Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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– ¿Ni de Guernon, dos años antes?

– No. Tal vez habría que remontarse a entonces… -La mujer titubeó, y luego se atrevió a preguntar-: Sin embargo, teniente… podría por lo menos explicarme la relación entre esta investigación y el robo en mi escuela, yo…

– Más tarde. ¿Vuelve ahora a su casa?

– Bueno… sí, claro…

– Traiga consigo todo lo que concierne a Fabienne Pascaud y espere mi llamada.

– Yo… Está bien. De acuerdo. ¿Cuándo piensa llamarme?

– No lo sé. Pronto. Entonces se lo explicaré todo.

Karim colgó y examinó de nuevo los coches del aparcamiento. Había Audis, BMW, Mercedes, brillantes, rápidos… y rebosantes de alarmas. Miró el reloj: eran más de las ocho, hora ya de afrontar a la vieja fiera. El teniente marcó el número directo de Henri Crozier. Al instante se oyó vociferar:

– Cabronazo de mierda, ¿Dónde estás?

– Prosigo mi investigación.

– Espero que ya estés en camino de la comisaría.

– No. Tengo que hacer un último rodeo. A la montaña.

– ¿A la montaña?

– Sí, a una pequeña ciudad universitaria, cerca de Grenoble. A Guernon.

Hubo un silencio y luego Crozier continuó:

– Espero que tengas una buena razón para…

– La mejor, comisario. Mi pista se remonta a esa ciudad. En ella pienso descubrir las huellas de los profanadores.

Crozier no añadió nada. El aplomo de Karim parecía dejarle sin aliento. Aprovechando la ventaja, el teniente atacó:

– ¿Hay novedades sobre el vehículo?

El comisario vaciló. Karim elevó el tono:

– ¿Tenéis novedades, sí o no?

– Hemos localizado el vehículo y a su propietario.

– ¿Cómo?

– Un testigo, en la D143. Un campesino que iba a su casa con el tractor. Ha visto pasar un Lada blanco hacia las dos de la madrugada. Ha tenido el tiempo justo de aprender de memoria el número del departamento. Lo hemos verificado: un Lada acaba de matricularse allí. En el control técnico, aún llevaba sus neumáticos eslavos. Es nuestro automóvil. Una certidumbre digamos del ochenta por ciento.

Karim reflexionó. Esta información le parecía sospechosa, aparecía en un momento demasiado preciso.

– ¿Por qué ha hablado el testigo?

Crozier soltó una risa burlona.

– Porque Sarzac está que arde. Los muchachos del SRPJ han llegado con su discreción habitual. Actúan estilo Carpentras, como si se tratase de una profanación en toda regla. -Crozier echó pestes de ellos-. Los medios de comunicación también están allí. Es una mierda.

Karim apretó las mandíbulas.

– Deme el nombre del pueblo, rápido.

– A mí no se me habla de este modo, Karim. Yo…

– El nombre, comisario. ¿No comprende que es mi investigación? ¿Que soy el único que conoce las raíces de este follón?

Crozier trató de guardar silencio, sin duda para recuperar el dominio de sí mismo. Cuando habló, su voz era impasible:

– Karim, nadie me ha hablado así durante toda mi carrera. O sea que quiero aclarar esto de «tu» investigación. Y ahora mismo. Si no, te pego al culo un aviso de búsqueda.

El timbre de la voz indicaba que ya no se podía negociar. Karim resumió en pocas palabras los resultados de sus indagaciones. Contó la historia de Fabienne y de Judith Hérault, las simuladoras fugitivas. Describió su absurda carrera, su cambio de identidad, el accidente de coche que había costado la vida de la niña. Crozier concluyó, perplejo:

– Tu caso es una novela.

– La muerte es una novela, comisario.

– Sí… Con todo, no veo la relación entre tu historia y nuestro asunto…

– Le diré lo que pienso, comisario. Fabienne Hérault no estaba loca. Unos hombres la perseguían realmente. Y creo que son los mismos hombres que han vuelto esta noche a Sarzac.

– ¿Cómo?

Karim inspiró en profundidad.

– Creo que han vuelto a comprobar algo. Algo que ya sabían, pero que un suceso repentino ha puesto de nuevo sobre el tapete, en otra parte.

