Sidney Sheldon - Si Hubiera Un Mañana

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Tracy Whitney es joven y hermosa. Ha sido condenada a quince años de prisión por un delito que no cometió. Una vez en libertad, busca vengarse de las fuerzas del crimen organizado, responsables de su condenada. Sus armas son las inteligencia, la belleza, y la firme determinación de cumplir con su cometido, sin reparar en los medios utilizados.

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– ¿En qué cuenta?

Los rusos estaban furiosos.

– Es usted un tonto obstinado. Nos servirá de ejemplo para que escarmienten todos los demás espías norteamericanos que intentan socavar nuestra grandiosa patria.

Cuando el embajador de los Estados Unidos obtuvo permiso para visitarlo, Henry Lawrence había perdido treinta kilos. No recordaba cuándo había sido la última vez que sus raptores le habían permitido dormir, y temblaba como una hoja.

– ¿Qué me están haciendo estos malditos bolcheviques? Soy ciudadano norteamericano y juez. ¡Por Dios, sáqueme de aquí!

– Estoy haciendo todo lo posible -le aseguró el diplomático, impresionado por su aspecto.

Dos semanas antes, había ido a dar la bienvenida al juez y demás miembros de su comitiva. El hombre que había conocido ese día en nada se asemejaba a la criatura aterrorizada que tenía ante sus ojos.

¿Qué diablos pretenden los rusos esta vez? -se preguntó el embajador-. Lawrence no es más que un pobre diablo.

El embajador exigió ser recibido por el presidente del Politburó, y cuando le negaron la audiencia, pidió ver a uno de sus ministros.

– Deseo presentar una protesta formal -declaró, indignado-. El trato que ha proporcionado su país al juez Lawrence es inexcusable. Tildar de espía a un hombre de su talla es ridículo.

– Si ya ha terminado de hablar -expresó el ministro con frialdad-, tenga a bien echar un vistazo a esto.

Le entregó una serie de copias de los cables.

El embajador los leyó y levantó la vista azorado.

– ¿Qué tienen de malo? Son mensajes perfectamente inocentes.

– ¿Ah, sí? Tal vez debería volver a leerlos, pero descodificados.

Le pasó otra copia, donde se habían entrecomillado ciertas palabras.

PRÓXIMA «REUNIÓN» CONSEJO JUDICIAL HA SIDO «ACORDADA». CONFIRME FECHA «SEGÚN REQUERIMIENTO DE» LUGARES. BORIS.

PROBLEMAS EN «PLAN» DE VIAJE DE SU HERMANO. EL AVIÓN «LLEGÓ» CON RETRASO. PERDIÓ PASAPORTE Y «DINERO». SERÁ «PUESTO EN» HOTEL PRIMERA CLASE. ARREGLAREMOS «CUENTAS» DESPUÉS EN «SUIZA». BORIS.

SU HERMANO INTENTA «OBTENER AHORA» PASAPORTE PROVISIONAL EN EMBAJADA NORTEAMERICANA. AÚN NO HAY «INFORMACIÓN» SOBRE «NUEVO» PASAPORTE. QUIZÁ DEBA VIAJAR EN «BARCO». LO ENVIAREMOS «CUANTO ANTES». BORIS.

Qué hijo de puta, pensó el embajador.

Se impidió el acceso de la Prensa y público al juicio. El acusado permaneció firme hasta el final, y hasta el último momento negó que se hallara en la Unión Soviética en misión de espionaje. El fiscal le prometió clemencia si daba a conocer para quién trabajaba, y el juez Lawrence habría vendido su alma con tal de poder hacerlo, pero lamentablemente no podía.

Al día siguiente apareció un breve párrafo en el Pravda, donde se consignaba que el famoso agente norteamericano, el juez Henry Lawrence, había sido acusado de espionaje, condenándosele a catorce años de trabajos forzados en Siberia.

Los servicios de inteligencia norteamericanos estaban desconcertados con aquel caso. Corrían intensos rumores en la CIA, el FBI y el Departamento del Tesoro.

– No es uno de los nuestros -afirmaba la CIA-. Probablemente pertenezca al Tesoro.

El Departamento del Tesoro declaró desconocer el caso.

– No, Lawrence no es de los nuestros. Tal vez sea el maldito FBI, que una vez más se mete en nuestra jurisdicción.

– Jamás oímos hablar de él -se defendió el FBI-. Lo más probable es que lo haya enviado el Departamento de Estado a la CIA.

