– En este momento el barco ha dejado atrás Paleosuda y se encuentra en alta mar, a la altura del aeropuerto -informa uno de los pilotos-. Pero no gira hacia el mar de Creta; tampoco sigue la ruta de los transbordadores que van al Pireo. Va bordeando la costa, prácticamente a la misma distancia de un guardacostas.
– Panusos, ¿me oyes? -Es la voz de Stazakos.
– Le oigo, comandante.
– ¿Podrías ponerte en contacto con ellos?
– Negativo. El equipo de radio del barco está desconectado.
– Vuelve a intentarlo.
– Lo intento sin cesar, señor. -Como si quisiese demostrar que es cierto, Panusos interpela a los del barco-: ¡La autoridad portuaria a El Greco! - Lo repite dos o tres veces, pero no recibe respuesta.
Sobreviene un silencio. Nadie habla. Todos se han quedado sin teorías y propuestas. Parker, a mi lado, se pone a hablar solo: «Todo esto es muy extraño, no tiene sentido. This is very curious. It doesn't make sense». Los demás mantienen la mirada fija en el barco, que sigue navegando en la oscuridad; sin embargo, ya no es una oscuridad completa: no está en alta mar, y a su izquierda se intuyen las siluetas de la costa.
– O hay mala mar o navegan de costado -se oye la voz de un piloto desde el helicóptero.
– ¿A qué te refieres? ¡Sé más claro! -apremia Panusos por la otra línea.
– Helicóptero número uno, responda -se oye la voz de Stazakos.
– Hemos sobrepasado el monasterio de Guvernetos, en dirección a Spileos Kazolikós.
– No creo que lleven a los rehenes al muelle antiguo a tomar un café -comenta alguien con ironía, pero lo ataja la severa voz del ministro:
– No es momento para bromas.
– Tal vez están buscando una bahía solitaria donde echar el ancla y donde no podamos acercarnos con facilidad -añade Stazakos.
– ¿Para qué van a buscar una bahía? ¿Para desembarcar a escondidas? -salto yo, pero al instante me arrepiento, no es el momento de manifestar mis diferencias con Stazakos. Guikas lleva razón.
El ministro se vuelve abruptamente y me fulmina con la mirada.
– ¿Quién es este hombre? -le pregunta a Guikas.
– El comisario Jaritos, de homicidios.
La expresión del ministro cambia y me repasa de arriba abajo con la mirada. Después se limita a añadir un «Ah, bien», sin más comentarios.
– Kostas is right - arguye Parker-, esta gente no está jugando al escondite ni al gato y al ratón. Quieren que nos sintamos impotentes y que perdamos los nervios.
Nadie le contradice, ni siquiera el ministro. Nada de bromas delante del gran jefe, me digo a mí mismo. De repente se oye jaleo en el pasillo, fuera de la sala. Ruido de carreras en una misma dirección.
– ¿Qué ocurre ahí fuera? ¡No quiero más sorpresas! -grita el ministro, como si pretendiese prohibirlas.
Voy hacia la puerta y la entreabro. Veo que los periodistas salen de la sala de prensa y corren hacia la salida.
– Los periodistas se van -comunico a todos y a nadie en particular.
– Suda carece de interés para ellos -comenta Guikas.
– Helicóptero dos a base -se oye en ese instante por una de las líneas abiertas-. Señor, en este momento El Greco entra en el golfo de Janiá.
– ¿Y hacia dónde va? ¿Hacia Kúgapi o al puerto veneciano?
– Sigue recto, como si se dirigiese a Kolibari.
Guikas levanta los brazos, desconcertado.
– ¡No entiendo nada! -exclama desesperado.
Parker, que hasta ese momento había estado de pie, siguiendo las evoluciones del barco en la pantalla, se aleja de mi lado y se dirige a un mapa grande de Creta, extendido sobre la mesa. Toma una regla y empieza a hacer mediciones en busca de algo. Por un instante nuestras miradas se apartan del barco y se vuelven hacia él, sin entender. ¿Qué busca exactamente? La regla se detiene en un punto y Parker pregunta:
– What are these?
