– ¡Cristo! -exclamó Ferguson, y al igual que la mayoría de los funcionarios del ministerio, corrió hacia la ventana más próxima.
En la sala del gabinete de Downing Street, los cristales especiales de las ventanas se quebraron, pero la mayor parte de la onda expansiva quedó absorbida por las cortinas blindadas. La primera bomba arrancó un cerezo y dejó un cráter en el jardín. Las otras dos cayeron más lejos del blanco, en Mountbatten Green, donde se hallaban estacionadas algunas unidades móviles de la radio. Sólo una de ellas estalló, pero al mismo tiempo se produjo la explosión de la furgoneta, al actuar el dispositivo de autodestrucción programado por Fahy. Cosa sorprendente, hubo poco pánico en la sala del gabinete. Todos se agacharon y algunos buscaron refugio debajo de la mesa. Hubo una corriente de aire procedente de las ventanas rotas y una confusión de voces distantes.
El primer ministro se puso en pie y forzó una sonrisa, diciendo luego con extraordinaria tranquilidad:
– Caballeros, me parece que será menester que nos reunamos en otra parte -y salió de la habitación mostrando el camino a los demás.
Mary y Brosnan ocuparon los asientos posteriores del Mercedes, y Harry Flood iba al lado de Charlie Salter, que luchaba por abrirse paso entre la aglomeración.
– He de ponerme en comunicación con el brigadier Ferguson -estaba diciendo Mary-. Es indispensable.
Cruzaban Putney Bridge y Flood se volvió para consultar con la mirada a Brosnan, quien asintió.
– De acuerdo -dijo Flood-. Haga lo que le parezca mejor.
Usando el teléfono portátil, ella llamó al Ministerio de Defensa, pero Ferguson estaba ilocalizable. Parecía reinar bastante confusión en el ministerio; ella comunicó el número del portátil a la telefonista y desconectó.
– Estarán corriendo de un lado para otro, como todo el mundo -dijo Brosnan, encendiendo un cigarrillo.
Flood ordenó a Salter:
– Pues ya lo sabes, Charlie. Hacia Dorking, pasando por Epsom, y tomamos luego la carretera de Horsham. Pisa a fondo.
Los pasajeros de la furgoneta Morris escucharon el boletín de la BBC, emitido en el habitual tono tranquilo, desprovisto de toda alarma. Anunciaba que hacia las diez de la mañana se había producido un atentado con bombas contra el diez de Downing Street, que el edificio había sufrido algunos daños pero que el primer ministro y los integrantes del gabinete de Guerra reunidos a la misma hora habían salido ilesos.
La camioneta patinó de repente mientras Angel gemía:
– ¡Oh, no! ¡Dios mío!
Dillon retuvo el volante con una mano.
– Tranquila, muchacha. Tú sigue conduciendo -pidió con calma.
Fahy parecía a punto de desmayarse.
– Si me hubieras dado tiempo para montar esos estabilizadores, el resultado habría sido bien distinto. Tenías demasiada prisa, Sean. Dejaste que Brosnan te comiera los nervios y eso ha sido fatal.
– No digo que no -reconoció Dillon-. Pero hemos fallado y eso es lo único que cuenta.
Sacó un cigarrillo, lo encendió y de súbito se echó a reír como un loco.
Aroun salió de París a las nueve y media, dispuesto a pilotar personalmente la Citation, ya que Rashid poseía una licencia que le calificaba cómo copiloto y con ello quedaban satisfechos los requisitos reglamentarios. En la cabina del pasaje, Makeiev leía la prensa de la mañana mientras Aroun llamaba a la torre de control del aeropuerto de Maupertus, cerca de Cherburgo, para solicitar el aterrizaje en su pista privada de St. Denis.
El controlador le autorizó la maniobra y luego agregó: -Acabamos de recibir un boletín informativo. Atentado con bombas contra el gabinete británico en Downing Street, Londres.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó Aroun.
– No han dicho nada más.
