Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana
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Se le acercó un empleado ansioso.
– ¿En qué puedo servirla, señorita?
– Sólo estoy mirando.
El empleado divisó en ese momento un adolescente que jugaba con un ordenador.
– Con permiso -dijo, y se alejó con rapidez.
Tracy se puso frente a un ordenador que estaba conectado con un teléfono. Entrar en el sistema sería fácil, pero sin el código de acceso adecuado, no podría hacer nada, y el código se modificaba a diario. Ella había estado presente en la reunión cuando se decidió qué código de acceso habría de utilizarse.
– Tenemos que ir cambiándolo diariamente -había opinado Desmond- para que nadie lo averigüe. Sin embargo, deberá resultar suficientemente rápido y sencillo a las personas que estén autorizadas a usarlo.
El código que finalmente resolvieron emplear se basaba en las cuatro estaciones del año, y en la fecha del día.
Tracy encendió la terminal y tecleó el código del «Philadelphia Trust and Fidelity». Oyó un zumbido y conectó el auricular a la terminal. Un letrero apareció en la pequeña pantalla.
¿Código de autorización, por favor?
Código de autorización incorrecto.
La pantalla se puso blanca.
¿Lo habrían cambiado? Por el rabillo del ojo vio que el vendedor se acercaba de nuevo, razón por la cual se dirigió hasta otra máquina, le echó un breve vistazo y siguió caminando por el pasillo. El vendedor llegó a la conclusión de que esa persona sólo iba a mirar, y se dispuso a atender a una pareja con aspecto de adinerada que acababa de entrar en el local. Tracy se acercó de nuevo al ordenador.
Trató de pensar cómo lo habría hecho Desmond Clarence. Era un hombre rutinario, por lo cual seguramente no habría modificado mucho el código. Lo más probable era que hubiese mantenido el concepto original de las fechas y estaciones, pero, ¿cómo lo habría cambiado? Volvió a probar alterando el orden de las estaciones.
¿Código de autorización, por favor?
Invierno, 10.
Código de autorización incorrecto
La pantalla se apagó una vez más.
Por un momento pensó que no daría resultado, y se desesperó. Probó otra vez.
¿Código de autorización, por favor?
Primavera, 10.
La pantalla se borró un instante; luego apareció una leyenda:
Continúe, por favor.
Se apresuró a teclear:
Transacción interna de dinero.
Al instante salió en la pantalla la lista de las operaciones posibles:
¿Desea usted?
A) Depositar dinero.
B) Transferir dinero.
C) Retirar dinero de una cuenta de ahorro.
D) Realizar una transferencia entre sucursales.
E) Retirar dinero de una cuenta corriente.
Por favor, indique su opción.
Tracy eligió B, y una nueva lista surgió en la pantalla.
¿Cantidad a transferir?
¿A quién?
¿De quién?
Escribió: Del fondo general de reserva a Rita González. Al llegar a la cifra, dudó un instante. Aquella máquina podía asignarle una cantidad sin límite. Tenía la posibilidad de alzarse con millones de dólares. Pero no era una ladrona. Lo único que quería era el dinero que se le debía.
Solicitó mil cuatrocientos dólares y consignó luego el número de cuenta de Rita González.
Transacción efectuada. ¿Desea hacer alguna otra operación?
No.
Fin de la comunicación. Muchas gracias.
El sistema Interbancario de Compensación, que llevaba la cuenta de los millones de dólares que circulaban a diario entre los Bancos, realizó la transferencia del dinero a la cuenta de Rita González.
Como se acercaba de nuevo el vendedor, Tracy se apresuró a apretar un botón, y la pantalla del aparato quedó en blanco una vez más.
– ¿Tiene interés en adquirir esta máquina, señorita?
– No, gracias -se disculpó Tracy-. No entiendo nada de ordenadores.
Desde una farmacia de la esquina llamó al Banco y pidió hablar con el jefe de cuentas.
