– ¿Nos ha traído más precedentes y libros de leyes? -preguntó-. ¿Para presionarnos hasta que aceptemos su opinión?
– ¿Para presionarlos? -dijo el juez Neuberg y se hizo el sorprendido-. ¿Por qué voy a tener que presionarlos? ¿Y qué significa ese «nosotros»? ¿Se han constituido ustedes ya como mayoría dejándome a mí en minoría? ¿O todavía podemos hablar de un «nosotros» en el que yo también esté incluido?
– Con el «nosotros» me refería a los no juristas, como ustedes dicen -se disculpó el mayor Weizmann-. Según parece, entre nosotros hay diversas opiniones, así es que ya de antemano formamos dos bandos. Pero yo, personalmente, también traigo hechos los deberes y me he leído todo el material que me dio usted -y añadió-: He vuelto a traerlo todo, aquí está -y ahora también él se agachó hacia una de las patas del otro lado de la mesa en la que se encontraba sentado, junto al teniente coronel Katz, y extrajo de un maletín rígido un montón de cuadernos y dos libros.
– ¿Que usted le dio material para leer? ¿En casa? -preguntó el teniente coronel Katz, en un tono áspero, mientras paseaba la mirada del rostro del juez Neuberg al del mayor Weizmann.
– Me lo pidió. Sobre negligencia y prevención -le explicó el juez Neuberg, incómodo.
– ¿Y cuándo fue eso? -preguntó el teniente coronel Katz al mayor Weizmann.
– Hace ya varias semanas que se lo pedí, ¿no lo recuerda? -dijo el mayor Weizmann en tono justificativo.
– No oí que se lo pidiera -dijo enfurecido el teniente coronel Katz, y después se dirigió al juez y le dijo, muy ofendido-: ¿Y cómo es que a mí no me dio nada? Algunas anotaciones, algo.
– Yo no puedo obligar a nadie. Lo pregunté -se defendió el juez Neuberg-. Ya al principio lo consulté, y usted no me lo pidió y no mostró mayor interés por…
– ¿Cómo voy a poder mostrar interés por algo que ni siquiera sé que existe? -dijo el teniente coronel Katz, cuyos ojos, tan claros, mantenía muy abiertos mientras miraba a los del juez Neuberg, produciendo un fuerte contraste con su cara morena que, sin embargo, ahora estaba algo más pálida-. Lo que se desprende de todo esto es que ahora yo no estoy preparado para el debate -se quejó, a la vez que estiraba hacia los lados el labio inferior-. Y también significa que existe una clara diferencia de base entre ustedes dos y yo. Pero ¿esto qué es? ¿Quedan ustedes para verse fuera de las horas de trabajo? -dijo pasando a un tono de burla, mientras se tiraba del labio con el índice y el pulgar.
– Lo que vamos a hacer ahora es resumirlo todo los tres juntos -le prometió el juez Neuberg, intentando salir de aquella embarazosa situación, mientras se concentraba en remover el azúcar del café y mojar una tostada en la taza grisácea-. No hemos estado trabajando aparte -intentó aplacarlo, y con una sonrisa que pretendía encerrar un guiño, para que sus palabras pudieran entenderse con un doble sentido, añadió-: Y créame, que a pesar de todo lo que aprecio y admiro al mayor Weizmann, yo le aseguro a usted que no nos hemos estado viendo después de las horas de trabajo.
Pero el teniente coronel Katz no le devolvió la sonrisa. También él estaba removiendo el café y mantenía la mirada baja.
– Que no pasa nada, Amnon -intervino el mayor Weizmann-. Es que yo soy así, compulsivo, no me gusta que hablen de cosas que no entiendo, tenía que conocer un poco el terreno que estoy pisando, le pedí algo de material para ojearlo un poco, para saber cómo es el lenguaje jurídico, porque quizá también nosotros queramos participar en la redacción del documento o, por lo menos, añadir algo. Créame si le digo que me resulta muy difícil entenderlo, apenas si he entendido nada, emplean una terminología… muy… extraña.
