Jack Higgins - El Ojo Del Huracan

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Una feroz guerra subterránea… y el más audaz de los atentados. Sean Dillon es un asesino. Quizá su atracción por la violencia surgiera de la convicción política cuando formó parte del IRA. Pero ya ha perdido las referencias y los escrúpulos. Dillon es un sicario, un carísimo sicario. Tan caro que sólo un magnate iraquí del petróleo puede pagarle. Son los tiempos de la guerra del Golfo, y un magnicidio puede afectar el equilibrio de los aliados. Se trata de un extraordinario desafío, que sólo Dillon puede abordar. Y él mismo fijará el blanco: el primer ministro británico, John Major.
La minuciosa preparación del golpe, los ciegos esfuerzos del servicio secreto por evitarlo, forman el nudo de una obra tan inteligente como trepidante. La maestría de Jack Higgins -de quien Grijalbo ha publicado Ha llegado el águila y El águila emprende el vuelo- alcanza en esta obra la máxima sutileza, energía y verosimilitud.

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En el instante en que el Mercedes salía de entre el bosquecillo de Grimethorpe, la Conquest ganaba altura y desaparecía. Brosnan iba al volante, Mary a su lado y Harry Flood en el asiento posterior.

Mary se asomó por la ventanilla.

– ¿Sería él?

– Es posible -dijo Brosnan-. No tardaremos mucho en saberlo.

Pasaron por delante del hangar abierto, donde estaba la Navajo Chieftain, e hicieron alto junto a los barracones. Brosnan, que fue el primero en entrar, halló el cadáver de Grant.

– ¡Aquí! -llamó a los demás, y Mary y Flood fueron a reunirse con él.

– Así que el del avión es Dillon -comentó ella.

– Lo que significa que se nos ha escapado otra vez el muy bastardo -dijo Flood.

– No esté tan seguro -exclamó Mary-. Quedaba otra avioneta en el hangar-y se volvió para salir corriendo.

– ¿Qué pasa? -preguntó Flood al ver que Brosnan echaba a correr también.

– Entre otras cosas, la chica es también piloto militar -explicó Brosnan.

Cuando llegaron al hangar, la escotilla de la Navajo estaba abierta y Mary sentada en la cabina. En seguida salió anunciando:

– Los depósitos están a tope.

– ¿Vas a perseguirle? -preguntó Brosnan.

– ¿Por qué no? Con un poco de suerte nos pondremos al rebufo -tenía un aire enérgico y decidido cuando abrió el bolso y sacó el teléfono celular-. Me niego a admitir que ese hombre se salga con la suya. Hay que pararle los pies de una vez por todas.

Salió del hangar, extendió la antena del teléfono portátil y marcó el número del móvil de Ferguson.

El coche de Ferguson, en cabeza de una caravana de seis automóviles camuflados del servicio especial, acababa de entrar en Dorking cuando recibió la llamada de Mary. Iba con el inspector Lane en el asiento posterior, y delante el sargento Mackie, al lado del chófer.

Ferguson escuchó el mensaje de Mary y rápidamente tomó su decisión.

– Totalmente de acuerdo. Debes seguir a Dillon sin pérdida de tiempo hasta St. Denis. ¿En qué puedo ayudarte?

– Hable con el coronel Hernu, de la Quinta. Que investigue quién es el dueño de esa pista de St. Denis, a fin de saber con quién nos la jugamos. Seguramente querrá intervenir también, pero eso le llevará algún tiempo; mientras tanto, que hable con las autoridades del aeropuerto de Maupertus para que actúen como enlace cuando nos acerquemos a la costa francesa.

– En seguida me ocupo de ello, y tú toma nota de la frecuencia de radio que voy a decirte -y le comunicó rápidamente los detalles-. Así tendrás comunicación directa conmigo en el Ministerio de Defensa, y si no estoy en Londres me pasarán tu llamada.

– A la orden, señor.

– Y otra cosa, cariño. Ten cuidado -dijo él.

– Lo procuraré, señor.

Ella plegó la antena del teléfono, lo devolvió al bolso y regresó al hangar.

– ¿Nos vamos, pues? -preguntó Brosnan.

– Hablará con Max Hernu, en París. El aeropuerto de Cherburgo dirigirá nuestra aproximación, y además nos tendrá al corriente de lo que suceda -sonrió con rabia-. Vámonos. Sería una vergüenza llegar allí para descubrir que ha vuelto a largarse.