Este último organismo declaró prudentemente:

– Sin comentarios.

– Bueno, hay que admirar su temple -expresó el jefe del FBI-. Es un hombre íntegro. No confesó ni suministró nombre alguno. A decir verdad, me gustaría tener agentes como él.

Las cosas no marchaban demasiado bien para Anthony Orsatti, y no se explicaba por qué. Por primera vez en su vida la suerte le era adversa. Todo había empezado con la traición de Joe Romano; luego la de Perry Pope, y ahora también había desaparecido el juez, involucrado en un turbio asunto de espionaje. Cada uno de ellos había desempeñado un papel fundamental en la maquinaria de Orsatti.

Romano había sido el eje de la organización, y Orsatti no encontraba a nadie que lo remplazara. Se produjeron errores serios y llegaron quejas de personas que antes jamás se hubieran atrevido a protestar. Corría el rumor de que Tony Orsatti estaba haciéndose viejo, que no podía mantener su organización.

El golpe final fue una llamada telefónica desde Nueva Jersey.

– Nos enteramos de que tienes algunos problemas por ahí, Tony, y querríamos ayudarte -dijo una voz sin inflexiones.

– No tengo el menor problema. Es decir, se me presentaron uno o dos últimamente, pero ya están solucionados.

– No es eso lo que se comenta por acá, Tony. Hay rumores de que tu territorio se te está yendo de las manos, que nadie lo maneja.

– Lo manejo yo.

– A lo mejor es demasiado para ti solo. Quizá deberías tomarte un descanso.

– Ésta es mi ciudad, y nadie me la va a quitar.

– Eh, ¿quién ha hablado de quitártela? Sólo queríamos colaborar contigo. Las familias de la zona Este se reunieron y decidieron enviar allí algunos de nuestros hombres para echarte una ayudita. Eso no tiene nada de malo entre amigos, ¿verdad?

Anthony Orsatti sintió un sudor frío en la nuca.

Ernestina estaba preparando una sopa de camarones mientras esperaba junto con Tracy que llegara Al. La ola de calor alteraba los nervios de todo el mundo. Cuando Al entró en el departamento, Ernestina le gritó:

– ¿Dónde mierda estabas? Esta maldita comida se está quemando.

Sin embargo, Al venía demasiado eufórico como para preocuparse por esas nimiedades.

– Estuve ocupado comprobando los resultados de la trampa de Tracy, mujer. Tengo cosas que contaros. -Se volvió hacia Tracy- La mafia está cercando a Tony Orsatti. La familia de Nueva Jersey viene a ocupar su lugar. -En su rostro se dibujó una amplia sonrisa-. ¡Hiciste caer a ese hijo de puta! -Al ver la expresión de Tracy se le borró la sonrisa-. ¿No estás contenta, Tracy?

Qué mundo extraño, pensó ella. Se preguntó si alguna vez volvería a ser feliz, si llegaría a experimentar nuevamente alegría o ternura. Llevaba demasiado tiempo dedicando todos sus pensamientos a vengarse. Y ahora que estaba a un paso del final, sólo sentía un gran vacío en su interior.

A la mañana siguiente pasó por una floristería.

– Quiero enviar unas flores a Anthony Orsatti. Una corona fúnebre de claveles blancos, con una cinta ancha. La inscripción debería decir: descansa en paz. Y colóquenle una tarjeta que diga: «De parte de la hija de Doris Whitney.»

LIBRO TERCERO

QUINCE

Nueva Orleáns, viernes, 7 de octubre

Era hora de vérselas con Charles Stanhope III. Los anteriores habían sido extraños. Charles, por el contrario, había sido su amante, el padre del bebé que perdió en la prisión. A ambos les había vuelto la espalda.

Ernestina y Al fueron al aeropuerto a despedirla.

– Te echaré de menos -dijo Ernestina-. Realmente dejaste esta ciudad patas arriba. Tendrían que proponerte para alcalde…

– ¿Qué harás en Filadelfia? -preguntó Al.

Tracy le contestó con una verdad a medias.

– Volver a mi empleo en el Banco.

Ernestina y Al se intercambiaron una miradita.

– ¿Ellos…, saben que regresas?

– No, pero todo saldrá bien. No habrá problemas. Hoy es difícil encontrar buenos operadores de ordenador.

– Pues entonces buena suerte. No te pierdas, ¿eh? Y tampoco te metas en líos, nena.

Media hora más tarde, Tracy volaba rumbo a Filadelfia.

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