– ¿Dónde vas a buscar todo esto? Y en primer lugar, ¿quiénes serían estos hombres?

– Ni idea. Pero en mi opinión, los diablos han vuelto, comisario.

– Esto es pura conjetura.

– Tal vez, pero los hechos están aquí: hay un robo con escalo en la escuela Jean-Jaurès y violan la sepultura de Jude Itero. Así que, por favor, deme el nombre del profanador y de su pueblo, comisario. Quiero saber si se trata de Guernon. Para mí, la clave de la pesadilla esta allí y…

– Toma nota. El nombre es: Philippe Sertys, calle Maurice-Blasch, 7.

La voz de Karim vibró:

– ¿Qué pueblo, comisario? ¿Guernon?

Crozier hizo una pausa.

– Guernon, sí. No sé por qué milagro has llegado hasta allí, pero, es increíble, eres tú quien tiene la pista más caliente.

VII

36

Las imágenes de la fotógrafa alemana habían tomado cuerpo.

Los atletas de sienes afeitadas corrían en el estadio del Berlín de la preguerra. Ligeros. Poderosos. Hieráticos. Su carrera había adoptado la cadencia de una vieja película parpadeante, de grano mineral, pigmentada como la superficie de una tumba. Veía correr a los hombres. Oía sus talones sobre la pista. Presentía su aliento, ronco, latiendo a destiempo de cada uno de sus pasos.

Sin embargo, unos detalles turbios se inmiscuían. Los rostros eran demasiado sombríos, demasiado cerrados. Las mandíbulas demasiado fuertes, demasiado prominentes. ¿Qué escondían esas miradas? Cuando un clamor grave e histérico se elevaba desde las graderías, los atletas exhibían de improviso sus órbitas arrancadas, sus ojos sin globos, que no les impedían ver, ni siquiera correr. Al revés, en el fondo de aquellas llagas vivas parecía agitarse un nuevo hormigueo… chasquidos de lengua… fulgores animales…

Niémans se despertó, cubierto de un sudor helado. La luz blanca del ordenador le deslumbró enseguida, como en un simulacro de interrogatorio. Se rehízo discretamente y escondió la cabeza entre los hombros. Echó una mirada circular a su alrededor: nadie le había visto adormilarse ni cómo el terror le había robado en un momento sus sueños, tomando la forma de las fotografías vistas en casa de Sophie Caillois. Las imágenes de aquella realizadora nazi cuyo nombre había olvidado.

Las nueve de la noche.

Sólo había dormido cuarenta y cinco minutos. Después de su visita al almacén, Niémans había enviado enseguida sus hallazgos (el pequeño cuaderno, el entramado de metal y las partículas de polvo blanquecino) al ingeniero de Grenoble Patrick Astier, a través de Marc Costes, que seguía esperando la llegada al hospital del cadáver de los hielos.

Después, Niémans había ido allí, a la biblioteca de la universidad, para iniciar, por si acaso, una indagación sobre los vocablos «ríos» y «púrpura». Primero observó los mapas, en busca de una red hidrográfica que llevara este nombre. Después consultó el índice informático, buscando un libro, un catálogo, un documento que pudiera contener estos términos. Pero no encontró nada y, durante la lectura, se durmió. Tras casi cuarenta horas sin dormir, los nervios le habían fallado, como a un títere al que hubiesen cortado los hilos.

El comisario lanzó otra ojeada hacia la gran sala de lectura. Ante las mesas y en los compartimientos acristalados, una decena de policías de paisano llevaba a cabo sus indagaciones, descifrando los libros que trataban del mal, la pureza o los ojos… Dos de ellos elaboraban la lista de los estudiantes que habían consultado con frecuencia algunos de estos libros supuestamente sospechosos. Otro seguía leyendo la tesis de Rémy Caillois.

Pero Niémans ya no creía en la pista literaria, como tampoco esos policías que ahora esperaban el relevo. Desde hacía dos horas, todo el mundo sabía que el SRPJ de Grenoble había vuelto a tomar las riendas de la investigación, habida cuenta de los pobres resultados de la asociación Niémans/Barnes/Vermont.

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