Al día siguiente, a media mañana, me llamaron del cementerio por teléfono. Un funcionario contrito me informó de que habían violado el columbario de mi madre, del que habían desaparecido sus cenizas. Mi primer impulso fue decir que no se preocuparan, que después de todo unas cenizas no iban a ningún sitio, pero temí que eso dirigiera las sospechas hacia mí, de modo que cuando me invitaron a poner una denuncia que completara la del propio cementerio no encontré motivos para negarme.
Esa misma tarde, pese a mi odio a los trámites, tuve que acudir a la comisaría correspondiente, cercana al cementerio, para rellenar los papeles. No sé si tenía cara de sospechoso,
o de escritor, o de puta, el caso es que el policía que me atendió no dejaba de lanzarme miradas intimidatorias que hicieron en mi ánimo su efecto. Además, llevaba en el bolsillo de la chaqueta un puñado de cenizas que había recogido de la urna antes de salir de casa, pues pensaba ver luego a Marisol, así como un puñado de dinero negro. Si me registran, pensé, estoy perdido. Al final, y como el policía comenzara a hacerme preguntas que consideré impertinentes, saqué fuerzas de flaqueza y le dije con cierta arrogancia que yo era la víctima, no el delincuente.
El policía hizo un gesto de desprecio y dio por terminada la declaración ordenándome (ordenándome, ésa es la palabra) firmar en varios sitios. Salí humillado de la comisaría, pero con alivio también, pues durante la comparecencia introduje varias veces, sin darme cuenta, la mano en el bolsillo de la chaqueta y la saqué con las cenizas adheridas a los dedos. Creo que dejé un rastro tuyo, madre, por media ciudad, un reguero de pólvora si se tiene en cuenta la calidad de mi miedo, por lo que decidí darle a la puta más dinero, y también más cenizas, para acabar cuanto antes con aquello.
En unos días más, tus cenizas habían desaparecido por el sumidero del lavabo de Marisol y el dinero negro por su escote. Quedaron restos, porque un asesino como Dios manda siempre deja algún indicio de su crimen, en el bolsillo de mi chaqueta y en mi escritorio, donde todavía permanece el sobre, o sudario, que contuvo el dinero negro que recibí a cambio de escribir esta carta. Pero ya nunca me pongo esa chaqueta, madre. Cuando abro el armario y la veo colgada de la percha con la expresión de derrota dibujada en todo su ser, me parece la chaqueta de un viudo, la chaqueta de cuando yo era viudo de ti, en lugar de tu huérfano.
También me he deshabituado de Marisol, aunque todavía no he logrado abandonar el tabaco, cuyo sabor me recuerda el de su pezón. Pero lo más importante es que escribo, he
vuelto a escribir a un ritmo de dos cigarrillos por folio aproximadamente. No está mal. Descansa en paz y dame un respiro. Tu hijo que te quiere, Alvaro.
P. D: Mi editor ha rechazado esta carta, madre. Dice que no la ve apropiada para el libro de Cartas a la madre que tiene en preparación y que seguramente es un libro de buenos sentimientos. Renuncia, como es lógico, al anticipo que me entregó, pues ahora es él el que ha fallado, y me pide que trabaje duro en la novela, para incluirla entre las novedades de la primavera. Es como si alguien me hubiera devuelto tus cenizas. De hecho, creo que voy a quemar esta carta para guardar sus restos en la urna donde antes estuvieron las tuyas. Polvo eres, tú también, cuerpo de la escritura, y en polvo te convertirás.
cabé de leer la carta sin aliento y respondí al
correo electrónico de Alvaro con otro muy
breve: «Querido Alvaro: me alegro de que te encuentres bien. He hecho algunas averiguaciones y creo que estoy a punto de dar con la ex monja. Tu carta a la madre me ha parecido conmovedora, pero algo siniestra: no es raro que el editor te la haya rechazado: los editores son seres humanos. Veré qué se puede hacer para que la publiquen en el periódico. Un abrazo».
