– Por supuesto, y además ya sabes que no lo hago por el dinero, Sean -contestó Fahy-. Lo digo sólo por si hubiese alguna posibilidad, la más mínima, de que algo saliese mal. Pensando en Angel, a ver si me entiendes -se encogió de hombros.
– No te preocupes. Si hubiese algún peligro, yo sería el primero en deciros que os largarais conmigo. Pero no será necesario. -Dillon rodeó con el brazo los hombros de la chica-. Estás nerviosa, ¿verdad?
– Tengo unos retortijones de estómago que no me dejan tranquila, Sean.
– Acuéstate-la empujó hacia la puerta-. La hora de salida será a las ocho.
– No podré pegar ojo.
– Inténtalo. Ahora, vete. Es una orden.
Ella salió de mala gana. Dillon encendió otro cigarrillo y se volvió hacia Fahy.
– ¿Puedo ayudarte en algo?
– No, en nada. Acabo dentro de media hora. Ve tú también a acostarte, Sean. En cuanto a mí, me pasa lo mismo que a Angel. No creo que vaya a conciliar el sueño. Otra cosa -agregó Fahy-. He encontrado un traje antiguo de motorista para ti. Está allá, echado sobre la BSA.
Era una cazadora de cuero con pantalones y botas del mismo material, todo ello bastante usado. Dillon sonrió.
– Me recuerda los tiempos de mi juventud. Voy a probármelo.
Fahy interrumpió el trabajo y se pasó la mano por los ojos en un ademán de fatiga.
– Oye, Sean, ¿tiene que ser mañana?
– ¿Hay algún problema?
– Como te dije, me gustaría soldar unas aletas sobre los cilindros para darles más estabilidad en su trayectoria. Pero ahora no tendremos tiempo para hacerlo -arrojó la llave de tuercas sobre el banco-. Todo esto es muy precipitado, Sean.
– Échale la culpa a Martin Brosnan y a sus amigos, Danny, no a mí -replicó Dillon-. Vienen pisándome los talones. Estuvieron a punto de atraparme en Belfast, y sólo Dios sabe cuándo aparecerán otra vez. No, Danny, ha de ser ahora, o nunca.
Se volvió para salir, y Fahy recogió de mala gana la llave y siguió trabajando.
El traje de cuero no estaba nada mal, y Dillon se contempló en el espejo del armario mientras subía la cremallera de la cazadora.
– ¿Qué te parece esto? -se dijo en voz baja-. Como a los dieciocho años, cuando el mundo era joven y todo parecía posible.
Bajó la cremallera de la cazadora, se la quitó y luego abrió su portafolios y desplegó el chaleco antibalas que le había dado Tania la primera vez que se vieron. Se lo puso, lo alisó con cuidado, lo abrochó con los cierres de velero y se endosó la cazadora encima.
Sentado al borde de la cama, sacó la Walther del portafolios, la examinó y le atornilló el silenciador Carswell en el cañón. Luego comprobó la Beretta y la guardó en el cajón de la mesita de noche, al alcance de la mano. Guardó el portafolios en el armario y luego apagó la luz y permaneció tendido sobre la cama, mirando al techo en medio de la oscuridad. Nunca se emocionaba y tampoco lo hizo en aquellos momentos, pese a la inminencia del golpe más grande de su vida.
– Vas a escribir historia con esto, Sean -murmuró en voz baja-. ¡Historia!
Cerró los ojos y al poco se quedó dormido.
Durante la noche volvió a nevar y con la última campanada de las siete, Fahy salió por el sendero para ver cómo estaba la carretera. Cuando regresó vio que Dillon estaba en la puerta de la granja, comiéndose un bocadillo y con un tazón de té en la otra mano.
– No sé cómo lo consigues -comentó Fahy-. Yo no sería capaz de tragar bocado, o lo devolvería todo.
– ¿Tienes miedo, Danny?
– Muerto de miedo es lo que estoy.
– Eso es bueno. Aguza tus sentidos y te pone alerta. Puede suponer toda la diferencia.
Cruzaron hacia las cuadras y se detuvieron junto a la Ford Transit.
– Está a punto como nunca lo ha estado -le anunció Fahy.
Dillon apoyó una mano en su hombro.
– Has hecho maravillas, Danny, ¡maravillas!