– Pues que sepan que no han ganado nada con todo esto -dijo el teniente coronel Katz con una voz muy sosegada-. A mí tampoco me gusta que se hable en mi presencia de cosas que no entiendo, ni me gustan los pactos a escondidas, que se hagan acuerdos a mis espaldas y todas esas cosas. A mí tampoco me gusta, y hasta podría decir que también soy compulsivo en eso. Así es que ahora les va a tocar explicarme, y a conciencia, todos los detalles.
– ¿No sería más sencillo -le sugirió el mayor Weizmann- que se lleve lo que yo he leído y se lo lea usted también? De todas maneras no vamos a poder terminar en una sola reunión.
– Pues no lo sé -dijo el teniente coronel Katz, y se rascó la cabeza haciendo mucho ruido-. Puede que haya alguien que crea que ni siquiera sé leer, o que estoy aquí porque sí, de adorno -dijo, sin mirar a la cara al juez Neuberg.
– Dios nos libre de pensar eso -protestó el juez Neuberg-. Es una pena estar perdiendo el tiempo con este tema -quiso zanjar la cuestión-. Seamos precisos. Las actas con todos los testimonios y declaraciones se las entregaron para que las leyera para la reunión de hoy, y entiendo que ésas sí las ha leído -y sin esperar respuesta, continuó-: También se puede uno formar una opinión por medio de ellas, sin otro material añadido. Así es que, si le parece, podíamos empezar con su exposición acerca de la postura que usted ha decidido tomar.
El teniente coronel Katz sorbió ruidosamente el café, echó la cabeza hacia atrás, se palpó el cuello y presionó fuertemente con los dedos en un punto determinado entre el cuello y el hombro. Después dejó escapar una tosecilla y dijo:
– Pues bien, no cabe duda de que los acusados son culpables, es decir, que uno de ellos dio la orden de subir a la red y el otro apretó el botón, que provocaron con ello la muerte por negligencia criminal, cosa que se desprende con toda claridad de todas las declaraciones oídas, antes incluso de que Lior confesara. Pero como no se trata de algo que sucediera por primera vez, el juego ése, excepto por el asunto de si las manos o los pies se ataban o no, y también porque ha quedado claro que, sin lugar a dudas, la acción no fue cometida en secreto, que todos lo sabían y apoyaban ese juego, se plantea la cuestión de si los acusados podían llegar a saber que existía peligro de muerte. Y en mi opinión, basándome en las declaraciones y analizando la situación en general, no es seguro que lo pudieran saber, ser verdaderamente conscientes de lo peligroso que era. Creo que ni siquiera lo habían llegado a pensar.
– Pero ¿habla usted en serio? -le preguntó con dureza el mayor Weizmann, muy enardecido, a la vez que se sacaba del bolsillo de los pantalones su cuadernito naranja-. ¿No estará hablando en serio, verdad? Si sólo por el nombre del juego, «ruleta…».
– Ya ha oído a los declarantes -lo cortó el teniente coronel Katz-. Usted mismo ha podido oír, y puede que hasta lo tenga anotado en ese cuaderno suyo, que ese nombre no guardaba relación alguna con la idea de peligro de muerte, sino con la cuestión de si la red se elevaría o no, el nombre del juego no son más que unas palabras que no constituyen razón suficiente, si hasta yo sé que el nombre no quiere decir nada desde el punto de vista jurídico.
– ¿Entonces usted sostiene que no existía conciencia del peligro que encerraba el juego? -intentó resumirlo el juez Neuberg.
– Lo que yo digo es lo siguiente: aquí no se trata de la carrera de coches de la que nos habló hace un par de semanas, ni de haber estado jugando con una granada. Sí era peligroso, pero ellos no se imaginaban lo peligroso que era, eso no lo podían saber los dos acusados, aunque Noam Lior haya confesado. Lo ha hecho por no meterse en un lío. Si de verdad hubieran sabido lo peligroso que era, no habrían jugado a ello; además, han pasado por aquí por lo menos diez declarantes que han participado en ese juego a lo largo de los años sin que les sucediera nada. Así es que lo que yo digo es que no habrían jugado si hubieran sabido el peligro que existía, ¡y encima participaba la base en pleno!
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