– No, se defienden bastante bien. Aunque haya que recurrir al inglés en algún momento.
– De acuerdo. Hazlos pasar dentro de diez minutos.
Necesito ese margen para tomarme el café y comerme el cruasán. Me tomo el último sorbo cuando entra la primera tanda. Son cinco. Hay dos sillas vacías delante de mi escritorio, pero ninguno de ellos se atreve a ocuparlas. Apoyan la espalda en la pared y me miran asustados. Me recuerdan a los desempleados de los años cincuenta, que se pasaban horas apoyados en una pared esperando que alguien les llamara para un trabajo o un apaño.
– No habéis hecho nada malo, no tenéis nada que temer -digo para tranquilizarles-. Tampoco me importa si estáis legalmente en Grecia o no. No es mi trabajo averiguarlo. Lo único que os pido es que me ayudéis. Quiero preguntaros algo. Cuando terminemos, podréis marcharos y nadie intentará impedíroslo.
Suelto este discursito cada vez que trato con inmigrantes. Algún día lo imprimiré y repartiré las copias. En todo caso, siempre surte efecto: los relaja y los tranquiliza.
– Pregunta, boss -me dice un negro como el charol.
– Quiero que me digáis si conocéis a algún inmigrante que sepa manejar bien la espada.
Desconcertados, se miran en silencio. Pero no parecen asustados. Sólo quieren ver quién responderá a la pregunta. Al final, lo hace un tipo alto y atlético.
– Vete a saber… -dice, extrañado-. Todos los africanos saben manejar el sword, desde Marruecos hasta El-Djazaïr…
– ¿Dónde está eso?
– Argelia -se ofrece a aclararme otro.
– Argelia, Sudán, Etiopía, Senegal, Costa de Marfil -enumera el primero-. También Arabia Saudí, Mauritania…
– En Sudán, janjaweed matar villages enteros con espada -añade un tercero.
– ¿Quiénes son los que matan poblados enteros con la espada?
– Janjaweed. They kill villagers who are against the government.
Estupendo, esos janjaweed pasan por la espada a todos los que se oponen al gobierno. Y ponte ahora a buscar a un janjaweed en Atenas: sería como buscar a un egipcio en El Cairo.
Les despido y ordeno a Dermitzakis que traiga la siguiente tanda. Son seis y no se apoyan en la pared sino que se dispersan por el despacho. Hago las mismas preguntas y recibo las mismas respuestas, como si se supiesen bien la lección. Cuando insisto en si conocen a algún inmigrante que sepa manejar la espada en Atenas, un negro con chilaba blanca y sandalias me pone en mi lugar en un griego casi perfecto:
– Entre nosotros sólo hablar de comer, jefe, no de espadas.
Su respuesta ha dado en el blanco, porque por fin se me ocurre la pregunta correcta:
– ¿Conocéis a inmigrantes que vendan espadas en Atenas?
Se cruzan miradas y dejan que me conteste el que sabe más griego.
– Conocer, señor comisario. Pero sólo vender espadas… -Busca la palabra en griego, no la encuentra y la dice en inglés, casi avergonzado-: Sólo para decoration. Esas espadas no cortar ni marmelade.
Puede que no corten ni la mermelada pero, si las afilas, cortan costillas y hasta cabezas.
– ¿Dónde venden esas espadas?
El tipo se encoge de hombros.
– Tiendas en Eurípides, también en Atenea, Sócrates, plaza del Teatro…, todas partes.
– Gracias, chicos. Me habéis ayudado mucho.
Mando a Dermitzakis a pedir un coche patrulla para ir al Centro de Inmigración de Atenas. Le llevo conmigo, para recompensarle por haber encontrado a los inmigrantes tan rápido, pero también para mantener un equilibrio con Vlasópulos. Así evito que compitan y se enfrenten entre sí.
