Jack Higgins - El Ojo Del Huracan

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Una feroz guerra subterránea… y el más audaz de los atentados. Sean Dillon es un asesino. Quizá su atracción por la violencia surgiera de la convicción política cuando formó parte del IRA. Pero ya ha perdido las referencias y los escrúpulos. Dillon es un sicario, un carísimo sicario. Tan caro que sólo un magnate iraquí del petróleo puede pagarle. Son los tiempos de la guerra del Golfo, y un magnicidio puede afectar el equilibrio de los aliados. Se trata de un extraordinario desafío, que sólo Dillon puede abordar. Y él mismo fijará el blanco: el primer ministro británico, John Major.
La minuciosa preparación del golpe, los ciegos esfuerzos del servicio secreto por evitarlo, forman el nudo de una obra tan inteligente como trepidante. La maestría de Jack Higgins -de quien Grijalbo ha publicado Ha llegado el águila y El águila emprende el vuelo- alcanza en esta obra la máxima sutileza, energía y verosimilitud.

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– Myra, cariño, ¿qué pasa? ¿Hay fuego o se ha producido una aglomeración de difuntos?

– Más interesante aún. Acaba de telefonear Harry Flood.

Le contó lo ocurrido, y Harvey se serenó al instante.

– ¿Así que quiere vernos a las nueve y media?

– Exacto. ¿Qué te parece?

– Creo que todo es mentira. ¿Por qué iba a cambiar de opinión, así de repente? A primera vista no me agrada.

– ¿Le llamo para cancelar la reunión?

– No, no, al contrario. Nos reuniremos, sólo que vamos a tomar nuestras precauciones, eso es todo.

– Escucha -dijo ella-. También llamó el tal Hilton, o como se llame, y reclamó su mercancía. Luego se pasó por aquí, pagó al contado y se la llevó. ¿Hice bien?

– Buena chica. Por lo que concierne a Flood, asegúrate de prepararlo todo por si fuese necesario hacerle un buen recibimiento, ¿me entiendes?

– Creo que sí, Jack, creo que sí.

– Nos veremos delante de la compañía de pompas fúnebres de Harvey un poco antes de las nueve y media. Me acompañará Mordecai, y usted puede hacerse pasar por mi contable -dijo Harry Flood dirigiéndose a Martin Brosnan.

– ¿Y yo qué hago? -preguntó Mary.

– Ya lo veremos.

Brosnan se puso en pie y se acercó a la puertaventana que miraba al río.

– Me gustaría saber qué estará haciendo ahora ese bastardo -añadió.

– Mañana, Martin -le contestó Flood-. El que sabe esperar se lleva el gato al agua.

Alrededor de la medianoche Billy estacionó la BMW en el patio trasero del local de Whitechapel y entró. Subió con fatiga las escaleras hasta el apartamento de Myra. Ella le oyó y fue a abrir en camisa de noche transparente, desnuda al contraluz.

– Hola, cielito. Lo conseguiste.

– Estoy congelado -replicó Billy.

Ella le hizo pasar, lo sentó en un sillón y empezó a descorrer cremalleras para quitarle las prendas de cuero.

– ¿Adónde ha ido?

Él alargó la mano hacia la botella de brandy, se sirvió una buena ración y la apuró de un trago.

– Como a una hora de Londres nada más, Myra, pero es una aldea perdida donde Cristo dio las tres voces.

A continuación lo explicó todo: Dorking, la carretera de Horsham, Grimethorpe, Doxley y Cadge End Farm.

– Estupendo, cielito. Lo que necesitas ahora es un buen baño caliente.

Pasó al cuarto de baño y abrió los grifos. Cuando regresó a la sala de estar Billy se había dormido en el sofá, con las piernas abiertas. Ella suspiró, fue a buscar una manta para taparlo y luego se acostó.

Makeiev llamó a la puerta del piso de la avenida Victor Hugo y Rashid le abrió.

– ¿Alguna novedad para nosotros? -preguntó el joven iraquí.

Makeiev asintió.

– ¿Dónde está Michael?

– Le espera á usted.

Rashid le condujo a la biblioteca, donde le aguardaba Aroun de pie junto a la chimenea. Lucía un esmoquin negro, porque acababa de regresar de la ópera.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Ha ocurrido algo?

– Acaba de telefonear Dillon desde Inglaterra. Ha pedido que vayas a la finca de St. Denis en avión mañana por la mañana, y dice que él acudirá por la misma vía más tarde.

Aroun palideció de nerviosismo.

– ¿Qué sucede? ¿Qué se propone?

Aroun llenó una copa de coñac para el ruso, y Rashid se la sirvió.

– Dice que planea un ataque contra el gabinete de Guerra británico en Downing Street.

