Stazakos me lanza otra mirada llena de ironía mientras que el jefe y el ministro me observan disgustados, porque interfiero en una reunión muy importante. Decido callarme.
El segundo argumento de Connolly es que el ejecutor procede sin duda de otro país. Está convencidísimo de que se trata de un extranjero. El uso de la espada no es propio de los griegos, sino de asesinos procedentes de países tercermundistas. Y hay muchos inmigrantes provenientes del Tercer Mundo en Grecia, como en toda Europa.
Guikas es el único que sigue interrumpiendo la catequesis de Connolly.
– Hasta ahora sólo nos hemos enfrentado a terroristas griegos -dice en su inglés macarrónico-. En Grecia nunca han actuado terroristas de otros países.
– There is only international terrorism . Local terrorism is dead -declara Benson.
Puede que los terrorismos locales estén muertos y sólo exista el terrorismo internacional, como afirma Benson, pero los terroristas internacionales matan con bombas, con Kalashnikovs, con Magnums y hasta con Berettas. La idea de un terrorista internacional que mata con espada no se la traga ni la periodista rubia.
– Es decir, que descartamos la posibilidad de que sea un simple asesinato y nos centramos en el atentado terrorista. -Guikas se dirige al ministro, hablándole en griego.
– No descartamos nada -responde el ministro en tono categórico-, aunque damos más crédito a la hipótesis del atentado.
Y con esta aclaración del ministro, que otorga a Stazakos el papel protagonista y a mí el de reparto, concluye la reunión. Dejamos a Stazakos allí, para que siga informando a los británicos, y volvemos a la avenida Alexandras en el coche de Guikas.
– ¿De verdad cree que los asesinatos han podido ser obra de un terrorista? -pregunto mientras bajamos la calle Katejaki.
– No, pero si utilizas el terrorismo como señuelo te dejan tranquilo. Es lo que hace el ministro. Además, ya te lo ha dicho el inglés. El único terrorismo que existe es el internacional, los locales han desaparecido. Nos hemos convertido en otra especie de OTAN: todos colaboramos en concordia y los yanquis toman las decisiones.
– ¿Y qué hago yo mientras deciden los yanquis?
– Seguir investigando. Yo sólo pretendía conseguir que el atentado no fuera la única vía. Y procura evitar los enfrentamientos con Stazakos -añade, como si quisiera recordarme quién es aquí el niño mimado.
La certeza de poder seguir adelante con la investigación, siquiera como actor secundario, me da alas y decido ponerme manos a la obra.
Cuando careces por completo de pistas empiezas a buscar a ciegas, así que llamo a mis dos ayudantes.
– Peinad los lugares que frecuentan los inmigrantes asiáticos y africanos, y traedme a los que creéis que tienen información sobre compatriotas suyos que saben manejar la espada.
Ellos intercambian incómodas miradas.
– O sea, que echemos el anzuelo a ver si pescamos algo -dice Vlasópulos.
– ¿Se te ocurre alguna solución mejor? -le pregunto.
Él se encoge de hombros y masculla un «no» poco audible.
– De acuerdo. Poneos en marcha, quiero tener a los inmigrantes aquí a primera hora de la mañana.
A continuación, hago lo que los enfermos cuando no los curan los médicos ni los medicamentos: recurro a los curanderos y a los brebajes. Llamo a Fanis para pedirle el teléfono de Tsolakis.
– Si quieres te lo doy, pero no lo encontrarás en casa -contesta-. Está aquí, en el hospital.
– ¿Es grave? -pregunto, porque Tsolakis me cae simpático pero también porque no quiero perder mi única fuente de información fiable hasta el momento.
– Siempre es grave, pero está fuera de peligro -responde y añade a regañadientes-: De momento.
– ¿Puedo hablar con él?
– Desde luego. Se alegrará, porque se aburre cuando está hospitalizado.
Cuelgo el teléfono y voy enseguida hacia el Hospital General.
Me unen a este hospital una vieja relación y muchos recuerdos. Allí me llevaron cuando sufrí el infarto. Allí conocí a Fanis, mi yerno, ya que mi hija no perdió el tiempo y se lió con mi médico a mis espaldas. Cuando me enteré, me puse furioso y, como resultado, mi relación con Fanis se enfrió durante un tiempo. Nunca hemos hablado del tema, pero no por discreción, sino porque ahora todos queremos a Fanis y no ha sido necesario.
