– Lo que significa que tendrá que volver allá -dijo ella.
– Quizás -asintió Liam Devlin-. Pero no hay nada absoluto en esta vida, muchacha. Ya lo aprenderás, y has de saber que nos enfrentamos con un hombre capaz de burlar a la policía de toda Europa durante veinte años o más.
– Va siendo hora de echarle el guante a ese bastardo -miró atentamente a McGuire-. No tiene muy buen aspecto, ¿verdad?
– Donde hay violencia hay muertes. Andar en compañía del diablo nunca conduce a buen fin -dijo Devlin.
Dillon entró por la puerta trasera del hotel a las dos y cuarto exactamente, y subió corriendo a su habitación. Allí se quitó los vaqueros y el suéter, los guardó en la maleta y encerró ésta en el estante superior del armario. Se lavó con rapidez la cara y luego se vistió de camisa blanca y corbata, traje oscuro y gabardina Burberry azul. A los cinco minutos de su llegada bajaba por la escalera posterior con el portafolios en la mano y salía por el callejón a Falls Road, por donde echó a andar con rapidez. Antes de cinco minutos detuvo un taxi y se hizo conducir al aeropuerto.
El oficial responsable del servicio de información militar para la zona de Belfast era un coronel llamado McLeod, a quien no hizo demasiado feliz la situación que se le planteaba.
– Sus explicaciones no bastan, capitana Tanner -dijo-. No se puede tolerar que aparezcan ustedes por aquí como unos energúmenos y se pongan a actuar por iniciativa propia -se volvió hacia Devlin y Brosnan-. Y menos en compañía de personas con unos antecedentes tan dudosos. La situación aquí es muy delicada y hay que tener en cuenta las atribuciones del Royal Ulster Constabulary, que naturalmente considera esto como terreno suyo.
– Tiene usted toda la razón, pero dejémoslo por ahora -dijo Mary-. El sargento de ustedes que está ahí fuera ha tenido la amabilidad de consultar para mí los horarios de los vuelos a Londres. Hay uno a las cuatro y media, y otro a las seis y media. ¿No cree que sería buena idea que registrásemos a fondo a los pasajeros de esos vuelos?
– No somos del todo estúpidos, capitana. Hemos tomado ya nuestras medidas al respecto, pero estoy seguro de que no hará falta que le recuerde que no somos un ejército de ocupación. Aquí no ha habido ninguna declaración de ley marcial, y no tengo autoridad para cerrar los aeropuertos. Todo lo que puedo hacer es notificar a la policía y a los agentes de la seguridad del aeropuerto en la forma habitual, y como usted misma ha dicho, en lo que concierne a ese individuo, Dillon, no hay mucho que explicarles -el teléfono del militar sonó y él lo descolgó y dijo-: ¿Brigadier Ferguson? Lamento tener que molestarle, señor. Aquí el coronel McLeod, del cuartel general de Belfast. A lo que parece, tenemos un problema.
Aunque se había encaminado al aeropuerto, Dillon no tenía ninguna intención de tomar el vuelo de Londres. Habría podido intentarlo, pero se dijo que era una locura, desde el momento en que disponía de otras alternativas. Eran poco después de las tres cuando se volvió hacia el mostrador de salidas. Acababa de perder el vuelo de Manchester, pero el de Glasgow, anunciado para las tres y cuarto, salía con retraso.
Se acercó al mostrador e interpeló a la azafata:
– Esperaba atrapar el vuelo a Glasgow, pero he llegado tarde. Ahora veo que tiene retraso.
Ella tecleó en su terminal y contempló la pantalla.
– Sí, media hora de retraso, señor, y sobran plazas. ¿Quiere tomar pasaje?
– Desde luego que sí -aceptó él en tono de agradecimiento, y sacó el dinero de la cartera mientras ella extendía el billete.
Allí no había ningún control especial, y por otra parte el contenido de su portafolios era totalmente inocuo. Los pasajeros habían sido llamados a bordo ya, por lo que se encaminó derecho al avión y ocupó un asiento próximo a la cola. Muy satisfactorio. Sólo una cosa había salido mal: Devlin, Brosnan y la mujer se habían presentado antes que él en casa de McGuire. Una lástima, porque eso planteaba el problema de lo que él les hubiese contado o no. Lo de Harvey, por ejemplo. Sería preciso actuar con celeridad, por si acaso.