– Hola. Habla Rita González. Quisiera transferir mi cuenta corriente a la sucursal principal del «First Hanover Bank», de Nueva York, por favor.
– ¿El número de su cuenta, señorita?
Tracy se lo dio.
Una hora más tarde, Tracy abandonaba el «Hilton» y emprendía viaje a Nueva York.
Al día siguiente, a las diez de la mañana, cuando el «First Hanover» abrió sus puertas, Rita González se presentó a retirar todo el dinero de su cuenta.
– ¿Cuál es el saldo? -preguntó.
– Mil cuatrocientos dólares -le contestó el cajero.
– Sí, es correcto.
– ¿Quiere que le dé un cheque certificado, señorita?
– No, gracias. No confío en los Bancos. Prefiero recibirlo en efectivo.
El día de su liberación, Tracy había recibido los habituales doscientos dólares para exconvictos más la pequeña suma que había ganado por cuidar a Amy. Ni siquiera con el dinero del fondo bancario podría arreglárselas sola. Era imperioso que consiguiera un empleo cuanto antes.
Se alojó en un hotel barato de la avenida Lexington y comenzó a enviar cartas a los Bancos de Nueva York, solicitando un empleo como experta en ordenadores. De pronto comprendió que el ordenador se había convertido en su enemigo. Los Bancos de datos almacenaban la historia de su vida, y con toda prontitud se la informaban a quienquiera que apretase las teclas correspondientes. No bien aparecía su sumario judicial rechazaban la solicitud.
Dados sus antecedentes, no creo que ningún Banco la acepte. Clarence Desmond tenía razón.
Siguió enviando solicitudes a Compañías de seguros y decenas de otras empresas de ordenadores. Las respuestas eran siempre negativas.
Muy bien -pensó-. Me dedicaré a otra cosa. Compró un ejemplar del New York Times y empezó a buscar en los anuncios clasificados.
Ofrecían un puesto de secretaria en una empresa de exportación.
Apenas traspuso la puerta, el gerente de personal exclamó:
– Eh, a usted la he visto por televisión. Fue la chica que salvó a una niña de ahogarse en la cárcel de Luisiana, ¿verdad?
Tracy giró sobre sus talones y se marchó.
Al día siguiente la contrataron como vendedora en el departamento de niños de la tienda «Sack's», en la Quinta Avenida. El sueldo era muy inferior al que estaba habituada a percibir, pero al menos le alcanzaría para subsistir.
Al segundo día de estar allí, una cliente histérica la reconoció y fue a quejarse al gerente porque se negaba a ser atendida por una asesina que había ahogado a una criatura. Tracy no tuvo oportunidad de explicar la situación. Por el contrario, la despidieron en el acto.
Tenía la sensación de que los hombres de quienes se había vengado se saldrían con la suya. La habían convertido en una criminal pública. No sabía cómo iba a vivir, y por primera vez comenzó a desesperarse. Esa noche revisó su cartera para contar cuánto dinero le quedaba, y en un rinconcito de la billetera encontró un papel que le había entregado una reclusa en el penal. CONRAD MORGAN. QUINTA AVENIDA, 640. NUEVA YORK. «Se dedica a la rehabilitación criminal. Le gusta echar una mano a los exconvictos.»
«Conrad Morgan et Cie., Joyeros» era un elegante establecimiento, con portero de librea en la puerta y un guardia armado en el interior. Estaba decorado con gusto, y las alhajas eran bellísimas y muy costosas.
– Quisiera ver al señor Conrad Morgan, por favor -le dijo Tracy a la recepcionista.
– ¿Tiene cita?
– No. Una… amiga mutua me sugirió que viniera a verlo.
– ¿Su nombre?
– Tracy Whitney.
– Un momento, por favor.
La empleada tomó un teléfono y murmuró algo que Tracy no alcanzó a oír. Luego cortó.
– El señor Morgan está ocupado en este momento, pero le ruega que vuelva a las seis.
– Muchas gracias.
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