Subió por la escalerilla de la Navajo y fue a ocupar el asiento del piloto. Harry Flood buscó plaza en la cabina del pasaje y Brosnan subió el último, cenó la escotilla y ocupó el lugar del copiloto. Mary arrancó los motores, primero el uno y luego el otro, y realizó la inspección de instrumentos antes de sacar la avioneta del hangar. Había empezado a nevar y un viento ligero formaba una cortina sobre la pista mientras ella se dirigía a la cabecera y daba la vuelta al aparato.

– ¿Preparados? -preguntó.

Brosnan asintió y ella dio gas. La Navajo recorrió la pista con un rugido y se alzó hacia el cielo gris cuando ella echó atrás la palanca de mando.

Max Hernu estaba en su despacho de la DGSE despachando unos papeles con el inspector Savary cuando le pasaron la llamada de Ferguson.

– Hola, Charles. Estáis muy alterados en Londres esta mañana.

– No te rías, amigo, porque puede ocurrir que todo el jaleo acabe recayendo en tu jurisdicción -replicó Ferguson-. Lo primero. Hay un campo de aviación privado en un lugar de la costa llamado St. Denis, cerca de Cherburgo. ¿Quién es el titular?

Hernu cubrió el micrófono con la mano y le ordenó a Savary:

– Mira en el ordenador, a ver quién es el dueño de un campo de aviación privado en St. Denis, de la costa de Normandía.

Mientras Savary se apresuraba a cumplir el encargo, Hernu prosiguió al teléfono:

– Cuéntame a qué viene todo esto, Charles.

Ferguson lo hizo y concluyó diciendo:

– Vamos a atrapar a ese bastardo, Max. Acabaremos con él de una vez por todas.

– Me parece bien, amigo -contestó, en cuyo instante entró Savary con un papel. Hernu lo leyó y se le escapó un silbido-. La pista en cuestión pertenece a la finca Château St. Denis, propiedad de Michael Aroun.

– ¿El multimillonario iraquí? -rió Ferguson con acritud-. Eso lo explica todo. ¿Querrás ocuparte de hablar con Cherburgo para que dejen pasar a Mary Tanner y le comuniquen además esa información?

– Claro que sí, amigo. Además voy a solicitar un avión para acudir allá con unos cuantos ayudantes de la Sección Quinta.

– Buena caza a todos, entonces -dijo Charles Ferguson, y colgó.

El cielo estaba cubierto de nubes bajas sobre la costa de Normandía. Varias millas mar adentro, Dillon salió de entre el techo de nubes, a unos mil pies, y descendió en aproximación a la línea costera hasta quinientos pies por encima de un mar revuelto, de oleaje coronado de espuma blanca.

El vuelo había sido perfecto, sin dificultad alguna. Dillon tenía muy buen sentido de la orientación y cuando empezó a sobrevolar la costa vio el castillo de St. Denis colgado sobre los arrecifes, y la pista de aterrizaje a unos cientos de metros más allá. Había algo de nieve, pero ni mucho menos tanta como en Inglaterra. Se veía un pequeño hangar prefabricado y delante de él la Citation. Hizo una sola pasada sobre el edificio, volvió la proa al viento y bajó los alerones para un aterrizaje perfecto.

Aroun y Makeiev estaban en el gran salón, junto a la chimenea, cuando oyeron pasar el avión sobre sus cabezas. Rashid entró corriendo y fue a abrir la puerta ventana, tras lo cual salieron todos a la tenaza cubierta de nieve. Aroun tenía unos prismáticos. La Cessna Conquest aterrizó a unos trescientos metros del hangar y rodó sobre la pista en dirección a éste, hasta estacionarse al lado de la Citation.

– Ya está aquí -dijo Aroun.

Enfocó los prismáticos hacia la avioneta y vio que se abría la escotilla y aparecía Dillon. Pasó los prismáticos a Rashid, que echó sólo una rápida ojeada antes de cedérselos a Makeiev.

– Voy a recogerlo con el Land Rover -dijo Rashid.

– Nada de eso -meneó la cabeza Aroun-. Que camine por la nieve el muy bastardo, mientras le preparamos un recibimiento conveniente.

Antes de apearse, Dillon había dejado el petate y el portafolios en la Conquest. Luego se acercó a la Citation y se puso a curiosear mientras encendía un cigarrillo. Aquel modelo de avioneta lo había pilotado él muchas veces en el Oriente Próximo y era su preferida. Apuró el cigarrillo y encendió otro. Hacía mucho frío y estaba todo muy silencioso. Un cuarto de hora y el transporte no aparecía por ningún lado.

– Así que en ésas estamos -se dijo en voz baja, y regresó a la Conquest.

Abrió el maletín, comprobó la Walther y el silenciador Carswell y se ajustó la Beretta en el cinto. A continuación tomó el petate en una mano, el portafolios en la otra, cruzó la pista y enfiló el sendero entre los árboles.

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