Juan Millas - Dos Mujeres En Praga

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Esta obra obtuvo por unanimidad el Premio Primavera 2002, convocado por Espasa Calpe y Ámbito Cultural, y concedido por el siguiente Jurado: Ana María Matute, Ángel Basanta, Antonio Soler, Ramón Pernas v Rafael González Cortés.
Luz Acaso es una solitaria y misteriosa mujer de mediana edad que decide acudir a un taller literario para que un profesional escriba la historia de su vida. Una novela de intriga apasionada que nos invita a contener la respiración y a vislumbrar los territorios ocultos, y casi siempre negados de la existencia.
Lo mejor del libro es la habilidad retorica de Millas para justificar la equidistancia entre ficcion y realidad, las coincidencias inverosimiles, los solapamientos de los personajes […] Hay una constante duda en los personajes que es la metafora de una duda mas profunda: que punto de ficcion tiene lo real. La duda se resuelve con la novela misma: todo es, en definitiva, literatura.
Joaquin Fortanet, `Lateral`. Mayo 2002.

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Entretanto, sucedió algo con tus cenizas verdaderas. Cuando te incineramos, como sabes, no estaba permitido que los deudos se llevaran las cenizas a casa, por lo que tampoco fue posible cumplir tu deseo de arrojarlas al mar, de modo que adquirí en el cementerio un columbario donde desde entonces reposaba la urna con tus restos. Pues bien, durante estos días incineraron a un escritor, a cuya ceremonia tuve que acudir por compromiso, observando con sorpresa que tras la cremación los hijos recibieron una vasija con las cenizas. Al llegar a casa telefoneé al cementerio y me dijeron que, en efecto, la legislación había cambiado y que desde hacía algún tiempo los familiares de la persona fallecida podían disponer de los restos de la combustión, si ése era su deseo. Expliqué mi caso, para ver si era posible recuperar tus cenizas, y me dijeron que sí, pero había que pasar por una serie de penalidades burocráticas que me desanimaron. Colgué el teléfono sin tomar nota siquiera de las diligencias, pues al no estar dotado para los trámites me espantó la idea de rellenar instancias o recorrer ventanillas.

Pero ahora, cada vez que me sentaba a la mesa para fingir que escribía, el cuerpo del delito, escondido bajo llave en el cajón, me hacía recordar tus cenizas, guardadas en aquel frío columbario del cementerio, y la culpa se multiplicaba por dos. En apariencia eran culpas distintas, una de orden moral y otra económico, pero lograban trenzarse entre sí de tal manera que acabé por no distinguir dónde comenzaba la una y acababa la otra. El editor continuaba sin llamar, aunque su silencio tampoco era nada tranquilizador. Hay gente que sabe utilizar el silencio como una amenaza. De todos modos, siempre empezaba a leer el periódico por las páginas de cultura con la esperanza de ver anunciada la aparición del libro de Cartas a la madre, pues ello significaría que había renunciado a la mía (y quizá a recuperar el anticipo).

Una mañana, harto de consumirme frente a la cuartilla, cuyos bordes, de forma inconsciente, había ido coloreando de negro con el bolígrafo hasta dejarla convertida en una especie de esquela, salí a la calle, tomé un taxi y me dirigí al cementerio. Era un día muy frío, de enero, pero muy soleado también. En las esquinas se observaban restos de la helada nocturna y la hierba de los parques permanecía cubierta por una delgada mortaja de hielo que empezaba a derretirse cuando entré en las instalaciones del camposanto. Fui directamente a la zona del horno crematorio, donde en esos momentos se llevaba a cabo una incineración en un ambiente de enorme «friolencia», si pudiera decirse de este modo, que supongo que no, y desde allí me dirigí al edificio de los columbarios.

Se trataba de una especie de nave, o de nevera industrial, pues una vez dentro la temperatura bajaba tantos grados que el frío te envolvía de inmediato como una llama inversa. Los columbarios estaban dispuestos a lo largo de las altas paredes de tal modo que el recinto evocaba un almacén. Por un momento imaginé que en el interior de cada nicho hubiera un par de zapatos en vez de un conjunto de cenizas. Zapatos de hombre, de mujer, de tacón alto, de invierno, de verano, quizá alguna bota también, alguna zapatilla… Había visitado unos meses antes una fábrica de calzado, para documentarme sobre un trabajo en curso, y encontré ciertas semejanzas entre aquel lugar y éste.

