Murat lo recorre todo con mirada indiferente y abre una puerta lateral que da al dormitorio. Una vieja cama de hierro forjado, de las que tienen adornos labrados en el cabezal y en los pies, se encuentra pegada a la pared junto a la ventana. Está cubierta con una colcha de punto de la que faltan las borlas. Junto a la cama hay una mesilla de madera de antes de la guerra y una lámpara también pasada de moda.
– Cuando la policía abrió la puerta, encontró el cadáver tendido en la cama. Llevaba una bata y calcetines, de modo que suponemos que murió mientras dormía. El forense calcula que falleció entre la tarde y el anochecer.
– ¿Cuántos días llevaba muerta?
– Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero, a primera vista, el forense calcula que unas cuarenta y ocho horas. Hallamos pesticida en los restos de una empanada en la cocina, igual que vosotros. Parece que se encontró mal y subió con esfuerzo al dormitorio para acostarse, porque encontramos una de sus zapatillas en la escalera. La otra aún la llevaba puesta.
– Me gustaría echar un vistazo a la cocina.
– Vamos -responde Murat, que no pone ninguna traba y me precede por la escalera.
La cocina es espaciosa y da a la fachada posterior de la casa. La nevera debe de ser de los años cincuenta. Ahora entiendo por qué Murat estaba tan dispuesto a traerme aquí. Se nota que después del levantamiento del cadáver vino la mujer de la limpieza y lo limpió todo a fondo, incluso la cocina de gas.
– What was her name? - pregunto a Murat.
Él saca una libreta del bolsillo y la hojea.
– Kallopi Adámoglu.
Ahora ya no cabe la menor duda de que la asesina es María Jambu. Kallopi Adámoglu debía de ser de la familia, una de las parientas que se hicieron cargo de ella cuando abandonaron a María, y la puso a trabajar por cuenta ajena. Por eso volvió a la ciudad. Espero que la vieja Adámoglu fuera la única razón de su regreso y no aparezcan otras por el camino.
Aquí no hay nada que ver. Salgo de la cocina y entro en una extraña habitación que tiene dos niveles. En el primer nivel sólo hay un rincón entre dos ventanas; luego subes tres escalones y llegas al segundo nivel, que también tiene dos ventanas. La estancia está vacía, con excepción de un viejo sofá y dos butacas. El sofá está colocado debajo de las ventanas, y las butacas, frente a él, mirándolo.
– ¿Qué tal si hablamos con la vecina? -propongo a Murat-. Tal vez nos cuente algo.
– Ya hablé con ella ayer. -Saca de nuevo la libreta y pasa las hojas-. Nos dijo que Kallopi Adámoglu solía sentarse aquí, junto a la ventana, y charlaban casi cada día. Cuando pasaron varios días sin verla, pensó que podría estar enferma y vino a llamar a la puerta, pero no le abrió. Preguntó a los vecinos y al tendero, pero ellos tampoco la habían visto. Entonces acudió a la policía. Vino una patrulla, abrieron la puerta y encontraron el cadáver.
– ¿Nadie vio a María Jambu entrar o salir de la casa?
Murat vuelve a consultar su libreta mágica.
– La vecina las vio a las dos desde lejos, estaban sentadas junto a la ventana y charlaban. Le llamó la atención, porque Adámoglu nunca recibía visitas. Siempre decía que no le quedaba nadie. La vecina quería preguntarle al respecto, pero ya no la volvió a ver con vida.
– ¿No habló con nadie más en el vecindario?
– Ya preguntamos a los demás vecinos, al tendero, al verdulero y, un poco más allá, al farmacéutico. No había comentado nada a nadie.
– Quizá Kallopi Adámoglu o María Jambu compraron los ingredientes de la empanada de queso en alguna tienda de ultramarinos de la zona.
– El tendero del barrio recuerda que Kallopi Adámoglu compró hojaldre y huevos.
Por lo tanto, María Jambu sólo trajo consigo el pesticida. La empanada la preparó aquí.
