dolor en el pecho, que es como un bloque, como una bota negra de trabajo, que pretende reventar lo que ni siquiera existe, una especie de vacío que nada tiene que ver con el cuerpo. Los coches de los bomberos, los de la policía, el ministro de Defensa retorciéndose las manos, la cara del funcionario Malaji, el rey del funcionariado, deformada por el desconcierto, extenuado por completo. Porque él nunca se lo habría imaginado. Que todas las carpetas marrones se quemarían con los pies de ella, y las cerraduras y los manojos de llaves fundiéndose con el calor, y el gris verdoso de las taquillas metálicas fluyendo a torrentes. También las puertas de madera. Todo quemándose, desintegrándose, licuándose, fundiéndose. Y es que esa imagen, en vez de acallar el dolor en el interior del pecho, lo aumenta con las llamas, tan altas, con el vertiginoso remolino de los murciélagos blancos de papel que cada vez es más frenético, esos murciélagos que ella lanza por la ventana del despacho de Malaji y que revolotean en el aire. Aviones de papel que los niños hubieran echado a volar, pequeñas cometas desnudas y calvas. Aterrizan sin hacer ruido, sobre las aceras grises ahí abajo, en medio de la penumbra que las llamas iluminan. Luego se hará un gran silencio.

Los camiones de los bomberos permanecerán allí en silencio y quietos, los bomberos flotando por el aire alrededor de las escalas y de las mangueras haciendo movimientos lentos, como sumergidos en el agua, y los policías -porque también habrá policías- llevarán unos pequeños conos de metal, se los acercarán a los labios gesticulando mucho con las manos, pero ni un sonido se oirá. Y las puertas de madera reventarán, las enormes cristaleras estallarán en mil pedazos, las estructuras de hierro se fundirán y todo el piso se vendrá abajo. Pero nadie estará allí, en el interior del edificio, solamente ella, ardiendo, quemándose en medio del fuego que le sube por los pies con la combustión de las carpetas marrones que se enroscan sobre sí mismas, caen, encogen, hasta convertirse primero en pavesas negras con forma de mariposas y, ya después, en nada. Como si nunca hubieran existido. Y en la acera de enfrente, a una distancia prudencial, estará el ministro de Defensa proclamando promesas tranquilizadoras, pequeñas mentirijillas, con ayuda del megáfono que le ha tendido un policía. Pero su voz no se oirá, sólo el ruido del fuego y del edificio atrapado entre las llamas, sólo ellos cantarán, reventando, derrumbándose, el canto de la ruina y la destrucción. Habrá muchísimas personas, en silencio, pero no en grupos, cada una sola, aisladas en ese momento. Despacio y sin hacer ruido, dejarán caer al suelo las bolsas de la compra, los cestos y los bolsos, irán aflojando dedo tras dedo hasta soltar las asas y dejarlo caer todo y, después, alzarán la vista y lo sabrán. Ya no podrán decir que no ha pasado nada. Nada ha sucedido. Ya no podrán quedarse sin decir nada. Se verán obligados a saberlo y conocerán el pavor en sus propias carnes. Las manos, desnudas, se les petrificarán en el cuello, en la garganta, en la boca, ahogando un grito. Y los telones que los separan de ella, telones de hierro, telones de cemento, se derrumbarán uno tras otro, y todos los visillos y todas las mamparas desaparecerán por completo. Y cuando retiren las mano de sus bocas, unas manos grandes y otras pequeñas, blandas y duras, marrones, blancas y negras, y se les abra la boca, llegarán las hojas blancas, revoloteando en círculo a su alrededor, llenas de vida, de vida propia, y se abrirán camino hacia esas bocas abiertas. Entonces esas personas masticarán el papel, lo triturarán en segundos y se lo tragarán. No, no a su pesar, sino como se toma una pócima sin la cual no se puede vivir. Las desearán, querrán engullir esas hojas que ella escribirá y fotocopiará en la fotocopiadora vieja que tienen en el sótano. Porque en el sótano empezará todo el mal: primero verterá la gasolina por el suelo, después por la planta baja y por el primer piso, y luego le prenderá fuego a todo. Y no abrirá más que una ventana, de las que dan a la calle, para arrojar por ella los papeles blancos y que éstos vuelen hacia la libertad. Lo hará todo con la mayor eficiencia, con movimientos bien pensados, con gestos precisos, y en ese momento arderá y el dolor cesará.

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