Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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Salió del establecimiento y se quedó parada en la acera, sin saber qué hacer. Nueva York era demasiado hostil para ella. Conrad Morgan no tendría nada que ofrecerle. Además, ¿por qué habría de hacerlo si era una extraña para él? Me echará una filípica y me entregará una limosna, y eso no es lo que yo necesito. Ni de él ni de nadie. He logrado sobrevivir. De alguna manera me las arreglaré para salir adelante. Al diablo con Conrad Morgan.

Vagó sin rumbo por las calles. Pasó ante los relucientes salones de la Quinta Avenida, los edificios de departamentos custodiados, las concurridas tiendas de las Avenidas Tercera y Lexington. Recorrió las calles de Nueva York sin ver nada, dominada por una amarga frustración.

A las seis se encontró de regreso en la Quinta Avenida, frente a la joyería de Conrad Morgan. El portero se había ido y la puerta estaba cerrada con llave. Golpeó con fastidio y dio media vuelta para irse pero, ante su sorpresa, la puerta se abrió de repente.

Apareció un hombre de pelo canoso y rostro jovial de chispeantes ojos azules. Parecía un alegre gnomo.

– Usted debe de ser la señorita Whitney.

– Sí…

– Soy Conrad Morgan. Pase, por favor.

Tracy entró en el desierto local.

– La estaba esperando. Vayamos a mi oficina.

Llegaron hasta una puerta cerrada, que él abrió con una llave. El despacho estaba amueblado con elegancia y se asemejaba más a un departamento que a una oficina comercial. Sólo había sofás, sillones y mesas ingeniosamente distribuidas. De las paredes colgaban telas de viejos maestros.

– ¿Quiere tomar algo? ¿Un whisky, un coñac, un jerez?

– No, nada; gracias.

Tracy se puso repentinamente nerviosa. Había descartado la idea de que ese hombre pudiera ayudarla y, al mismo tiempo, ansiaba con toda su alma que fuera capaz de hacerlo.

– Betty Franciscus me sugirió que viniese a verlo, señor Morgan. Me dijo que usted le echaba una mano a las… personas que habían tenido problemas.

No pudo pronunciar la palabra «convictas».

Conrad Morgan entrelazó las manos.

– Pobre Betty, tan encantadora. No tuvo suerte, como sabrá usted.

– ¿Suerte?

– Sí, la atraparon.

– No…, no entiendo.

– Realmente es muy sencillo, señorita Whitney. Betty trabajaba para mí. Estaba bien protegida. Después, la pobre infeliz se enamoró de un chófer de Nueva Orleáns y quiso establecerse por su cuenta. Y no le fue muy bien.

Tracy no entendía nada.

– ¿Trabajaba de vendedora en su joyería?

Conrad Morgan prorrumpió en carcajadas hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas.

– No, querida mía -le explicó, enjugándose los ojos-. Es evidente que Betty no se lo ha explicado todo. Tengo un negocio paralelo muy rentable, y me da un enorme placer compartir las ganancias con mis colegas. Me ha ido muy bien empleando a personas como usted, si me perdona, que han cumplido condena en prisión.

Tracy escrutó su rostro, más intrigada que nunca.

– Verá usted, estoy en una posición privilegiada. Mi clientela es sumamente acaudalada. Los clientes se convierten en mis amigos. Yo sé cuándo se van de viaje. Hoy, son muy pocos los que se trasladan con sus alhajas; por lo general las dejan en sus casas. Yo mismo suelo recomendarles las medidas de seguridad que deben tomar para protegerlas, y sé exactamente qué joyas poseen, puesto que me las han comprado a mí. Ellos…

Tracy se puso de pie.

– Gracias por atenderme, señor Morgan.

– No me diga que se va tan pronto.

– Si está sugiriendo lo que creo entender…

– Desde luego.

Tracy sintió que le ardían las mejillas.

– No soy una delincuente. Vine aquí a buscar un empleo decente.

– Y yo se lo estoy ofreciendo, querida. Le ocupará una o dos horas de su tiempo, y puedo prometerle una retribución de veinticinco mil dólares. -Sonrió con picardía-. Libres de impuestos, desde luego.

