– ¿Qué pueden preparar? -pregunta Guikas con una seguridad forzada-. Sea lo que sea, ¿para qué perder tiempo y esfuerzos reteniendo un barco con trescientos pasajeros a bordo?
Parker se encoge de hombros.
– I wisb I knew! - nos dice a los tres-. ¡Ojalá lo supiera! Sin embargo, no olviden que las organizaciones terroristas son cada vez más autónomas. Por lo tanto no sabemos cuál es el objetivo de cada grupo ni qué pretenden. ¡Tal vez en estos momentos estén eligiendo pasajeros para ejecutarlos!
Tres miradas se posan sobre mí al mismo tiempo. Ya lo he entendido, no me descubren nada nuevo. No transcurre ni un segundo sin que piense exactamente lo mismo. Parker me toma suavemente del brazo.
– I'm sorry, Kostas, pero, tranquilo, si se deciden a matar a rehenes, empezarán por los estadounidenses y los israelíes, no por los griegos. -Su razonamiento, de pura lógica, es el único consuelo que me queda.
– En el barco no hay estadounidenses ni israelíes -aclara Stazakos-. Hay doce alemanes, diez ingleses, seis italianos, tres españoles, siete rusos y cuatro holandeses. Los doscientos cincuenta y ocho pasajeros restantes son griegos.
– Si son palestinos y empiezan a matar, comenzarán por los ingleses, los italianos y los holandeses, que están en su punto de mira -tercia Guikas-. Quizás comiencen a negociar después de las primeras ejecuciones.
– De todos modos, a mí me parece una casualidad que el asalto se haya producido delante del puerto de Suda -manifiesta Stazakos.
– How do you know? -le pregunto en inglés, para captar la atención de Parker.
Stazakos me lanza su consabida mirada arrogante y despectiva.
– ¿Que cómo lo sé? ¿No ves dónde está el barco? -Me señala la pantalla.
– Dado que no tenemos contacto con el barco, ignoramos cuándo se produjo el ataque -comento yo-. Lo más probable es que se produjese entre las dos y las tres de la madrugada, cuando la mayoría de pasajeros dormía, para evitar que se produjesen alborotos o encontrasen resistencia. Después obligaron al capitán a llevar el barco hasta la bocana del puerto.
– Good thinking, Kostas - dice Parker, satisfecho-. Bien pensado, pero aún cabe otra posibilidad. -Hace una pausa y nos mira uno por uno-: El Achille Lauro, ¿os dice algo este nombre?
– ¡Claro que sí! Fue lo primero que pensamos, que el ataque era calcado al del Achille Lauro - responde Guikas.
– ¿Podemos descartar que sean palestinos?
Los tres lo miramos, pero ninguno se atreve a ser el primero en contestar. Al menos, hablo por Guikas y por mí: conocemos bien a Parker y sabemos que está en condiciones de argumentar las teorías más inverosímiles.
Me acuerdo de las palabras del portavoz del Gobierno y se las repito, más que nada para provocarlo.
– Hace décadas que los palestinos no se dedican a la piratería.
– That's right, pero no olviden que la situación en Palestina está cambiando. Sharon está vaciando Gaza de colonos judíos y Abbás quiere negociar con el Gobierno israelí. Eso no le conviene ni a Hamás ni a las brigadas de Alaksa. Podrían volver al modelo Achille Lauro para llevar a cabo un ataque terrorista de envergadura y abortar el acercamiento entre israelíes y palestinos.
Ninguno de nosotros tiene nada que objetar. Como decía, está preparado para dar verosimilitud a cualquier teoría.
– Que empiecen a matar es la hipótesis más probable -concluye Parker. Después se dirige a mí-: Es como una operación quirúrgica. Las primeras cuarenta y ocho horas son las más críticas. Después ya podemos saber si el paciente sobrevivirá. Si durante las primeras cuarenta y ocho horas no ejecutan a nadie, sabremos que su objetivo no es matar, sino chantajearnos para conseguir algo a cambio.