Dejo el coche en el aparcamiento del hospital y subo a la cuarta planta, al despacho de mi yerno. Está vacío.
– Buenos días, señor comisario -me saluda amablemente la enfermera jefe-. El doctor está en la habitación del señor Tsolakis. Ha dicho que vaya usted también. Es la última habitación a la derecha, al fondo del pasillo.
Sigo las instrucciones hasta llegar a una habitación custodiada por una enfermera privada.
– ¿Adónde va? -inquiere.
– El doctor Usunidis y el señor Tsolakis me esperan.
Me deja pasar a una pequeña habitación individual. Tsolakis está sentado en la cama, con la espalda apoyada en varias almohadas y un ordenador portátil en el regazo. En el brazo derecho tiene conectado un gotero, pero el tubo es largo y le deja libertad de movimientos. Lo encuentro delgado y abatido, el semblante aún más pálido que cuando nos vimos en su casa. Su mirada, sin embargo, es vivaz y sonríe al verme llegar. Fanis está hablándole inclinado sobre él.
– Os dejo a solas -me dice y agrega-: No le canses demasiado.
Lo dice con una sonrisa pero, al pasar junto a mí, leo en sus ojos hasta qué punto el estado de Tsolakis es grave. Me siento en la única silla de la habitación, junto a la cama.
– ¿Cómo se encuentra? -pregunto para iniciar la conversación.
– Estoy ganando tiempo -responde sin perder la sonrisa-. Siempre he sabido hacerlo, cuando me dedicaba al atletismo y también ahora. Aunque, como atleta, luchaba por acortarlo y ahora lucho por prolongarlo. -Cuando ve que no sé qué decirle, añade-: Pero le agradezco que haya venido.
– No he venido sólo para verle. También quería pedirle ayuda.
– Me lo imaginaba. Quiere preguntarme si sé algo sobre Richard Robinson, ¿me equivoco?
– No se equivoca.
– ¿Sabe qué son los hedge funds, señor comisario?
– Los he oído nombrar, como todos los griegos últimamente, pero no sé qué son.
– Imagínese que unas personas echan dinero dentro de una tinaja. Otras personas se encargan de administrar el dinero que hay allí dentro. Los administradores llaman a eso inversión, pero no lo es.
– ¿Y qué es?
– Un juego de azar, señor comisario. Un juego para jugadores muy ricos. Para jugar a los hedge funds, has de tener una gran fortuna para invertir, treinta millones de dólares como mínimo. Los hedge funds funcionan como fondos de inversión aunque con un riesgo mucho mayor, porque les está permitido invertir en derivados, algo que los fondos de inversión tienen prohibido.
Dejo que Tsolakis siga hablando, aunque los fondos de inversión me resultan tan desconocidos como los hedge funds.
– El capital total administrado por los hedge funds en 2008 ascendió a dos billones y medio de dólares -continúa Tsolakis-. Entonces a todos se les abrió el apetito. Lo mismo ocurrió aquí, en nuestra Bolsa, a principios del año 2000, ¿se acuerda? Hubo gente que pidió créditos para invertir en Bolsa. Lo mismo pasó con los hedge funds. Entraron en el juego pequeños inversores, hasta con cinco mil dólares solamente, y también bancos, aseguradoras, e incluso mutuas sanitarias. Y se desató la locura. Porque el sistema empezó a invertir en derivados, que al principio operaban como válvula de seguridad, para que los inversores no perdieran su dinero. Se crearon hedge funds de los hedge funds. Los administradores de los hedge funds empezaron a recurrir a capitales prestados para incrementar la rentabilidad. Como era de esperar, los hedge funds perdieron sus válvulas de seguridad, se convirtieron en puro juego de azar y un buen día se vinieron abajo. -Respira profundamente para recobrar fuerzas y continúa-: Es como el dopaje en el atletismo. Los deportistas, cuando empiezan a tomar anabolizantes, ya no pueden parar. Marcan un nuevo récord y necesitan tomar anabolizantes cada vez más eficaces para volver a batir un récord, y otro, y otro. Y el riesgo va aumentando; no sólo el riesgo de que te pillen, sino también el riesgo de que te afecte a tu salud. Tú, sin embargo, siempre esperas que caiga otro, no tú. Esto es, más o menos, lo que pensaban los inversores y los administradores de los hedge funds. -Calla por un instante antes de añadir en el mismo tono-: Se lo dice alguien que vivió la experiencia del dopaje y se vino abajo, señor comisario.
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