Sonriendo, excitado, Aroun se volvió hacia Rashid, que también había oído el mensaje, y le dijo:
– Anda, coge los mandos y aterriza tú -tras lo cual salió medio agachado de la cabina y se sentó frente a Makeiev- Acabamos de recibir un boletín por radio. Atentado con bombas contra el número diez de Downing Street. Makeiev arrojó a un lado el periódico.
– ¿Qué ha sucedido?
– Es cuanto se sabe por ahora -Aroun volvió los ojos al cielo y abrió las manos-. ¡Alabado sea Dios!
Ferguson estaba en el parque Mountbatten, junto a las furgonetas de la radio, con el inspector Lane y el sargento Mackie. Nevaba un poco y los especialistas de la policía se dedicaban a inspeccionar con precaución el tercer obús de Fahy, el que no había hecho explosión.
– Mal asunto, señor -estaba diciendo Lane-. Usando una frase anticuada, podríamos decir que han golpeado en el corazón mismo del imperio. Quiero decir, ¿cómo se atreven a tanto?
– Porque estamos en una democracia, inspector, y porque la vida debe continuar, y eso significa que no se puede hacer de Londres una fortaleza erizada de defensas como si estuviéramos en algún país del Este europeo.
Un policía joven se acercó provisto de un teléfono móvil y habló al oído de Mackie. El sargento se acercó y dijo:
– Usted perdone, brigadier, pero es urgente. Su oficina ha intentado localizarle. Una llamada de la capitana Tanner.
– Démela -Ferguson tomó el teléfono-. Al habla Ferguson. Entiendo. Déme el número.
Hizo un ademán hacia Mackie, que sacó su bloc de notas y un lápiz para anotar el número que le dictaba Ferguson.
El Mercedes cruzaba por Dorking cuando sonó el teléfono. Mary lo recogió al instante.
– ¿Brigadier?
– ¿Qué hay? -preguntó él.
– El atentado contra el número diez. Sin duda ha sido Dillon. Hemos averiguado que anoche compró en Londres cincuenta libras de Semtex, suministradas por Jack Harvey.
– ¿Dónde estáis ahora?
– Saliendo de Dorking, señor, por la carretera de Horsham. Están conmigo Martin y Harry Flood. Tenemos una dirección donde quizá se encuentre Dillon.
– Dímela -hizo de nuevo una seña a Mackie y repitió en voz alta los detalles que le daban para que el sargento los anotase.
Mary prosiguió:
– La carretera no se halla en buenas condiciones, señor. Hay mucha nieve, pero confiamos en llegar a Cadge End dentro de media hora.
– Muy bien. Procura no exponerte, Mary, pero no dejes que se escape ese bastardo. Te envaremos refuerzos tan pronto como sea posible. Estaré en mi coche, para que sepas dónde localizarme.
– A la orden, señor.
Dejó el receptor y Flood se volvió hacia ella.
– ¿Qué hay?
– Que envían refuerzos, pero tenemos orden de no permitir que huya.
Brosnan se sacó la Browning del bolsillo y revisó el cargador.
– No lo hará -dijo con rabia-. Esta vez no.
En pocas palabras Ferguson puso a Lane al comente de lo sucedido.
– ¿Usted qué cree, inspector? ¿Qué estará haciendo el tal Harvey?
– Haciéndose remendar por algún médico del hampa en alguna clínica clandestina, señor.
– Seguro. Investíguenlo, pero si le localizan no interfieran. Mantengan la vigilancia. Lo que nos interesa ahora es el escondrijo de Cadge End. Hágase con unos cuantos coches y vayamos allá cuanto antes.
Lane y Mackie se alejaron a toda prisa y cuando Ferguson se disponía a seguirlos, apareció por la esquina el primer ministro. Llevaba un abrigo oscuro y le acompañaban el Secretario de Interior y varios subsecretarios. Cuando vio a Ferguson se acercó.
– ¿Esto es obra de Dillon, brigadier?
– Así lo creo, primer ministro.
– Faltó poco -sonrió-. Demasiado poco para tomarlo a broma. Un hombre notable ese Dillon.
– No seguirá siéndolo por mucho tiempo, primer ministro. Al fin le tenemos localizado.
– Pues no pierda más tiempo conmigo, brigadier. Dése prisa y no escatime recursos.
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