Leí la carta un par de veces más, asombrado por la mezcla que había en ella entre realidad y ficción. Comprendí que toda escritura es una mezcla diabólica de las dos cosas, con independencia de la etiqueta que figure en el encabezamiento. La materia de mis reportajes era tan ficticia como la de la carta a la madre de Alvaro, o la de la carta a la madre era tan real como la de mis reportajes. Se podía decir de las dos formas porque todo era mentira y verdad al mismo tiempo. Todo es mentira y verdad de forma simultánea, Dios mío. ¿Por qué, pues, ese empeño en escribir una novela habiendo publicado ya tantas mentiras en mis reportajes? Por lo demás, me impresionaron aquellas cantidades de rencor en un chico joven al que las cosas, por otra parte, no le habían ido tan mal, y me pareció que el simple hecho de enviarme la carta significaba que me hacía responsable de su malestar. Era como decirme, así lo sentí al menos, que yo tenía la obligación de restituirle algo de aquello que le debía el mundo.
Durante dos días estuve telefoneando al móvil de Fina, pero siempre estaba desconectado. Dejé varios mensajes a los que no recibí respuesta. Finalmente, me presenté en la casa de Praga después de comer y me abrió la puerta María José.
– Luz está enferma -dijo.
Atravesé el corto pasillo disimulando mi desagrado por el mal olor, llegué al salón y desde él al dormitorio. María José retiró la estufa de ruedas, que estaba atravesada en la puerta, para que pudiera entrar, pero permanecí en el umbral por miedo, como si Luz Acaso pudiera contagiarme algo. Su cara asomaba entre las sábanas con el gesto de interrogación que le era característico, pero su expresión ya sólo preguntaba si se iba a morir. Me miró, ladeó el rostro, y se durmió durante unos segundos. Iba y venía del sueño a la vigilia como si se columpiara entre los dos estados. Sobre la mesilla de noche había frascos y un vaso de agua. La persiana estaba bajada, pese a que la luz, afuera, comenzaba a declinar.
– ¿Qué tiene? -pregunté.
– Neumonía.
– ¿La ha visto el médico?
– Sí, estamos esperando a que venga la ambulancia para llevarla al hospital.
La neumonía había matado en los últimos años a algunas personas de mi entorno que previamente contrajeron el sida. Pensé entonces que ésa era la verdadera enfermedad de Luz Acaso, y que si María José, pese a su locuacidad, no me lo había dicho era por su raro concepto de la discreción. Quizá sólo era cautelosa respecto a lo real. Por otra parte, las prostitutas eran objetivamente un grupo de riesgo frente al sida, lo que dejaba en el aire, de nuevo, una interrogación.
– Es mejor -dije- que saques la estufa. Quema mucho oxígeno y enrarece el aire.
María José tiró de ella y la llevó al lugar que ocupaba habitualmente en el salón, donde nos sentamos a la espera de que apareciera la ambulancia. Luz, en una de las oscilaciones que hacía entre la vigilia y el sueño, se había quedado en el lado del sueño, así que hablábamos en voz baja, como cuando duerme un niño más que como cuando duerme un enfermo.
– Quítate el parche -le pedí, pues me parecía que había un exceso de oscuridad en el ambiente.
– No -dijo ella-, quiero presenciarlo todo con el lado izquierdo.
– Qué absurdo -dije.
– ¿Te parece absurdo?
– No sé. Ahora sí.
– ¿Entonces tampoco crees que se puede escribir un libro zurdo?
– No sé qué rayos es un libro zurdo.
– ¿Crees que eres un buen reportero?
– No soy malo.
– No eres malo porque escribes cosas previsibles. Ves la realidad con el lado derecho y la ordenas con ese lado también. Le das a los lectores lo que esperan recibir y te pagan por ello. Está bien, no engañas a nadie y cobras la tarifa adecuada al producto que vendes. Pero imagínate que todo lo que has escrito con el lado derecho lo hubieras escrito con el lado izquierdo. Intenta ver lo que está pasando aquí mismo, ahora, con ese lado. No compadezcas a Luz, como te han enseñado a compadecer a los enfermos. En lugar de eso, solidarízate con ella desde el lado que menos conoces de ti. Sé zurdo durante un rato y verás cómo todo se ilumina.
Читать дальше