Tracy luchaba denodadamente por reprimir su indignación.

– ¿Me permite retirarme, por favor?

– Si eso es lo que desea… -Se levantó y la acompañó hasta la puerta-. Debe usted comprender, señorita Whitney, que si existiera el mínimo riesgo de que descubriesen a alguien, yo no me metería en esto. Tengo que proteger mi reputación.

– Le prometo que no le diré nada a nadie.

El hombre sonrió.

– Tampoco puede usted decir nada. Tengo mi prestigio, modestia aparte. ¿Quién la creería?

Al llegar a la entrada de la joyería, Morgan añadió:

– Avíseme si cambia de opinión. La mejor hora para hablar por teléfono conmigo es después de las seis. Espero su llamada.

– No se moleste -le espetó Tracy, y se sumergió en la calle.

Al llegar a su cuarto, aún seguía temblando.

Envió al botones del hotel a comprarle un bocadillo y un café; no tenía ánimos para bajar de nuevo. La entrevista con Morgan la había humillado. Ese sujeto la consideraba igual que las sórdidas delincuentes que ella había conocido en la penitenciaría de Luisiana del Sur. Ella no era como las demás. Era Tracy Whitney, experta en ordenadores, una ciudadana decente aunque desafortunada, respetuosa de la ley.

A quien nadie quiere contratar, agregó para sí.

Permaneció despierta toda la noche pensando en su incierto futuro. No tenía trabajo y le quedaba muy poco dinero. Tomó dos decisiones: por la mañana se mudaría a un sitio más barato, y encontraría un empleo. Cualquiera.

El lugar más económico resultó ser un departamento de una habitación, en un tercer piso sin ascensor de la zona menos bonita de la ciudad. A través de las delgadas paredes de su habitación oía gritos en idiomas extranjeros de sus vecinos. Los establecimientos de los alrededores tenían gruesas rejas en puertas y escaparates, y no costaba mucho imaginar por qué. Todo el barrio parecía habitado por borrachos y prostitutas.

Cuando fue a hacer compras al supermercado, Tracy fue abordada en tres oportunidades, dos veces por hombres y una vez por una mujer.

No lo soporto. No me quedaré aquí mucho tiempo , se dijo.

Se dirigió a una pequeña agencia de empleos próxima a su departamento, dirigida por una tal señora Murphy, mujer corpulenta con aspecto de matrona. Ésta terminó de leer los antecedentes de Tracy y la miró intrigada.

– No sé para qué me necesitas. Debe de haber miles de empresas ansiosas de tomar a alguien como tú.

Tracy respiró hondo.

– Tengo un problema -dijo, y le explicó el caso.

La señora Murphy la escuchó atentamente. Al terminar, le aconsejó:

– Olvídate de conseguir un puesto en ordenadores.

– Pero usted dijo…

– Las Compañías están atemorizadas por los delitos que se cometen con ordenadores, y no emplearán a nadie con antecedentes penales.

– Pero yo necesito un trabajo…

– Hay otras oportunidades. ¿No se te ha ocurrido proponerte como vendedora?

Tracy recordó su experiencia en la tienda «Sack's» y se dijo que no sería capaz de pasar de nuevo por eso.

– ¿No hay otra cosa?

La mujer vaciló. Tracy Whitney evidentemente estaba más que cualificada para el puesto que tenía en mente.

– Mira, sé que esto no es lo que te interesa, pero hay una vacante de camarera en «Jackson Hole», un lugar que vende hamburguesas en el Tost Side.

– ¿De camarera?

– Sí. Si lo aceptas, no te cobraré comisión. Me enteré de esto por casualidad.

Tracy reflexionaba. En la Universidad, le había tocado servir en las mesas, y le había resultado divertido, pero ahora era una cuestión de supervivencia.

– Probaré -afirmó.

«Jackson Hole» era un infierno, colmado de clientes ruidosos y cocineras exhaustas e irritables. Como la comida era buena y los precios razonables, el lugar estaba siempre repleto. Las camareras trabajaban a un ritmo enloquecedor, sin tiempo para descansar, y al terminar su primer día, Tracy se sentía agotada. Pero al menos empezaba a ganar dinero.

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