Hasta ahí lo entiendo. El problema es que no puedo visitar a la paciente para darle ánimos.
El coche patrulla que me trae de Suda me deja delante de la plaza. El conductor quería acercarme hasta el hotel Samariá, pero he preferido andar un trecho para tratar de olvidar el dilema que me ha tenido preocupado durante todo el trayecto desde la base naval: ¿qué haré si mañana me convocan al instituto forense para identificar a Katerina? ¿Me comportaré como el poli que se queda de pie, serio e impasible delante del cadáver de su hija y que espera leer al día siguiente en los periódicos la noticia: «Tragedia de un policía. Identifica a su hija asesinada por los terroristas»? ¿O seré el padre desesperado que se abalanza sobre el cadáver y se golpea el pecho, aunque al día siguiente se convierta en el espectáculo de todas las cadenas? Hasta ahora he conseguido separar al poli del padre. En el trabajo me comporto de una manera, en casa de otra. Los compañeros me conocen como poli y no saben cómo soy con mi hija. Y Katerina me conoce como padre, pero desconoce cómo me comporto en el trabajo. Mi dilema es: ¿cómo debo mostrarme delante de Guikas, de Stazakos, de Parker, de los forenses y de todos los demás? ¿Como el hombre o como el poli? Aquello que toda la vida me han escupido a la cara los izquierdistas y los estudiantes, que una cosa son los polis y otra las personas, tiene su parte de verdad. El uniforme, el rango, la pistola (aunque hace años que ni la toco) te imponen una conducta. Y en esa conducta no hay lugar para las manifestaciones públicas de dolor. Sin embargo, a mí, que no me cuento entre los peces gordos ni entre los que han medrado en el Cuerpo, como Stazakos, todos ellos me importan un rábano. Me abalanzaré sobre el cuerpo de mi hija y me mesaré los cabellos delante de todos los medios de comunicación, aunque luego no me atreva a mirar a los ojos ni siquiera a mis ayudantes.
A dos pasos del hotel, oigo gritos y carreras por todos lados, como cuando se declara un incendio. Corren, cruzan con el semáforo en rojo, y se pegan a los escaparates donde hay televisores.
– ¿Qué sucede? -pregunto a un transeúnte.
– ¡Los terroristas han emitido un comunicado!
De un salto me planto en el hotel. Todo el mundo, incluidas las recepcionistas, se encuentra en el salón, donde reina el alboroto. Busco a Adrianí con la mirada y la veo sentada en el suelo, a poca distancia de la tele. Me acurruco al lado de la puerta, el único lugar desde el que puedo ver el aparato.
– ¿Cuándo se ha producido el contacto, Andreas? -pregunta el presentador al reportero, que ocupa toda la pantalla.
– Exactamente a las ocho y veintidós minutos. En rigor, no ha habido contacto directo con los terroristas, sino con el capitán de El Greco, que ha pedido comunicarse con las autoridades portuarias.
– A continuación, señores telespectadores, oiremos la conversación mantenida entre el capitán y la autoridad portuaria, tal y como nos la ha facilitado la policía hace escasos minutos.
Primero se oye la señal de comunicación y después empieza el diálogo, transcrito simultáneamente en la parte inferior de la pantalla.
– Aquí el capitán de El Greco. Aquí el capitán de El Greco.
– Le oímos perfectamente, capitán.
– Tenemos enfermos a bordo y necesitamos medicamentos.
– ¿Qué clase de medicamentos?
– Necesitamos Adalat, Frumil, Norvasc de cinco y de diez, Pensordil de cinco para los hipertensos y los enfermos del corazón. Necesitamos insulina para los diabéticos. Y también leche y alimentos infantiles.
Aplaudo a Panusos mentalmente; los terroristas no han liberado mujeres, niños ni enfermos, como sugería el comunicado, pero al menos han pedido medicinas y alimentos infantiles.
– ¿Necesitan un médico, capitán? ¿Podemos enviarle uno?
– oigo la voz serena, casi tranquilizadora, de Panusos, que no deja entrever ni un ápice de angustia.
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