Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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Se alojó en el «Hotel Hilton» y mandó planchar su único vestido decente en la tintorería del hotel. A la mañana siguiente, a las once, entró en el Banco y se dirigió a la secretaria de Clarence Desmond.

– Hola, Mae.

La chica la miró como si estuviese viendo un fantasma.

– ¡Tracy! ¿Cómo…, cómo te encuentras?

– Bien. ¿Está el señor Desmond?

– No…, no sé. Voy a ver. Con permiso.

Se levantó y salió presurosamente en dirección al despacho del vicepresidente.

Regresó unos instantes más tarde.

– Puedes entrar -dijo, y se apartó a un lado.

¿Qué diablos le sucede?, se preguntó Tracy.

Clarence Desmond se hallaba de pie junto a su escritorio.

– ¿Cómo le va, señor Desmond? Aquí me tiene de vuelta -dijo ella en tono jovial.

– ¿Para qué?

Su expresión hostil tomó a Tracy por sorpresa.

– Usted dijo una vez que yo era la mejor operadora de ordenadores que jamás hubiese conocido, y pensé que…

– ¿Que volvería a darle su antiguo empleo?

– Sí, claro, señor. No he olvidado nada de lo que sabía. Todavía puedo…

– Señorita Whitney. Lo siento, pero lo que pretende está fuera de toda discusión. Seguramente comprenderá que nuestros clientes no querrán tener trato con una persona que ha cumplido condena por robo a mano armada e intento de homicidio. Dados sus antecedentes, no creo probable que ningún Banco la acepte. Por eso le sugiero que busque otro trabajo más acorde con sus circunstancias. Espero que entienda que no hay nada personal en esto.

Tracy escuchó sus palabras con espanto y una creciente indignación. Ese hombre la hacía sentirse como una leprosa. No querríamos perderla. Es usted una de nuestras empleadas más valiosas.

– ¿Se le ofrece algo más, señorita Whitney? -preguntó Desmond a modo de despedida.

– No. Creo que ya lo ha dicho todo.

Dio media vuelta y se marchó de la oficina con el rostro encendido. Tuvo la impresión de que todos sus antiguos compañeros la observaban. Mae había hecho correr el rumor de su regreso. Tracy se encaminó a la salida con la cabeza en alto, pero quebrantada por dentro.

Permaneció todo el día en el cuarto del hotel. ¿Cómo había sido tan ingenua? ¿Suponía que la recibirían de vuelta con los brazos abiertos? Bueno, al diablo con Filadelfia, pensó. Pero todavía le quedaba un asunto por terminar. Cuando hubiera concluido, se iría a Nueva York, a empezar de nuevo.

Esa noche se dio el lujo de ir a cenar al «Café Royal», uno de los restaurantes más distinguidos de la ciudad. Luego del sórdido encuentro de aquella mañana con Clarence Desmond, necesitaba el efecto tranquilizador de un ambiente elegante. Pidió un «Martini». Cuando el camarero se lo trajo, Tracy levantó los ojos y el corazón le dio un vuelco. Sentado en el otro extremo del salón estaba Charles con su mujer. Aún no la había visto. Su primer impulso fue levantarse e irse. Aún no estaba preparada para hacerle frente.

– ¿Quiere encargar ya la cena? -le preguntó el camarero.

– Voy…, voy a esperar un poco; gracias.

Volvió a mirar a Charles, y experimentó un fenómeno asombroso: fue como estar observando a un extraño. Veía a un hombre de mediana edad, pálido, de hombros caídos y un inefable aire de aburrimiento en la cara. Era imposible creer que en una época hubiese estado enamorada de él, que hubiesen hecho el amor y planeado pasar juntos el resto de sus vidas. Reparó luego en la esposa de Charles, y le notó la misma expresión de hastío. Daban la impresión de ser dos muertos en vida, lujosamente conservados. Simplemente estaban ahí sentados, sin dirigirse la palabra. Tracy se imaginó los largos y tediosos años que le esperaban a Charles, sin amor, sin alegría. Ése será su castigo, pensó, experimentando una repentina sensación de alivio.