Me pregunto si merece la pena perderme la visita guiada del palacio imperial otomano Dolmabahçe para seguir la visita guiada del escenario del crimen. Si tuviera elección, preferiría mil veces el palacio de Dolmabahçe, donde deben de encontrarse ahora Adrianí, la señora Murátoglu y los demás miembros del grupo.
– ¿La vecina es turca? -pregunto a Murat.
– Sí.
– ¿Y los demás? El tendero, el verdulero, el farmacéutico…
– Todos son turcos.
– ¿Hay otros griegos en el barrio?
– Not Greeks, not Yunán - me corrige-. They are not Greeks. You are Greek. They are Rum.
– De acuerdo, rum [10] . ¿Hay otros rum en el barrio?
Me mira extrañado.
– ¿Por qué? ¿Qué importancia tiene?
– Porque es posible que ella le contara a uno de sus compatriotas lo que no quiso contarles a los turcos.
Murat me mira pensativo.
– Tienes razón, no se me había ocurrido -admite, molesto de que lo haya pillado en falta. Se acerca al policía e intercambian algunas palabras-. El único rum es el guarda de la escuela primaria. La escuela cerró hace años, pero queda un viejo portero que cuida de las instalaciones.
– ¿No podríamos hacerle algunas preguntas?
– Vamos, no está lejos. -Se detiene y me mira-. Las preguntas las haré yo -puntualiza-. Y no empecéis a hablar en griego entre vosotros.
– De acuerdo, ya me lo advirtió mi superior y me lo reiteró el tuyo. Los interrogatorios los hacéis vosotros. No hace falta que me lo recuerdes, como un reloj que suena cada media hora.
– Okey, okey, don't be angry - contesta y me da una palmadita en la espalda.
Pero yo ya estoy mosqueado.
– La escuela primaria de los rum está en la avenida principal -explica Murat. Y añade riendo-: Como ves, los rum eran ricos, elegían los mejores colegios, las mejores casas, las mejores residencias de verano.
Puede que tenga razón, pero el barrio es antiguo y lo que antaño era la avenida principal es hoy una calle estrecha donde los coches se atascan y los conductores se insultan y pitan con el mismo odio que en Atenas.
La escuela, un edificio de dos plantas, es de madera, tiene un frontón triangular y tejas, y está pintada de un blanco impecable. La planta superior dispone del inevitable balcón que lucen todos los edificios de madera de la ciudad. Delante de la ventana central ondea la bandera turca. La verja de la entrada está cerrada y reforzada desde dentro con una plancha metálica, para evitar las miradas indiscretas de los transeúntes.
Murat deja atrás la entrada y aparca delante de una tienda de frutos secos. Un poco más allá, delante de otra tienda que vende sábanas y toallas, dos tipos juegan al tavli [11] Lo único agradable en esta calle inhóspita son las dos acacias gigantescas que crecen en el patio de la escuela.
Murat llama al timbre, pero nadie se toma la molestia de abrir. Vuelve a intentarlo, aunque, transcurrido un tiempo razonable de espera, el resultado es el mismo. El agente que nos acompaña se acerca a Murat y le susurra algo al tiempo que señala la esquina de la calle.
– This way - me dice Murat y se adelanta.
Entramos en un callejón estrecho y, a mano derecha, encontramos otra puerta de hierro, también cerrada a cal y canto. En esta ocasión Murat golpea la plancha de hierro con el puño. Le responde el mismo silencio que en la verja principal, pero ahora Murat sigue golpeando. Su insistencia surte efecto, porque en el interior se oye una voz hablando en turco al tiempo que alguien empieza a girar la llave en la cerradura. Por una rendija asoma la cabeza de un hombre septuagenario que nos mira con extrañeza. De la respuesta de Murat a la pregunta que le hace el viejo sólo entiendo la palabra pólice. El resto se me escapa, aunque parece haber sido bastante convincente, porque el viejo se aparta y nos deja pasar.
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