– Por eso me avisó la policía turca. El pesticida no es un arma habitual, como las pistolas y los cuchillos de cocina. Sólo se emplea en las zonas rurales de Grecia, y quizá también en lugares como Sicilia, no lo sé. Además, en Grecia se utiliza cada vez menos y sólo lo hacen los viejos, como es el caso de María.
El camarero deposita delante de mí una bandeja con una gran variedad de alimentos, desde ocras y judías verdes hasta alcachofas y hojas de col rellenas, todo bien aceitoso.
– Pero ¿qué ha hecho? ¿Quién puede comerse todo esto? -me quejo a Vasiliadis, aunque sé muy bien que yo sí puedo comérmelo.
– No es mucho, y la cocina turca es muy ligera. -De pronto se inquieta-: ¿No le importa que no estén calientes?
– ¿Por qué me iba a importar?
– Porque en Grecia confunden los guisos con la sopa de verduras. Han pasado cuarenta años y todavía no he logrado entender por qué los griegos comen estos guisos calientes. Tampoco me he podido acostumbrar a ello. En pleno verano pides un guiso refrescante y su versión griega te abrasa el estómago.
Sigue un silencio bastante prolongado, mientras yo trato de regresar de los placenteros territorios de la gastronomía a la prosaica realidad. Por fortuna, también Vasiliadis está disfrutando de su plato de cordero con arroz y mi voracidad pasa inadvertida.
– ¿No le suena de nada Makrojori? ¿María nunca le habló de ese lugar?
– Ella no -dice tras reflexionar-, pero recuerdo que mi madre nos decía que María tenía en Makrojori unas tías, o algo así. Había cortado toda relación con ellas, no se daban ni los buenos días. -Menea la cabeza disgustado-. Por desgracia, mi madre ya no vive. Ella conocía bien la historia de María.
– Quizá le contó más cosas; ya las irá recordando poco a poco.
– No, señor comisario. Ellas hablaban de sus cosas, pero a mí no me las contaban. Todas las tardes, a las seis, mi madre, María y la señora Jariklia se sentaban en el murete o en el diván y se contaban historias. Podían empezar hablando del hojaldre que preparaba la vecina de enfrente y terminar con los primos de María en Makrojori o los padres de Jariklia en el Mar Negro. O pasaba un transeúnte y ellas empezaban a cuchichear sobre él y terminaban hablando de Capadocia. -Suelta un suspiro y menea la cabeza-. A veces pienso que fueron aquellas historias de mi madre, de María y de la señora Jariklia las que me convirtieron en escritor. Comparados con esas historias, los cuentos para niños son muy aburridos.
– Si se acuerda de algo, llámeme.
– Por supuesto, aunque no me parece probable.
Sin embargo, yo albergo una brizna de esperanza de averiguar algo más. Y con este pensamiento tranquilizador me concentro en mis guisos.
Están todos sentados en la cafetería del hotel, enzarzados en una discusión subida de tono. El orador principal es el estratega jubilado, que intenta empañar el entusiasmo de los demás respecto al palacio de Dolmabahçe.
– Yo no he dicho que no me guste -se justifica-. Pero no se puede comparar con las obras de Von Gärtner.
– ¿Y ése quién es? -pregunta la señora Stefanaku.
– Friedrich von Gártner fue el arquitecto que construyó el palacio de Otón, el actual Parlamento de Grecia -explica Despotópulos-. ¿Y quién construyó el Dolmabahçe? Un par de arquitectos armenios. ¿Habéis oído hablar de algún armenio famoso en toda la historia de la arquitectura?
– Pero qué lujos -interviene la señora Stefanaku con ánimo conciliador-. Y esa escalera de cristal… ¡Virgen Santa! ¡Una se imagina a Sofía Vembo bajándola mientras canta su célebre In vierno!
– ¡Claro! -exclama su marido-. Es que estamos hablando del Imperio otomano. Ellos, junto con los ingleses y los franceses, han expoliado el mundo entero.
– ¿Acaso cree que la escalera fue robada? -pregunta la señora Murátoglu con ironía.