Le hizo una seña al camarero.

– Ya estoy lista -dijo.

Sólo cuando regresó al hotel esa noche recordó que el fondo de empleados del Banco le debía su dinero. Se sentó para estimar la cantidad; según sus cálculos ascendía a mil cuatrocientos dólares.

Le escribió una carta a Clarence Desmond, y dos días después recibió contestación de Mae.

Estimada señorita Whitney:

En respuesta a su solicitud, el señor Desmond me pide que le informe que, debido a la política del fondo para los empleados, la suma correspondiente a usted ha sido transferida al fondo general. Es deseo del señor Desmond asegurarle que no guarda la menor mala voluntad contra su persona.

MAE TRENTON

Secretaria del vicepresidente

Tracy no podía creer que le robaran su dinero y que lo hicieran con el pretexto de salvaguardar la moral del Banco. Estaba furiosa. No permitiré que me estafen -juró-. Nadie volverá a jugar sucio conmigo.

Dos días después, Tracy estaba delante de la conocida entrada del «Philadelphia Trust and Fidelity Bank». Llevaba una larga peluca negra, maquillaje oscuro y una notoria cicatriz roja en el mentón. Si algo no salía bien, se acordarían de la cicatriz. A pesar de su disfraz se sentía muy nerviosa. Había trabajado cinco años en ese Banco, y muchos empleados de allí la conocían bien. Tendría que tener mucho cuidado para que no la descubrieran.

Sacó una cápsula de botella de la cartera, la metió dentro de uno de sus zapatos, y entró renqueando en el Banco. Estaba atestado: había elegido especialmente la hora punta. Se acercó a una de las ventanillas, donde un empleado acababa de hablar por teléfono y se apresuró a atenderla.

– ¿Sí?

Era John Creighton, el empleado más malhumorado del personal, que odiaba a judíos, negros y puertorriqueños, aunque no necesariamente en ese orden.

Durante los años que había trabajado allí, Tracy no había simpatizado en lo más mínimo con él. Afortunadamente, el hombre no daba muestras de reconocerla.

– Buenos días, señor [1] . Quisiera abrir una cuenta corriente.

Tracy habló con acento mexicano, la misma entonación de Paulita, su compañera de celda en la prisión.

Había una expresión de desprecio en el rostro de Creighton.

– ¿Nombre?

– Rita González.

– ¿Cuánto quiere depositar?

– Diez dólares.

La voz del empleado se hizo aún más desdeñosa.

– ¿En cheque o en efectivo?

– En efectivo, creo.

Tracy sacó un arrugado billete de diez de su cartera, y se lo entregó. El empleado no se dignó tomarlo.

– Tiene que llenar este formulario.

Tracy no tenía intención de escribir nada con su letra.

– Lo siento, señor, pero no sé escribir muy bien. ¿Le molestaría llenarlo usted por mí?

¡Estas mexicanas analfabetas!, pensó él.

– ¿Rita González, dijo?

– Sí.

– ¿Domicilio?

Le dio la dirección y el teléfono del hotel.

– ¿Fecha de nacimiento?

– Veinte de diciembre de mil novecientos cincuenta y ocho.

– ¿Lugar de nacimiento?

– Ciudad de México.

– Firme aquí.

Tracy tomó el bolígrafo y garabateó una firma ilegible. John Creighton completó un impreso de ingresos.

– Le daré un talonario provisional. Dentro de tres o cuatro semanas le enviaremos por correo los cheques impresos.

– Muchas gracias, señor [2].

Existen numerosas formas ilegales de entrar en un ordenador, y Tracy era una experta que incluso había ayudado a diseñar el sistema de seguridad del «Philadelphia Trust and Fidelity». Ahora, se proponía engañar al mismo sistema de seguridad que ayudó a crear.

Como primera medida buscó una empresa de ordenadores desde donde pudiese usar una terminal para conectarse clandestinamente con las máquinas del Banco. El local, situado a varias manzanas del Banco, estaba casi vacío.

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