Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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Esa caja se la había regalado hacía años su gran maestro, el juez del Tribunal Superior de Justicia Lishinsky, para el que también había trabajado cuando estaba en prácticas. Eso era lo que distinguía a Rafael Neuberg de todo el resto de los pasantes que trabajaban con el juez Lishinsky, quien era conocido por la indiferencia, la frialdad y la distancia con las que trataba a sus ilustres colegas y a los pasantes, a los que, por lo general, ni siquiera distinguía. Pero resulta que una vez, al regresar de pasar las vacaciones en Suiza, le trajo a Rafael Neuberg esa caja holandesa de latón. Aunque Rafael Neuberg no se atrevió a ver en ello ninguna señal de acercamiento personal, sino sólo una manera de sugerirle Lishinsky que estaba satisfecho con su trabajo y puede que incluso de reconocer sus aptitudes, trató enseguida a la caja con verdadera veneración. Al principio ni siquiera se atrevió a abrirla, y después, cuando la abrió y se comieron las pastas que traía dentro, la rellenó de las bolas de chocolate y la fue llevando por todos los despachos en los que trabajaba. Tras la muerte del juez Lishinsky, la caja se convirtió para él en una especie de talismán, y ahora la tenía ahí delante -la pintura se le había ido pelando por las esquinas y el azul de los molinos estaba descolorido-, sobre el enorme escritorio de su despacho del juzgado de distrito, como decretando el comienzo verdadero del proceso de escritura, mientras que él, por su parte, ya había tomado asiento frente al montón de folios blancos y comprobaba la plumilla de la pluma estilográfica con la cual escribía los borradores.

No conocía momento más hermoso que ése, cuando todo el edificio estaba en silencio y a oscuras y sólo su despacho se veía iluminado por la luz amarillenta de su flexo, un momento en el que nadie hablaba y el mundo entero parecía reposar de sus sonidos. Solamente los pitidos de la alarma de un coche que, de repente, se había disparado en la distancia, o alguna ambulancia que pasaba de camino al hospital que había junto al juzgado, rompían de vez en cuando aquel silencio que tanto apreciaba el juez Neuberg. Le echó un vistazo a las fichas que tenía también encima de la mesa, las fichas en las que se había apuntado las citas de las sentencias más relevantes y de la literatura especializada. Las retiró hacia el rincón más apartado, después las volvió a colocar en medio de la mesa, y, golpeándolas por los bordes, las colocó formando un mazo perfecto, y luego las miró como si estuvieran saturadas de los signos extraños de una lengua que no conocía ni jamás entendería. Intentó tamborilear sobre la mesa los ritmos que se habían estado agitando en su interior durante las últimas semanas y que por las noches buscaban una salida en forma de palabras, pero ahora notaba los dedos rígidos y ningún ritmo fluía por ellos. Entonces cogió una hoja de papel en blanco y se puso a garabatear en ella unas cuantas letras, para comprobar si la tinta manaba de la plumilla correctamente: todas las resoluciones las escribía primero con la pluma estilográfica y después las mecanografiaba él mismo. Ahora trazaban los dedos con los que sujetaba la pluma unos pequeños círculos en el aire, por encima de la hoja, como si sopesara con qué palabras comenzar.

Todo el día había esperado con impaciencia ese momento, y le parecía que lo único que tenía que hacer era dejar que la mano que sostenía la pluma empezara a escribir, porque, en ese momento, todas las palabras que habían sonado en su interior durante las últimas semanas se combinarían y unirían por sí mismas hasta convertirse en frases. Y ahora resultaba que llevaba ya un buen rato sentado frente al folio en blanco, y no sólo no conseguía escribir nada, sino que le daba la impresión de que las palabras lo rehuían, que se descomponían en sílabas y que éstas se metamorfoseaban en fonemas sueltos, mientras su mano revoloteaba por encima del papel en blanco sin atreverse a posar en él la plumilla. El juez Neuberg volvió a repasar las fichas, atrajo hacia sí la caja de latón, encendió un cigarrillo, se lo fumó hasta el final, y solamente entonces, con un profundo suspiro en el que había algo más que una pizca de renuncia por seguir intentando crear el ambiente de sublimidad que deseaba a su alrededor y por la inspiración que había perdido por completo, se puso manos a la obra.

Antes que nada, en los primeros parágrafos, detalló los acontecimientos, las fechas y los hechos, tal como habían sido presentados y probados. Pero estos primeros parágrafos no eran su finalidad, sino los que se ocupaban del debate fundamental, que eran los problemas de la responsabilidad y de la negligencia u omisión. Después de citar el artículo 304 del Código penal y recordar expresamente lo establecido en él, a saber: que «quien provoque sin intencionalidad la muerte de una persona, por falta de precaución, por imprudencia o por dejadez, sin que constituya una negligencia criminal, la pena será de tres años», relacionó estas palabras como se debe hacer con los artículos sobre la reparación de daños y sólo a continuación explicó la relación de todo ello con el aspecto criminal.