Me costó un poco dar con tu nicho, madre, pues no había vuelto desde la incineración, hacía ya cinco o seis años, quizá siete. Ni siquiera había comprobado que hubieran puesto la pequeña lápida que encargué a un marmolista de la zona. Pero allí estaba, con tu nombre y las dos fechas que marcaban los dos extremos de tu vida. No había nadie en el interior de la nave. Sólo yo, abrasándome en medio de aquel frío. Me subí las solapas de la chaqueta, pues no tengo abrigo, nunca lo tuve, madre, pese a la importancia social que tú le dabas a esa prenda, y entonces me sentí un poco desamparado, un poco huérfano, por lo que expulsé tres o cuatro lágrimas que bajaron heladas hasta la barbilla, desde donde se precipitaron al vacío.

Pese a todo, no había perdido por completo la capacidad para establecer conjeturas y entonces me di cuenta de que bastaría con dar un golpe a la lápida para romperla y recuperar tus cenizas sin necesidad de llevar a cabo ningún trámite burocrático. No había piedras alrededor, pero encontré una paleta de albañil cuyo mango, que tenía un núcleo de hierro, me pareció que bastaría. Di un golpe excesivamente tímido, otro un poco más resuelto, pero también insuficiente, y al tercero, al fin, se quebró la losa, que era delgada y fría como la capa de hielo sobre un estanque. Arranqué con las manos los restos, que cayeron al suelo con un estrépito excesivo, o eso me pareció, y tropecé con el tabique de rasilla que el día de la incineración, ahora lo recordaba, había colocado un obrero para proteger la urna. No fue difícil echarlo abajo, pero me dañé con la precipitación un dedo, el más pequeño de la mano derecha, en el que me ha quedado un dolor recurrente, un estribillo, de este modo lo llamo, pues vuelve con la misma periodicidad que un ritornelo en un poema. Y así como de algunas canciones decimos a veces que sólo nos sabemos su estribillo, yo podría decir que de mi mano derecha sólo me sé ese dolor rutinario que se repite desde entonces entre estrofa y estrofa de la vida.

Una vez echado abajo el ladrillo, y con la urna al alcance de la mano, tuve un instante de terror al considerar que aquello que estaba llevando a cabo era un delito, aunque las cenizas fueran de mi madre, o quizá por eso. Estaba

violando una tumba, en fin, estaba profanando un espacio que se considera sagrado. En poco tiempo me había convertido en un traficante de dinero negro y en un profanador de tumbas. Y todo ello de manera gratuita, como hacemos la mayoría de las cosas. Fue el propio miedo el que me ayudó a tomar la urna helada, por cierto, y salir con ella de la instalación. En la zona del horno crematorio, a pocos metros de donde me encontraba yo, había un pequeño grupo de personas con las solapas de los abrigos subidas. En lugar de llevarse el cigarrillo a los labios, fumaban inclinando la cabeza, en una especie de encogimiento dirigido a protegerse del frío, o del dolor. Vi a mi derecha un pequeño arbusto cuyas hojas estaban bordeadas por una cinta de escarcha que evocaba el azúcar sobre las frutas confitadas. Lamenté de nuevo la falta de abrigo, pues una prenda de esa naturaleza me habría ayudado a ocultar la urna. Finalmente, con la resolución que da el miedo, atravesé toda la instalación y salí a la calle, una especie de carretera más bien, sin llamar la atención de nadie. Tuve que caminar bastante para llegar a una zona donde hubiera taxis y entre tanto iba cambiando la urna de brazo, pues su frío traspasaba el tejido de la chaqueta y de la camisa abrasándome la piel como una plancha de hierro al

rojo vivo.

– Vengo de recoger las cenizas de mi madre -le dije al taxista con cierto dramatismo, pues necesitaba dar algún desahogo a mi desamparo.

– ¿Le importa que encienda un cigarrillo? -preguntó él, como si la mención a las cenizas le hubieran abierto las ganas de fumar.

Me ofreció uno y lo tomé, pese a que llevaba cinco o seis años sin fumar, casi los mismos que tú llevabas muerta. Por la radio del taxi estaban dando una receta de cocina y comprobé con desesperación que los jugos gástricos se ponían en danza. No sabía si tenía más hambre que tristeza, del mismo modo que unos minutos antes había sido incapaz de decidir si el miedo era mayor que el frío. Algunas veces las sensaciones morales anulaban las físicas, pero otras veces eran las físicas las vencedoras de esa rara batalla entre el cuerpo y el espíritu. El cigarrillo me mareaba un poco, pero me quitaba el hambre, y en general fue mayor el consuelo que el malestar que me proporcionó.

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