Ruego a Dios que no nos topemos con marchas, manifestaciones o movilizaciones de ninguna clase. Dios expresa su beneplácito y no encontramos obstáculos desde la avenida Alexandras hasta Patisíon, a excepción de un tráfico algo lento. Dejamos el coche patrulla en la calle Atenea, frente al mercado central, y bajamos Sófocles a pie. Al llegar a la esquina con Sócrates nos topamos con unos negros que han tendido sus mantas. El primero vende bolsos, el segundo, zapatillas deportivas baratas, y el tercero, camisetas. Un poco más abajo, a la izquierda, una tienda vende manjares del Lejano Oriente mezclados con exquisiteces de los países árabes. De momento, ni rastro de objetos decorativos, aunque tengo puestas mis esperanzas en el tramo que va de la calle Menandro a la plaza del Teatro.
En cuanto llegamos a la calle Menandro se confirman mis buenos augurios. Las mantas con las mercancías cubren no sólo las aceras sino también dos franjas de la calzada, a ambos lados. Apenas queda medio carril para coches y peatones. Se me llena la vista de bolsos. Si cada uno de los que transitamos por allí llevara un bolso en la mano, otro al hombro y un tercero en bandolera, aún no se habría agotado la mercancía que ofrecen.
En segundo lugar vienen las camisetas, y, en tercer lugar, cachivaches de cocina, platos, detergente y artículos de limpieza. El último lugar lo ocupan los relojes. Los hay de pulsera, de pared y despertadores. Hay de todo menos objetos de decoración, que no se ven por ninguna parte. Aunque Dermitzakis me mira decepcionado, yo sigo adelante sin inmutarme.
El ruido de la calle es ensordecedor: unos vendedores gritan, otros se comunican a gritos en multitud de idiomas, y los conductores hacen rugir los motores de sus coches y tocan insistentemente el claxon.
El primer despliegue de estatuillas y objetos decorativos aparece a la altura de la plaza del Teatro, pero ni rastro de espadas.
– ¿No tienes espadas? -pregunto al asiático que custodia el género. Me mira como si le hablara en chino, que él, seguramente, entendería mejor.
– Swords -repito en inglés.
– Swords? Come! -dice y se planta delante al tiempo que murmura algo al vendedor de al lado. Que cuide de su negocio, sin duda.
Recorremos lo que queda de la calle Menandro hasta llegar a Eurípides.
– Here . -Señala una manta a la derecha de la calle.
Encima de la manta hay un despliegue de todos los objetos tercermundistas que se puedan imaginar. Máscaras, tallas en madera, candelabros de madera tallada, cajas orientales pintadas, manteles, cubrecamas de colores cegadores. Sobre la acera hay un desfile de mesillas de madera repujada y con incrustaciones de falso marfil. No sé qué más ha vendido Grecia, pero los mercadillos tradicionales se los ha traspasado a los inmigrantes. Escudriño el caos en busca de las espadas, pero sólo veo tres cuchillos con mango tallado y funda de cuero.
– Nada -murmura Dermitzakis.
– You have swords? -pregunto al vendedor ambulante.
– No swords . No tener swords . Solamente carved knives. -Habla como si le hubieran mezclado las páginas de un diccionario griego-inglés.
Le pregunto dónde puedo encontrar espadas.
– There is a tienda up en Eurípides.
Le dejamos y empezamos a remontar la calle Eurípides. Localizamos la tienda a la derecha. No tiene rótulo y el escaparate está abarrotado con el mismo tipo de mercancías que vendía el asiático aunque de mejor calidad. Entre la multitud de objetos distingo una espada sin funda, de hoja ancha y puño metálico.
– El que la sigue, la consigue -digo a Dermitzakis.
Detrás de la caja está sentado un hombre moreno, con el fino bigote característico de los paquistaníes y con cara de circunstancias. No se molesta en levantarse cuando entramos.
– Do you sell swords? -pregunto para iniciar la conversación.
– Puede hablar en griego. Soy griego. -La primera en la frente.
Me presento como policía.
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