Angel apareció a sus espaldas, completamente vestida para salir con sus pantalones raídos, las botas, el anorak, el suéter y la gorra de lana.
– ¿Nos vamos?
– En seguida -dijo Dillon-. Antes debemos meter la BSA en la furgoneta.
Abrieron las puertas traseras de la Morris, colocaron una plataforma de madera en plano inclinado y empujaron la motocicleta hasta meterla. Dillon la montó en el trípode y Fahy entró la plataforma. Luego le pasó un casco. -Para ti. Yo tengo otro en la Ford -titubeó antes de agregar-: ¿Vas armado, Sean?
Dillon le mostró la Beretta que portaba debajo de la cazadora.
– ¿Y tú?
– Jesús! Ya sabes que aborrezco las pistolas, Sean.
Dillon se guardó de nuevo la Beretta y subió la cremallera. Luego cerró las puertas de la furgoneta y se volvió. -¿Todos contentos?
– ¿Estamos listos para salir? -preguntó Angel.
Dillon consultó su reloj.
– Aún no es hora. Creo que podríamos salir a las ocho. No conviene anticiparse demasiado. Vamos a tomar otra taza de té.
Cruzaron hacia la casa y Angel puso el agua a calentar. Dillon encendió un cigarrillo y se apoyó en el fregadero, contemplándola.
– ¿Es que no tienes nervios? -preguntó ella-. A mí me late el corazón a cien por hora.
Fahy llamó desde la sala de estar.
– Ven a ver esto, Sean.
Dillon se acercó. Desde un rincón, el televisor mostraba con las primeras noticias de la mañana la nevada que había caído sobre Londres durante la noche. Los árboles de las plazas, las estatuas, los monumentos, estaban revestidos de un manto blanco, y lo mismo muchas aceras.
– ¡Malo! -comentó Fahy.
– Deja de preocuparte. Las calzadas estarán limpias -dijo Dillon mientras Angel entraba con la bandeja-. Un buen tazón de té, Danny, bien cargado de azúcar para darte energía, y luego nos vamos.
En el piso de Lowndes Square, Brosnan estaba en la cocina preparando unos huevos pasados por agua y vigilando la tostadora cuando sonó el teléfono. Mary fue a descolgar y al cabo de un instante entró.
– Es Harry, quiere decirte unas palabras.
Brosnan tomó el aparato.
– ¿Cómo estás?
– Estupendamente, amigo. Era sólo para avisaros de que salimos en seguida.
– ¿Cómo vamos a llevar el asunto?
– No habrá más remedio que improvisar, aunque quizá tendremos que ponernos un poco violentos.
– Eso pensaba yo -dijo Brosnan.
– ¿Me equivoco al suponer que eso le creará alguna dificultad a Mary?
– Temo que así es.
– Pues entonces, que no entre ella. Cuando estemos allí veré lo que hacemos. Déjamelo a mí. Hasta luego.
Brosnan colgó y regresó a la cocina, donde Mary estaba disponiendo los huevos y las tostadas, y sirviendo el té.
– ¿Qué ha dicho? -preguntó ella.
– Nada de particular. Nos preguntábamos cuál sería la mejor manera de actuar.
– Supongo que tú opinas que lo mejor sería darle a Harvey en la cresta con un bastón muy pesado.
– Algo por el estilo.
– ¿Y por qué no aplicarle tornillos en los pulgares? -¿Por qué no, en efecto? -Alcanzó una tostada-. Si resulta necesario…
Aquella mañana la circulación avanzaba muy lenta en la carretera de Horsham a Dorking y hasta Londres, debido al estado de la calzada. Angel y Dillon iban delante en la Morris y Fahy los seguía de cerca en la Ford Transit. La tensión de la muchacha era visible; tenía los nudillos blancos sobre el volante, pero conducía muy bien de todas maneras. Pasaron Epsom, luego Kingston y cruzaron el Támesis por Putney Bridge. Eran ya las nueve y cuarto cuando enfilaron Bayswater Road en dirección al hotel.
– Ahí enfrente tienes el supermercado -dijo Dillon-. Al lado está la entrada del estacionamiento.
Ella giró el volante, metió la primera y entró a paso de hormiga en el estacionamiento, que estaba ya bastante lleno.
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