Sintió un inmenso placer al releer lo que había escrito en una ficha sobre lo que se refiere al examen de previsión y la relación de causalidad. Dedicó una página entera a elaborar una clara y sencilla presentación -ante él se apareció el rostro avinagrado del teniente coronel Katz y entonces volvió a suspirar, abrió la caja, le retiró el envoltorio dorado a una de las bolas de chocolate y se la metió en la boca- de la cuestión de la obligatoriedad de prevención que pesaba sobre los acusados con respecto a sus subordinados. En este caso copió con total exactitud las palabras del juez Barak acerca de la consideración de proximidad y amistad entre una persona y otra, y añadió, subrayando especialmente las palabras del juez Vitkin, que en su momento lo habían convencido de que «en ocasiones no hay que precipitarse en decidir si alguien es culpable o inocente sino juzgar según la importancia del hecho que provoca una situación de peligro público».

«La obligatoriedad de prevención que en esencia conlleva responsabilidad y afecta solamente a los casos de riesgos no razonables» -escribió el juez Neuberg cuando el enorme reloj que tenía frente a él marcaba las dos de la mañana- y recordó también el factor de la presencia física, destinado a resolver que una persona será responsabilizada de negligencia solamente en los casos en los que se encuentre presenciando el hecho de facto y es de obligado cumplimiento. «Si no intenta impedirlo» -escribió-, «será de su completa responsabilidad». Sintiendo un especial placer citó -completamente consciente de que se apartaba de toda norma establecida, porque ningún juez citaba sino a los de rango superior al suyo propio- la opinión de un juez de primera instancia que en su momento había sido alumno suyo y que explicaba como nadie el término de la expectativa normativa, que desde el principio la había relacionado el jurista con el deber aprehendido y cuya finalidad esencial era la de reducir la responsabilidad en relación con los riesgos ocultos que se encuentran en una observación técnica y eliminar el asunto de la negligencia en el aspecto concreto de todos los riesgos plausibles. El juez de primera instancia recalcaba que «siempre que exista observación técnica, precepto de obligado cumplimiento, debe la observación normativa examinar los límites del alcance de la responsabilidad».

A las cuatro de la mañana, cuando llegó a la valoración de la medida de la negligencia y de sus consecuencias en el caso concreto que tenía delante, y a la presentación de la personalidad del acusado y de su pasado, a la descripción de las especiales circunstancias en las cuales fue cometido el delito, y señaló que sería necesario considerarlas todas, porque también era común considerar esos razonamientos en la determinación de las penas a los soldados que el tribunal militar había dictaminado imponer por delito de negligencia cometido durante y como consecuencia de su estancia en el ejército, empezó a notar un desasosiego desconocido en él, el desasosiego de la duda. De repente se toparon sus ojos, que andaban vagando en una y otra dirección, con el volumen Fundamentos del Código penal, de Sh. Z. Peler, que colocado con descuido sobresalía de la fila de libros en uno de los estantes de la librería. Se levantó con desgana, tomó el volumen entre sus manos y estuvo hojeándolo mientras miraba a la vez hacia el gran ventanal, tan oscuro, para después regresar al pesado libro, y vuelta otra vez. De vez en cuando sus ojos atrapaban fragmentos de frases como «la relación de dependencia de la preparación de un delito tipificado», o «la correlación, en caso de que ésta se dé, entre "el delito de negligencia civil" y el término "negligencia" en el terreno criminal». Hasta que por fin encontró lo que en realidad buscaba, los artículos que recordaba vagamente acerca del lugar que ocupa el componente psíquico en la estructura del delito, volvió a leer con gran esfuerzo las líneas sobre «el componente psíquico como eslabón de unión entre el ejecutante y la acción desde el punto de vista de los valores», y volvió a leer unas cuantas veces más el artículo que dice que «el comportamiento antisocial del delito emana exclusivamente del hecho de haber sido cometido desde una relación subjetiva que conlleve la clase de culpabilidad necesaria para constituirse en delito». Finalmente, su dedo se deslizó rápidamente a lo largo de dos líneas en las que se decía que «el patrón de componente psíquico… se encuentra supeditado a la regularidad en su relación subjetiva con la persona para con el plano de la obligación y el plano del deseo…». Después cerró el libro de golpe, consciente de lo asqueado que ya estaba.

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