Hubo un silencio sepulcral. El rostro de Aroun era la viva imagen de la perplejidad.

– ¿El gabinete de Guerra? ¿Todos juntos? Eso es imposible, ¿cómo se le ocurre semejante cosa?

– No tengo ni idea -dijo Makeiev-. Me limito a repetirte lo que ha dicho él, que el gabinete de Guerra se reúne a las diez de la mañana y que él dará el golpe ahí.

– ¡Dios es grande! -exclamó Aroun-. Si lo consiguiese ahora, en plena guerra y antes del comienzo de la ofensiva terrestre, la repercusión en todo el mundo árabe sería increíble.

– Así lo creo.

Aroun avanzó un paso y agarró a Makeiev por la solapa.

– ¿Puede hacerlo, Josef? ¿Puede?

– Parece muy seguro de sí mismo -dijo Makeiev, soltándose-. Yo sólo te repito lo que él ha dicho.

Aroun se volvió y se quedó mirando las llamas de la chimenea. Luego ordenó a Rashid:

– Despegaremos a las nueve del Charles de Gaulle, con la Citation. No nos llevará mucho más de una hora.

– A tus órdenes -contestó Rashid.

– Llama al Château St. Denis ahora y habla con el viejo Alphonse. Dale permiso desde la hora del desayuno en adelante. Que se tome un par de días de vacaciones. No quiero tenerle por allí.

Rashid asintió y salió de la biblioteca, y Makeiev preguntó:

– ¿Alphonse?

– El mayordomo. En esta temporada del año está solo en el castillo. Cuando necesita servicio lo contrata de entre el personal de la aldea, todos gente de confianza.

Makeiev dijo:

– Me gustaría acompañaros, si no te importa.

– Por supuesto, Josef -Aroun llenó otras dos copas de coñac.

– Dios me perdone por beber precisamente en estos momentos, pero voy a hacer una excepción -alzó la copa-. Por Dillon, y que todo salga como él se propone.

Eran la una de la madrugada cuando Dillon entró en la cuadra; Fahy estaba en su banco, trabajando con una de las botellas de oxígeno.

– ¿Cómo va?

– Espléndido -contestó Fahy-…Sólo faltan ésta y otra más. ¿Qué tal el tiempo?

Dillon se acercó a la puerta abierta.

– Ya no cae nieve, pero dicen que viene más. He estado viendo la previsión del teletexto en tu televisor.

Fahy transportó el cilindro hasta la Ford Transit, entró y se puso a montarlo con gran precaución. Mientras Dillon miraba, entró Angel con una cafetera y dos tazones.

– Qué amable -su tío le tendió uno de los tazones para que ella lo llenara de café.

Luego Dillon hizo lo mismo y dijo:

– He pensado mucho en lo del garaje donde ibas a esperarme con la camioneta, Angel. Ahora no estoy seguro de que sea una buena idea.

Fahy hizo un alto en su trabajo, con la llave de tuercas en la mano, y alzó la vista.

– ¿Por qué no?

– Allí encerraba el coche la mujer rusa, mi contacto. Ahora la policía lo sabrá, seguramente, y quizá tengan controlado el garaje lo mismo que vigilan el piso.

– Entonces, ¿qué propones?

– ¿Recuerdas el hotel de Bayswater Road donde estuve alojado? Hay un supermercado en la misma calle, con una gran zona de estacionamiento en la parte de atrás. Eso servirá, para el caso da lo mismo -se volvió hacia Angel-. Cuando vayamos allá te lo enseñaré.

– Como tú digas, Sean.

Angel se quedó para ver cómo terminaba Fahy el montaje del improvisado obús y luego regresó hacia el banco.

– Estaba pensando en ese lugar de Francia, ¿St. Denis se llama?

– Sí, ¿qué pasa con eso?

– ¿Volarás directamente hacia ese lugar cuando hayas dado el golpe?

– Eso es.

Ella contestó con precaución:

– ¿Cómo quedamos nosotros entonces?

Fahy se incorporó para limpiarse las manos.

– La chica tiene razón en eso, Sean.

– Quedáis de perlas los dos -replicó Dillon-. Es un golpe limpio, Danny, el más limpio que yo haya organizado en mi vida. Nunca lo relacionarán con vosotros ni con este lugar. Si salen bien las cosas mañana, que sí saldrán, estaremos otra vez aquí a las once y media a más tardar, y con eso habrá terminado todo.

– Si tú lo dices -contestó Fahy.

– Claro que sí, Danny, y si es el dinero lo que te preocupa, quédate tranquilo que tendrás tu parte. Mi cliente puede transferir dinero a cualquier parte del mundo. Lo recibirás aquí o en cualquier lugar de Europa que te convenga.

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