Petros Márkaris - Muerte en Estambul

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Tras la boda de su hija Katerina, el comisario Kostas Jaritos decide tomarse unos días de descanso y viajar con Adrianí, su temperamental mujer, a Estambul, ciudad estrechamente relacionada con la historia de Grecia. Así pues, mezclado con cientos de turistas, Jaritos se lanza a admirar iglesias, mezquitas y palacios mientras degusta la gastronomía del lugar y discute no sólo con su mujer sino también con los miembros del grupo con el que viaja. Sin embargo, todo se tuerce cuando algo aparentemente tan nimio como la desaparición de una anciana en un pueblo de Grecia se convierte de pronto en un caso de asesinato, pues informan a Jaritos de que han encontrado muerto a un pariente de esa anciana… y de que ésta se dirige a Estambul. Jaritos tendrá que trabajar codo con codo con el suspicaz comisario turco Murat, e irá internándose en la pequeña comunidad que conforman los griegos que todavía, tras el éxodo masivo que protagonizaron en 1955, permanecen en la ciudad.

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En cierta manera, esa idea me parece cogida por los pelos.

Excuse me, chief -le digo-. Pero la verían los vecinos, alguien avisaría a la policía…

Se ríe.

– No olvide que ronda los noventa. ¿Quién sospecharía de ella? -Se pone serio para añadir-: Lo más probable es que la anciana les inspire lástima y le lleven un plato de comida.

– ¿No podríamos localizar estas casas?

– Imposible -interviene Murat-. Nos llevaría por lo menos tres meses, y tampoco es seguro que las localicemos todas. Lo más fácil será dar con las personas que la conocen.

– ¿Y cómo vamos a encontrarlas en una ciudad de quince millones de habitantes? -me asombro.

– Sin duda es gente de su misma edad -explica el subdirector-. La mayoría debe de estar en el geriátrico.

– Y sólo hay un geriátrico griego -añade Murat-. El de Baluklís. Tenemos que empezar por allí.

– Por eso le hemos hecho venir -suelta por fin el subdirector-. Queremos que vaya al geriátrico de Baluklís. Si nos presentamos nosotros, no sacaremos nada en limpio. Hablarán más libremente con usted.

Si estuviera aquí Despotópulos, se le dispararían todas las alarmas, me digo. Pensaría que le tienden una trampa. Yo, por el contrario, recuerdo de repente que Vasiliadis me dijo que María Jambu había trabajado una temporada en el geriátrico de Baluklís y a punto estoy de abofetearme. A pesar de todo, no creo que nuestra prioridad sea el geriátrico, sino otra cosa.

– Tiene razón -contesto al subdirector-. Aunque yo propongo que busquemos primero la casa de su cuñada. En el tiempo que tardamos en llegar a Baluklís, María Jambu podría matarla.

– No perdamos tiempo -responde él-. Usted irá a Baluklís, es urgente. De la cuñada nos encargamos nosotros, aunque no creo que podamos localizarla fácilmente.

– ¿Qué te ha dicho cuando te ha hablado en turco? -pregunto a Murat cuando salimos del despacho del subdirector.

– Me ha dicho que yo soy alemán y no conozco bien la minoría griega. Que le dejara hablar a él.

– En todo caso, entre vosotros la jerarquía se respeta más que en Grecia. He visto que esperabas a que terminara de hablar.

Murat se echa a reír.

– No sabes cuánto me costó acostumbrarme. En Alemania todo el mundo puede opinar libremente. Aquí tu superior tiene prioridad.

Menos mal que Guikas no está aquí: si estuviera, se le pondrían los dientes largos.

Capítulo 15

En la recepción del hotel, el mercadillo navideño ha concluido. La ropa, las joyas y los pañuelos vuelven a estar en las bolsas, los viajeros se han retirado y la recepción ha recuperado su aspecto habitual, con el poco tránsito característico de la hora.

Your wife is in the roof garden of the Marmara Hotel - me dice la muchacha de la recepción, que está siempre sonriente y a la que ahora me une una relación de simpatía, por otra parte mutua.

Where is the Marmara Hotel?

The big hotel on the Taksim Square - me explica, y recuerdo el gran hotel que veo delante de mí cada vez que salgo a la plaza.

Es un día gris y las calles están mojadas aunque no llueve. Una vez en el hotel, tengo que pasar por un control de seguridad antes de poder entrar. Subo a la última planta y me encuentro a las tres damas tomando café con el Bósforo tendido a sus pies.

– Ven a disfrutar de las vistas -me llama Adrianí.

– ¿Cómo no habéis ido con el resto del grupo?