– La escalera quizá no, pero el cristal, seguro.
– En todo caso, la araña de cristal del salón principal no fue robada -explica la señora Murátoglu-. Fue un regalo de la reina Victoria al sultán.
El señor Stefanakos le dirige una mirada envenenada.
– Vosotros, los griegos de aquí, tenéis muchos motivos para defender al sultán. Con esa actitud de «cuando riegas la planta, bebe también la maceta», comisteis con cubiertos de oro durante cuatrocientos años.
La señora Murátoglu se levanta como movida por un resorte y, con un seco «si me disculpáis», pasa por delante de mí como un vendaval y se detiene en recepción. Adrianí sigue a la señora Murátoglu con la mirada y, sin querer, entro yo en su campo de visión. Se dispone a acercarse a mí, preguntando «¿ya has vuelto?», pero yo salgo corriendo detrás de la señora Murátoglu y la alcanzo en el momento en que recoge la llave de su habitación.
– ¿Puedo pedirle un favor? -le pregunto.
Me mira sorprendida, con la mente en otra parte.
– ¿Ha oído la conversación? -pregunta a su vez.
– Del Parlamento griego en adelante.
– ¿Sabe una cosa, señor comisario? Ustedes los griegos ya no son esclavos de los otomanos. Ya no les pagan impuestos, no tienen a Alí Bajá por encima de sus cabezas ni los persigue Ibrahim Bajá. ¿No le parece que ya es hora de superar el complejo que tienen de siervos? Nosotros hemos sufrido mucho en esta tierra y los turcos nos daban miedo, porque nunca sabíamos qué nos traería el día de mañana. Pero no estábamos acomplejados frente a ellos. Les temíamos, sí, pero erguíamos la cabeza. -Respira profundamente, como si se hubiera quitado un peso de encima.
– ¿Puedo pedirle un favor? -repito, con la esperanza de tener más suerte esta vez.
– Lo que quiera -responde, como si no me hubiera oído antes.
– Tengo que ir a la escuela griega de Bakirkóy. ¿Le importaría acompañarme? No conozco el camino y no podría comunicarme con el taxista.
– Con mucho gusto.
– Según el programa, toca una excursión por la parte asiática -protesta Adrianí que, entretanto, se nos ha acercado.
– He visto la otra costa miles de veces, no me pierdo nada especial -dice la señora Murátoglu, subiendo de golpe varios puestos en mi escala de simpatía.
– Perdona, Kostas, ¿no te basta con haber llevado tus asuntos profesionales al viaje, que ahora pretendes ponerte pesado con nuestros compañeros?
Me habla en el idioma refinado de las novelas rosa, que domina a la perfección, pero lo que no dice con la lengua lo dice con la mirada, que destila ira, acritud y maldiciones varias.
– En estas circunstancias, iría a cualquier parte, señora Jaritu. Para estar lejos de ellos. -Señala con un ademán la cafetería-. En lugar de visitar la parte asiática, veréis Makrojori, un barrio griego muy antiguo.
– ¿No era en Makrojori donde vivía Loxandra [12]?
– Precisamente.
– Entonces, iré sin falta -declara Adrianí y vuelve apresurada a la cafetería para buscar su bolso.
– Lo ha hecho muy bien -felicito a la señora Murátoglu.
– Lo primero que aprendíamos en esta ciudad, señor comisario, era a apagar los fuegos. De cara a la galería, teníamos que aparecer siempre unidos y hermanados aunque por debajo bulleran los odios, los celos, los enconos y toda la maldad que pueda imaginar.
Volvemos a enfilar el paseo marítimo en dirección al aeropuerto. Si Guikas me pregunta qué es lo que mejor recuerdo de la ciudad, me temo que le hablaré de este recorrido, que es como considerar que lo más destacado de Atenas es la Vía Ática en dirección al Estadio Olímpico. Me siento junto al taxista, mientras Adrianí y la señora Murátoglu conversan en voz baja en el asiento de atrás.
El taxi abandona el paseo marítimo para adentrarse por las callejas de la ciudad vieja.
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