– Con una tirópita de queso envenenada.
La mujer empieza a santiguarse y a mascullar:
– Que Dios nos ampare, que Dios nos ampare cuando llegue su reino. Mañana mismo iré a Santa Blaquerna a dar las gracias y a hacer una ofrenda.
– ¿Por qué?
– Porque también a mí me cocinó una empanada. Y estaba para chuparse los dedos. «Benditas sean tus manos, María», le dije. «No has perdido tu buena mano para la cocina.» Ella preparaba siempre unas empanadas de queso riquísimas. -Vuelve a santiguarse-. Mi ángel de la guarda me salvó la vida.
– Parece que Kallopi no tenía un ángel de la guarda.
Se vuelve y me mira con expresión endurecida.
– Que Dios me perdone, porque la acaban de enterrar, pero Kallopi tenía que caer bajo una de las muchas maldiciones que pendían sobre su cabeza.
– ¿Qué maldiciones? -pregunto casi con indiferencia aunque sé muy bien qué me contestará.
– Ella y su madre eran tacañas, y avaras, no habrían regalado ni incienso a un ángel. Eran parientes mías por parte de mi padre, de apellido Lasaridu, pero nunca tuvimos mucho trato. «Las ovejas negras», así las llamaba mi madre, que en paz descanse. Todas las familias tienen su oveja negra. La nuestra tenía dos. -Suspira y menea la cabeza-. Aunque la haya matado María, no seré yo quien se lo eche en cara. -Se vuelve para mirarme-: No se imagina cuánto sufrió por culpa de ellas. -Me lo imagino pero la dejo continuar, por si revela algo nuevo-. La obligaron a trabajar fuera de casa a pesar de no tener necesidad, porque eran una familia adinerada. Luego iban a cobrar el dinero que le correspondía a ella. De vez en cuando venía a verme y me contaba sus penas. A mí me quería, porque la escuchaba e intentaba consolarla. No llegó a tiempo para matar a la madre, pero se vengó con la hija.
– Usted se apellida Lasaridu, Kallopi se llamaba Adámoglu. ¿De dónde viene el apellido Jambu?
– De su marido.
– ¿Estuvo casada?
– Sí, ¿no lo sabía?
– No. -¿Cómo demonios iba a saberlo si no tenía acceso a su «expediente»?
– Otra historia dolorosa. Por aquel entonces, María trabajaba para una familia procedente de Europa occidental, los Kalomeri. Anastasis Jambos era albañil. Fue a arreglar algo en casa de los Kalomeri y allí lo conoció María. Se enamoró locamente de él. Cuando el hombre pasaba por delante de la casa, ella tiraba a su paso latas vacías y verduras para llamar su atención. Todos le decían que el hombre no valía nada, pero la había cegado el amor y acabó casándose con él. Anastasis era buen albañil, pero indolente y, además, borrachín. Cada noche le daba a la botella. Cuando se despertaba por la mañana, se echaba a llorar, juraba que no volvería a beber, pero por la noche volvía siempre a casa con una buena curda. Al final, su hígado se resintió. Tampoco entonces dejó de beber. María bebía con él cada noche, para intentar que se emborrachara un poco menos. Al final, Anastasis Jambos murió y la dejó en la calle. María volvió a trabajar. Era lo único que tenía: era buena cocinera, lo dejaba todo como los chorros del oro, y quienes la conocían la querían mucho.
– ¿Tenía familia su marido?
– Anastasis tenía una hermana, Safó. Pero ella y María no se llevaban nada bien.
– ¿Los problemas habituales entre esposa y cuñada o algo más?
– No, no, nada que ver -responde la mujer con una risa-. María la odiaba porque Safó nunca hablaba bien de su hermano. Lo llamaba desastrado y gandul. Hablaba de él sin tapujos delante de María. «¿Cómo puedes querer a ese perdido?», le decía. «Tú te deslomas para que él se quede con el jornal y se lo gaste en bebida. Dale una patada y que se vaya al diablo.» A la cuñada no le faltaba razón, pero a María la cegaba el amor y no quería saber nada. Imagínate, cuando Anastasis murió, Safó fue al funeral y María no la dejó entrar en la iglesia.
– ¿Sabe si Safó vive todavía?
