Las mismas caras, el mismo trajín en los pasillos. Cuando me cruzo con un extranjero que va esposado, a punto estoy de decirle «buenos días» en albanés o en otro idioma. De repente, recuerdo a mi amigo Zisis, que, de vez en cuando, me decía con desdén: «Todos los opresores tienen la misma cara, y todos los edificios construidos bajo su mandato, el mismo estilo». Miro a mi alrededor y me muerdo la lengua para no tener que darle la razón.
Murat entra en una sala de espera. Susurra algo a un policía de paisano. Éste se pone de pie y, al tiempo que me da la mano, me suelta la frase que conocen la mitad de los griegos:
– Hoş geldiniz, bien venido.
Le respondo con otra frase que también conocen la mitad de los griegos:
– Hoş bulduk, bien hallado.
Es la primera vez que veo a Murat partirse de risa. Mientras, abre otra puerta y se hace a un lado para dejarme pasar. En el despacho, que se parece a los nuestros en que resulta menos angosto que la sala de espera, está sentado un hombre cincuentón que se levanta de un salto y me da un cálido apretón de manos mientras me dice:
– Welcome, welcome!
Murat me lo presenta como el general de brigada Kerim Ozbek, subdirector de Seguridad. Su inglés es deficiente aunque, desde luego, mejor que el mío.
– Mr. Sağlam has explained the situation to you.
Así ya me parece más fácil pronunciar el apellido de Murat. En cuanto a las explicaciones, más bien fui yo quien se las dio a Murat, aunque él no quiso creerme.
– Yes - contesto expeditivo al subdirector para evitar enemistarnos ya en el primer encuentro.
– Usted comprende que se encuentra aquí como contacto de la policía griega con la turca, ya que hubo un asesinato previo en Grecia y buscamos al mismo asesino.
– I understand - respondo en voz bien alta mientras añado para mis adentros: «No soy idiota».
– Good. Por lo tanto, usted puede participar en las investigaciones aunque no puede intervenir de ningún modo, si no es con la conformidad o previa petición del señor Sağlam. Agreed?
– Okey - respondo.
– Okey - repite el general de brigada mientras yo intuyo que acabaré buscando una aguja en un pajar pero, para colmo, atado de pies y manos.
Nos encontramos en el paseo marítimo, el mismo que habíamos enfilado para entrar en la ciudad aunque, en esta ocasión, en dirección opuesta, hacia el aeropuerto. A mi izquierda, el mar de Mármara aparece y desaparece de mi vista entre murallas bizantinas, enormes centros comerciales, parques con viejos y jóvenes que pescan con caña desde los pretiles, viejecitas sentadas en los bancos y niños que juegan. Cuando el mar aparece, veo los barcos de pasajeros, pintados de un blanco niveo, que pasan rozando la bocana del puerto en medio de barcazas, pequeños transbordadores y barquitos turísticos.
A mi derecha se alinean una serie de tabernas parecidas a nuestros merenderos: construcciones de vidrio y contrachapado o fórmica pintados. Las mesas, tanto las de dentro como las de fuera, están dispuestas sin ton ni son. La única diferencia es que los turcos siguen utilizando manteles mientras que nosotros pasamos del papel manteca al papel gofrado.
– Veo que también vosotros tenéis tabernas por todas partes -comento a Murat.
– Esto es Kúmkapi. La lonja del pescado está cerca y se encuentran buenas piezas. -Se vuelve para mirarme-. Do you speak German? - pregunta inesperadamente.
– No. El inglés es la única lengua extranjera que hablo. -«Hablar» es una afirmación muy optimista.
– Lástima. Sería más fácil entendernos en alemán.
– ¿Hablas alemán? -me intereso al tiempo que me pregunto si la policía turca está tan avanzada.
– Yo nací en Alemania. En Esslingen, cerca de Stuttgart. Tengo dos nacionalidades, la turca y la alemana. Empecé a trabajar en la policía alemana, pero después vine a Turquía y busqué un puesto en la policía de Estambul.