– Son las islas Zodorú -le contesta uno de los operadores-. Oficialmente se llaman de San Teodoro, pero la gente de Janiá las llama Zodorú.
– Van hacia allí -dice Parker-. Se hallan frente a Janiá, pero a una distancia de seguridad. Se situarán cerca de la ciudad, pero lejos de la base de Suda, para no correr el riesgo de que les asaltemos por sorpresa.
Al cabo de hora y media tenemos que darle la razón: El Greco fondea delante de las oscuras bahías de las islas Zodorú.
Se llama Igor Chaliapin y habla griego a su manera, con un acusado acento ruso. Dice que lo aprendió cuando era agregado en la Embajada de la antigua Unión Soviética, durante la época de la Perestroika, lo cual significa que era agente del KGB. Ahora no esconde su rango: director del CBRF, el Consejo de Seguridad de la Federación Rusa.
Nos lo han enviado esta mañana desde el Ministerio del Interior por orden del primer ministro. A nuestro ministro le ha amargado el día que su colega ruso pise su territorio, pero era una «orden del primer ministro» y se lo ha tenido que tragar, igual que de niños nos hacían tragar aceite de ricino.
Estamos reunidos en la sala de deliberaciones todos los miembros del team greco-americano, tal como nos llamaban durante las Olimpiadas, excepto el ministro. Ha aceptado la presencia de Chaliapin por «orden del primer ministro», evidentemente, pero después de estrecharle la mano nos lo ha enviado aquí y no ha vuelto a ocuparse de él.
Igor Chaliapin nos echa una ojeada a todos y arranca a hablar en inglés. Al contrario que el griego, su inglés es impecable. Es lógico: ni Grecia ni la lengua griega son tan importantes como para que la enseñen en el KGB.
– ¿Podrían proporcionarme información de primera mano, señores? Todo lo que sé es por las noticias.
Stazakos asume el encargo y en diez minutos ha terminado. Chaliapin le escucha con una de esas sonrisas que preceden a una explosión.
– Así pues, resumiendo -dice cuando Stazakos acaba-, los terroristas podrían pertenecer a una rama de Al Qaeda, pero el modelo, el modus operandi - pronuncia con énfasis la expresión latina-, no concuerda. No nos engañemos: sabiendo como sabemos que los islamistas utilizan la táctica de dar el golpe y huir, hace mucho que habrían volado el barco y se habrían descubierto.
– A no ser que su primer objetivo sea ponernos nerviosos con sus exigencias y, cuando obtengan lo que quieren, hacer saltar El Greco por los aires -apunta Guikas.
– Sí, pero se arriesgan a que descubramos su juego y que nos atrevamos a llevar a cabo una operación de rescate, siguiendo la sencilla lógica del «de perdidos al río».
– ¿Y si han llenado el barco de explosivos? -observa Stazakos.
– Es una posibilidad, pero dejémosla para más adelante -responde Chaliapin con una sonrisa malévola.
Me entran ganas de levantarme e irme, pero me quedo, tal vez debido a ese instinto masoquista de la persona angustiada que no quiere oír buenas noticias, sino saber cuándo tocará fondo.
– Supongamos por un momento que sean palestinos -continúa Chaliapin-. ¿Os parece, con toda franqueza, que repetirían un secuestro como el del Achille Lauro? Las cosas han cambiado mucho desde 1985.
– We spoke to Mosad - interviene Parker-. El Mosad no lo descarta, pero sólo sobre el papel. Por otro lado, considera que en estos momentos los palestinos no tienen ni hombres en el extranjero, ni dinero, ni infraestructura para operaciones de esta envergadura.
Chaliapin está de acuerdo. Se apoya en el respaldo de la silla, se agarra a la mesa con ambas manos, y nos mira con el aire de quien va a hacer una declaración muy seria.
– Señores, ¿han barajado la posibilidad de que se trate de terroristas chechenos?
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