Sonrió con simpatía cuando la azafata de vuelo le preguntó si quería una copa.
– Preferiría una taza de té -dijo, al tiempo que desplegaba un periódico tomado de su portafolios.
McLeod hizo que condujeran a Brosnan, Mary y Devlin al aeropuerto. Llegaron justo cuando los altavoces llamaban a los pasajeros del vuelo de las cuatro treinta a Londres. Un inspector de la policía del Ulster les ayudó a obviar los formulismos del control de equipajes.
– Sólo treinta pasajeros, como pueden ver. A todos los hemos investigado a fondo.
– Me parece que estamos dando palos de ciego -comentó McLeod.
Cuando los altavoces llamaron a los pasajeros, Brosnan y Devlin se situaron junto a la puerta mirando con atención, una a una, a todas las personas que pasaban. Después del último, Devlin dijo:
– Aquella monja vieja, Martin. ¿No se te habrá ocurrido cachearla?
McLeod terció con impaciencia:
– ¡Por el amor de Dios! ¡Apresúrense!
– Qué mal carácter tiene ese hombre -comentó Devlin cuando se hubo alejado el coronel-. Debieron abusar de la vara con él en su colegio, o algo de ese género. ¿Se vuelven ustedes a Londres?
– Sí, será mejor seguir sobre el asunto -dijo Brosnan.
– ¿Y usted, señor Devlin? -preguntó Mary-. ¿No tendrá ningún inconveniente?
– ¡Ah! A decir verdad, hace años Ferguson me extendió un aval. Por servicios prestados a los servicios secretos británicos. Estaré bien -se despidió de ella con un beso en la mejilla-. Ha sido un placer, de veras.
– Para mí también.
– Cuida a este muchacho. Dillon sabe muchos trucos.
Habían llegado a la salida de embarque. Devlin sonrió y desapareció de repente, sumergido entre la multitud. Brosnan respiró hondo.
– En fin, ¡a Londres! Démonos prisa -y la tomó del brazo para enfilar con ella el acceso.
El vuelo a Glasgow duró sólo cuarenta y cinco minutos. Dillon aterrizó a las cuatro y media. El aparato del puente aéreo con Londres despegaba a las cinco y cuarto. Adquirió su pasaje en la taquilla y lo primero que hizo luego fue apresurarse hacia el otro lado del vestíbulo, en busca de una cabina, para llamar a Danny Fahy en Cadge End. Fue Angel la que se puso.
– Que se ponga tu tío Danny, soy Dillon -ordenó él.
Danny dijo:
– ¿Eres tú, Sean?
– El mismo. Estoy en Glasgow esperando el avión. Llegaré a la terminal número uno de Heathrow a las seis y media, ¿podrías ir a recogerme? Tienes el tiempo justo.
– No hay problema, Sean. Me acompañará Angel.
– Eso está bien, y otra cosa, Danny. Quizá tendremos que trabajar toda la noche. Mañana puede ser el gran día.
– ¡Jesús!, Sean -dijo Fahy, pero Dillon colgó sin escuchar nada más.
Luego telefoneó al despacho de Harvey en la empresa de pompas fúnebres de Whitechapel. Fue Myra la que descolgó.
– Aquí Peter Hilton. Estuvimos hablando ayer. Querría tener una palabra con su tío.
– No está. Tiene un entierro en Manchester y no volverá hasta mañana por la mañana.
– Qué contrariedad -dijo Dillon-. Me prometió tener mi mercancía en el plazo de veinticuatro horas.
– ¡Ah! La tiene aquí -contestó Myra-. Pero se exige pago al contado.
– Así será -miró su reloj mientras calculaba el tiempo que le llevaría el viaje de Heathrow a Bayswater para recoger el dinero-. Me pasaré por ahí hacia las ocho menos cuarto.
– Le espero.
En el momento de colgar llamaron a los pasajeros y Dillon corrió a sumarse a la cola de los que embarcaban.
Myra, de pie junto a la chimenea del despacho de su tío, tomó una decisión. Sacó del escritorio la llave de la habitación secreta, y luego salió al rellano.
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