– Se empecinaron en hacer algunas compras adicionales y no teníamos ganas.

– Además, intentan conseguirlo todo a un tercio de su precio, porque alguien les dijo que deben regatear, ¡y a mí se me cae la cara de vergüenza! -remata la señora Murátoglu.

Pido un café dulce ma non troppo, que el camarero trae en bandeja de bronce, y me lo sirve con el cacito y con una solemnidad digna de las recepciones del presidente de la República. Esta amabilidad y atención de los turcos repercutirá sin duda negativamente en mi rutina: cuando vuelva a Atenas, ¡cualquiera se conforma con el cruasán envuelto en celofán y el café griego ma non troppo que sirven en el bar!

Sé que debo ir al geriátrico de Baluklís, pero no me resulta fácil abandonar las vistas ni despachar el café con un par de sorbos, como hago muchas veces en casa para no llegar tarde al trabajo. Aquí me encuentro en una situación ambigua, medio de servicio, medio de vacaciones, de manera que puedo optar por lo segundo.

El deseo de las tres damas de visitar las iglesias del Bósforo, una propuesta de la señora Kurtidu, me devuelve al camino del deber.

– ¿Viene con nosotras para admirar nuestras iglesias, antaño atestadas de gente y ahora cerradas a cal y canto? -me invita la señora Kurtidu.

– Las acompañaría con mucho gusto, pero debo ir al geriátrico de Baluklís.

Uno de los placeres de este viaje consiste en poder dejar a Adrianí boquiabierta cada dos por tres, lo cual -y no exagero- es un espectáculo digno de verse. Eso ocurre ahora. Me mira con expresión que oscila entre la duda de haberme entendido mal y la preocupación por si he perdido ya del todo la chaveta.

– ¿Al geriátrico? -se extraña-. ¿Qué tienes que hacer tú en el geriátrico?

– No voy a reservarme una plaza, sino a recabar información sobre el caso de María Jambu. Y quería pedirle que me indicara cómo llegar allí -digo a la señora Kurtidu.

– Puedo llevarle, si lo desea. -Se vuelve hacia Adrianí y hacia la señora Murátoglu-. ¿Me permiten una propuesta?

– Con toda libertad, querida Aleka -responde la señora Murátoglu-. Desde que te conozco, siempre tienes una propuesta en la manga, por si acaso.

– Hoy podríamos visitar el Centro Filantrópico de la comunidad griega, y mañana, las iglesias.

A mí su propuesta me conviene, y mucho, pero silbo mirando hacia otro lado, porque, si Adrianí se da cuenta, es capaz de oponerse sólo para estropearme los planes.

– Una idea estupenda, le gustará mucho, señora Jaritu -afirma la señora Murátoglu, y corta la posible negativa de Adrianí.

– Esperadme en la entrada, voy a sacar el coche del aparcamiento -dice la señora Kurtidu.

Delante del hotel, el portero corre a abrir las puertas de todos los coches que llegan. Se ha formado una cola de automóviles, pero ninguno de sus ocupantes abre la puerta para bajar. Todos esperan pacientemente, como si obedecieran a una norma que prohíbe bajarse del coche antes de que el portero les abra la puerta. Contemplo la escena fascinado cuando, de pronto, veo que la señora Kurtidu nos hace señas desde el interior de un Mercedes de color beige.

El portero se apresura a abrir ambas puertas. La señora Murátoglu y la señora Kurtidu insisten al unísono en que ocupe el asiento del copiloto.

– Vaya, ¡coche nuevo! ¿Cuándo lo has comprado? -le pregunta la señora Murátoglu.

– Mi hijo lo ha traído de Alemania. Aún lleva la matrícula alemana. -Me mira de soslayo y sonríe-. Es la moda, señor comisario. Hacer alarde del dinero y la opulencia.

– ¿Antes no era así?

– ¿Bromea? Después del varliki, lo enterrábamos en lo más profundo, para que los turcos no se dieran cuenta, por si se les abría el apetito.

– ¿Qué es el varliki? - quiere saber Adrianí.

– El impuesto sobre el patrimonio que impuso el primer ministro Inónü en 1942, en plena guerra, para desplumar a las minorías -explica la señora Murátoglu-. A los que no podían pagar, les expropiaban, les confiscaban los bienes y luego enviaban a los hombres a trabajos forzados.

– ¿Y por qué no lo ocultan ahora? -pregunta Adrianí.

– Porque quedamos tan pocos que no nos tienen en cuenta y nos dejan en paz. ¿A quién le importan dos mil personas en una población de diecisiete millones?

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