Jack Higgins - El Ojo Del Huracan

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Una feroz guerra subterránea… y el más audaz de los atentados. Sean Dillon es un asesino. Quizá su atracción por la violencia surgiera de la convicción política cuando formó parte del IRA. Pero ya ha perdido las referencias y los escrúpulos. Dillon es un sicario, un carísimo sicario. Tan caro que sólo un magnate iraquí del petróleo puede pagarle. Son los tiempos de la guerra del Golfo, y un magnicidio puede afectar el equilibrio de los aliados. Se trata de un extraordinario desafío, que sólo Dillon puede abordar. Y él mismo fijará el blanco: el primer ministro británico, John Major.
La minuciosa preparación del golpe, los ciegos esfuerzos del servicio secreto por evitarlo, forman el nudo de una obra tan inteligente como trepidante. La maestría de Jack Higgins -de quien Grijalbo ha publicado Ha llegado el águila y El águila emprende el vuelo- alcanza en esta obra la máxima sutileza, energía y verosimilitud.

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– Y ¿dónde encaja ésa?

– Soy capitana del ejército inglés y me llamo Tanner -se presentó ella, lacónica.

– ¡Por el amor de Dios, Devlin! ¿Qué pasa aquí? -se espantó McGuire.

– Tranquilo -respondió Devlin-. No viene para detenerte, aunque todos sabemos que si Tommy McGuire se hallase todavía en el mundo de los vivos, no le caerían menos de veinticinco años.

– ¡Viejo cabrón! -exclamó McGuire.

– No seas insensato -le aconsejó Devlin-. Sólo necesitamos que nos contestes a un par de preguntas, luego podrás seguir jugando a llamarte George Kelly.

McGuire alzó una mano, como excusándose.

– Vale, entendido. ¿Qué necesitáis saber?

– Mil novecientos ochenta y uno. La campaña de colocación de bombas en Londres -dijo Brosnan-. Tú eras el control de Dillon.

McGuire miró a Mary y luego dijo:

– Correcto.

– Sabemos que Dillon tendría las habituales dificultades para aprovisionarse de armas y explosivos, señor McGuire -dijo Mary-. Y tengo entendido que en tal situación, él prefería recurrir a sus contactos con el hampa, ¿es así?

– Sí, solía trabajar de esa manera -respondió McGuire de mala gana, sentándose.

– ¿Sabría usted a quién recurrió en Londres, en mil novecientos ochenta y uno? -insistió Mary.

McGuire puso cara de sentirse acorralado.

– ¿Cómo voy a saber eso? Pudo recurrir a cualquiera.

Devlin perdió la paciencia.

– Estás mintiendo, bastardo. Me consta que lo sabes -sacó la mano derecha del guardapolvo, empuñando una anticuada Luger, y apoyó la boca del cañón en el entrecejo de McGuire-. ¡Habla en seguida, o de lo contrario…!

McGuire apartó el arma a un lado.

– Está bien, Devlin. Tú ganas -encendió otro cigarrillo-. Operaba con un tipo de Londres llamado Jack Harvey, un gran traficante, un verdadero gángster.

– ¡Vaya! Veo que no ha sido tan difícil, ¿no te parece? -dijo Devlin.

En ese instante llamaron con insistencia a la puerta de abajo y todos se volvieron hacia la pantalla del monitor. Era una vieja mendiga que estaba al lado de la puerta y cuyas palabras salieron con claridad por el altavoz:

– Si es usted tan amable, señor Kelly. ¿Querría dar una limosna a una pobre desvalida?

McGuire habló al micrófono:

– Lárgate de ahí, vieja pedigüeña.

– ¡Dios nos asista, señor Kelly! Con este frío tan terrible me moriré delante de su puerta y lo verá todo el mundo.

McGuire se puso en pie.

– Voy a echarla de aquí. Será sólo un momento.

Bajó corriendo la escalera de hierro y conforme se acercaba a la puerta, extrajo de una cartera muy manoseada un billete de cinco libras. Abrió la puerta y sacó el dinero.

– Anda, toma esto y lárgate.

La mano de Dillon salió de la bolsa de plástico esgrimiendo la Colt.

– ¡Cinco libras! Tommy, muchacho, la edad te hace pródigo.

Lo empujó hacia el interior y cenó la puerta. McGuire estaba aterrorizado.

– Pero ¿esto qué es?

– La Némesis -dijo Dillon-. El castigo de tus pecados en vida, Tommy. A todos nos alcanza. ¿Recuerdas aquella noche del setenta y dos, cuando tú, yo y Patrick abatimos a los Stewart que salían corriendo del incendio?

– ¿Dillon? -susurró McGuire-. ¿Eres tú?

Empezó a volverse y de improviso gritó:

– ¡Devlin!