– ¿Por qué te fuiste de Alemania? ¿El trabajo es mejor aquí?
– Aquí se cobra menos pero, en cambio, es más fácil ascender. Aunque no me fui por eso.
– ¿Entonces?
– Por razones familiares -responde vagamente y tuerce a la derecha.
Dejamos atrás los cuatro carriles del paseo marítimo y nos adentramos en una calleja de medio carril, por la que hasta un ciclomotor circularía con dificultad.
– Eres un gran conductor -le digo a Murat admirado al verlo deslizarse como un felino por los callejones.
Murat se ríe.
– Los trucos los aprendí aquí. Si me hubiera metido en un callejón como éste en Alemania, el coche ya estaría en el taller.
De repente descubro la diferencia entre Atenas y Constantinopla. En Atenas hay pocos monumentos visibles. La Acrópolis, el templo de Zeus Olímpico, el Ágora o, un poco más allá, el templo del cabo Sunio. Todos los demás están enterrados, sea bajo tierra, sea en las mazmorras de los museos. Aquí, en cambio, todo está a la vista, como si los que pasaron por esta ciudad lo hubieran abandonado todo de repente; luego vinieron otros, que también lo dejaron todo abandonado, y por suerte a nadie se le ocurrió poner un poco de orden. Sales de Santa Sofía y cruzas barrios llenos de casuchas baratas y tiendas al borde de la quiebra. Un poco más allá se encuentra la iglesia de San Salvador de Jora, donde está el único Cristo cabreado que he visto en mi vida; los que piden ayuda al «buen Jesús», que se den antes un paseo por esa iglesia. Cuando bajas a Pera, caminas entre parejas que van cogidas de la mano, pero en cuanto sales de San Salvador te topas con mujeres de negro y tapadas hasta los ojos, que arrastran a sus hijos de la mano. La Mezquita Azul está flanqueada por enormes hoteles que parecen salidos de Hollywood y luego entras en el palacio de Topkapi y te sientes tan pequeño como Alí Bajá delante de la Sublime Puerta. Te detienes en la costa del
Cuerno de Oro y, entre las casas medio derruidas, tu mirada descubre la torre veneciana de Gálata, admiras las viejas mansiones de Prínkipos, regresas por la tarde a la ciudad y, de repente, te encuentras en un enorme centro comercial pero, en cuanto sales, puedes toparte con barrios enteros de chabolas y comercios de mala muerte. En Atenas, a cada golpe de piqueta salen antigüedades. Aquí, si das golpes de piqueta, corres el riesgo de derruir media ciudad.
Murat aparca el coche patrulla delante de tres casas de madera. Al lado, una vivienda humilde de dos pisos, como las que se encuentran junto al Agora, construidas en los años sesenta. La primera de las tres casas es la más imponente y la más deteriorada, casi una ruina. Las otras dos, más pequeñas, han sido restauradas y parecen hermanas gemelas que visten ropas idénticas. La ruina tiene un balcón y tres ventanas, y un tejado en mansarda con desván, aunque alguien reforzó la planta baja con paredes de ladrillo y ahora parece que la construcción de madera fue añadida posteriormente.
Un policía está apostado delante de la casa. Se cuadra para saludar a Murat, le abre la puerta del coche y le sigue al interior de la casa. Yo entro el último, seguramente para hacerme a la idea de que éste es mi lugar en el caso de María Jambu.
Salta a la vista que el ladrillo no es más que un envoltorio, porque el interior de la casa es de madera. Murat me indica con un gesto que debemos empezar por la primera planta. Subimos por una escalera de madera que da a una sala de estar espaciosa y llena de muebles antiguos que ya no tienen ningún valor, porque han recibido las mismas atenciones que la casa. La diferencia es que, aquí, en lugar de un envoltorio de ladrillo, hay una alfombra agujereada encima del sofá y mantas encima de las butacas de madera esculpida. En el centro de la mesa se extiende un bordado antiguo, de aquellos que admira Adrianí.
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