Me mira como si, de repente, estuviera harta de mí.
– Pide demasiado, señor comisario. Somos dos mil personas dispersas por toda la ciudad. ¿Y quiere que le diga si Safó vive aún? Doy gracias a Dios de seguir viva yo misma.
– ¿Sabe dónde vivía? -prosigo sin pestañear.
– En Hamalbaçi. Vaya a la Virgen de Pera, seguro que ellos la tienen en sus listas.
Me levanto para darle las gracias. Ella me tiende la mano y dice:
– El que esté libre de culpa, que tire la primera piedra, señor comisario.
Lo mismo me dijo Iliadi, aunque refiriéndose a las Adámoglu. Al parecer, este refrán es muy popular entre los griegos de aquí.
Con todas las compras desparramadas por los sillones, el vestíbulo del hotel se parece a la sala de espera de Guikas el 23 de diciembre, cuando los regalos se amontonan en filas y Kula tiene que deslizarse como un felino para pasar entre ellos. Aquí no hay filas, la sala parece más bien un bazar o una casa en un día de mudanza, porque cada uno de los miembros del grupo quiere enseñar sus compras a todos los demás. La diferencia consiste en que en la sala de espera de Guikas predominan las cestas llenas de bebidas y, en algunos casos, algún jarrón o estuche con objetos de escritorio. Aquí, en cambio, predominan los artículos de piel, seguidos por las joyas de oro y los fulares de todo tipo; cierran el muestrario ceniceros de toda clase, lámparas para la terraza, cojines bordados y platos decorativos para colgar en la pared. Los dos jóvenes recepcionistas observan la escena con una sonrisa irónica mientras los extranjeros que entran y salen del hotel nos miran como nosotros miramos a los refugiados pontios, los griegos procedentes de la orilla meridional del Mar Negro, en los mercadillos.
La voz de Murat, que acaba de llamarme por el móvil, me saca de este ambiente de feria.
– Any news? - pregunta.
Le resumo mi conversación con Efterpi Lasaridu sin ocultarle nada.
– El chief quiere vernos. Enviaré un coche a buscarte.
Busco a Adrianí y la encuentro sentada a una mesita con la señora Murátoglu y otra mujer de mediana edad, a la que veo por primera vez. La señora Murátoglu, inclinada sobre un trozo de papel, está a todas luces tomando notas de las impresiones que las mujeres intercambian en voz baja.
– Te presento a la señora Kurtidu -dice Adrianí señalando a la desconocida-. Es muy amiga de la señora Murátoglu y ha aceptado ser nuestra guía ahora que nos quedamos solos.
Para guardar las formas, suelto un «mucho gusto, es muy amable», al tiempo que me pregunto para qué necesitamos una guía durante el resto de nuestra estancia aquí. Enseguida caigo en la cuenta de que Adrianí, muy previsora ella, ha tomado medidas para no aburrirse cuando yo esté ocupado en la investigación.
Despotópulos, de pie y con las manos en los bolsillos, supervisa la escena del bazar desde cierta distancia.
– Veo que la situación le interesa, mi general -digo a propósito para picarle.
– Este espectáculo me trae viejos recuerdos, comisario.
– ¿De otros viajes?
– No. De mis días como agregado militar en la embajada griega de Londres durante el segundo gobierno de Karamanlís. Cada mañana salía de casa acompañado por mi esposa. Yo me dirigía a la embajada y ella iba de compras. Cada tarde, al volver a casa, me encontraba con esta misma feria, aunque en proporciones algo menores.
– ¿Y no consiguió ponerle freno?
– Las cosas son difíciles cuando no tienes hijos, amigo mío. No puedes esgrimir como argumento los estudios del hijo ni el piso para cuando se case la hija. Tienes un buen trabajo, un buen sueldo y una jubilación asegurada… En suma, tienes la vejez solucionada. ¿Cómo poner freno al despilfarro cuando tu mujer no tiene hijos que criar y, además, está en Londres más sola que la una? Por desgracia, para las mujeres el remedio más eficaz contra la soledad son las compras. -Me mira como si dudara en confiarme algo-. Me han dicho que ustedes prolongarán su estancia en Constantinopla -dice al final.
Читать дальше