Dillon le disparó dos tiros en la espalda, que le destrozaron la columna vertebral y lo derribaron de bruces. Mientras abría la puerta apareció Devlin en el rellano disparando al mismo tiempo con la Luger. Dillon disparó tres tiros seguidos, que rompieron el cristal de la oficina, y saltó afuera cerrando de un portazo.

En el momento en que echaba a correr aparecieron procedentes de la calle mayor dos Land Rover descubiertos, transportando cada uno cuatro soldados. Era que el ruido de los disparos había sembrado la alarma. La situación no podía ser más comprometida para Dillon, pero él no titubeó. Acercándose a una reja de ventilación de las alcantarillas, fingió tropezar y dejó caer la automática Colt a través de los barrotes.

Cuando se incorporaba alguien le gritó:

– ¡Quédate quieta donde estás!

Estaba todo lleno de paracaidistas con uniformes de camuflaje, chalecos antibalas y boinas rojas, todos con el fusil a punto. Dillon los obsequió con la mejor actuación de su vida. Trastabilló hacia delante, quejándose, y aferró por las solapas al joven teniente.

– Jesús! Señor, ocurre algo terrible dentro de ese almacén. Yo estaba ahí guareciéndome del frío y esa gente se ha liado a tiros.

El teniente olfateó el hedor a whisky y se quitó a la anciana de encima.

– ¡Sargento! Registre la bolsa.

El sargento revisó el contenido de la bolsa de plástico.

– Una botella de morapio y unos periódicos, señor.

– Muy bien, quédate ahí y espera.

El oficial empujó a Dillon hacia la acera de enfrente, detrás de uno de los coches, y sacó de éste un altoparlante.

– ¡Los de dentro! Echad las armas por la puerta y salid de uno en uno y con las manos en alto. Os damos dos minutos, o entraremos a por vosotros.

Todos los integrantes de la patrulla estaban en posición de alerta, con la atención fija en la puerta del almacén. Dillon retrocedió hacia el patio, se ocultó detrás del taxi de Devlin y luego echó a correr cautelosamente hasta encontrar lo que buscaba, una tapadera de alcantarilla. La levantó y empezó a bajar por la escalerilla de hierro, sin olvidarse de volver a tapar la boca de acceso. Muchas veces, en los viejos tiempos, por ese camino se había salvado de ser apresado por el ejército británico y todavía recordaba a la perfección el plano del alcantarillado en la zona de Falls Road.

El túnel era de reducidas dimensiones y estaba muy oscuro. Él avanzó a tientas, escuchando hacia dónde corría el agua, y salió a otro túnel mayor, en pendiente, que correspondía al desagüe de la calle principal. Él sabía que éste daba a unos vertederos del canal paralelo a Belfast Lough. Arrojó a la corriente la falda y la peluca, y usó el pañuelo para frotarse con fuerza los labios y el rostro. Luego siguió caminando con rapidez por el andén hasta que halló otra escalerilla de hierro. Empezó la ascensión hacia los rayos de luz que se colaban por los agujeros de la tapa de hierro y, tras escuchar unos momentos, la levantó. Estaba en una calleja adoquinada junto al canal; al otro lado se veían los patios traseros de una hilera de casas desvencijadas. Colocó en su lugar la tapadera de la alcantarilla y enfiló hacia Falls Road andando con toda la celeridad que pudo.

En el almacén, el teniente estaba de pie junto a McGuire caído en el suelo y examinaba los documentos de identidad de Mary Tanner.

– Son perfectamente auténticos. Puede verificarlo -decía ella.

– ¿Y esos dos?

– Vienen conmigo. Escuche, teniente. Recibirá usted una explicación de mi jefe, que es el brigadier Charles Ferguson, del Ministerio de Defensa.

– De acuerdo, capitana -se justificó el otro-. Nos limitamos a cumplir con nuestro deber. No es como en los viejos tiempos, ¿sabe? Ahora la policía del Ulster nos marca de cerca. Todas las muertes deben investigarse a fondo, o nos meten un paquete.

Entró el sargento.

– El coronel está al teléfono, mi teniente.

– Bien -respondió éste, y salió.

Brosnan se volvió hacia Devlin.

– ¿Cree que era Dillon?

– De lo contrario sería mucha coincidencia. ¡Una mendiga! -meneó la cabeza Devlin-. ¡Quién lo habría adivinado!

– Sólo Dillon sería capaz de eso.

– ¿De veras creen que ha venido ex profeso desde Londres? -preguntó Mary.

– Pudo averiguar por Gordon Brown lo que nos proponíamos, y ¿cuánto dura el vuelo regular entre Londres y Belfast? -preguntó Brosnan-. ¿Una hora y cuarto?

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