John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Sheriton se volvió de nuevo hacia Ned, pero siguió sin levantar la voz.

– Ned, ¿tienes idea de lo que sucederá en Washington y Langley si fracaso ahora? ¿Puedes imaginar las carcajadas de hiena que resonarán a través del Atlántico procedentes de Defensa, el Pentágono y los neandertales? ¿Puedes barruntar qué opinión se formarían del material de «Pájaro Azul»? -señaló sin aparente rencor a Johnny, que permanecía con expresión estólida, mirando sucesivamente a cada uno de ellos-. ¿Imaginas el informe de este sujeto? ¿De este Judas? Estábamos esparciendo un poco de moderación por la ciudad, ¿recuerdas? Y ahora me dices que tengo que arrojar a «Pájaro Azul» a los chacales.

– Estoy diciendo que no se le dé la lista de compra.

Sheriton se inclinó hacia él ladeando la cabeza como si estuviese un poco sordo.

– ¿A Barley? ¿O a «Pájaro Azul»?

– A ninguno de los dos. Final.

Sheriton acabó enfadándose realmente. Había estado preparándose para este momento, y ahora había llegado. Se situó delante de Ned, a menos de medio metro de él, y cuando levantó las manos en ademán de reproche, levantó también la mitad de su esponjoso jersey, lo que le hizo parecer un gigantesco murciélago enfurecido.

– ¡De acuerdo entonces! Ésta es nuestra situación de caso peor. Preparada al estilo Ned. ¿De acuerdo? Le enseñamos a «Pájaro Azul» la lista de compra, y él resulta ser agente de ellos, no nuestro. ¿He considerado esa posibilidad? Día y noche, apenas si he considerado otra cosa, Ned. Si «Pájaro Azul» es de ellos y no nuestro, si Barley lo es, si la chica lo es, si todos o alguno de los participantes no es estrictamente trigo limpio, la lista de compra brillará como una luz resplandeciente por el orificio anal de los Estados Unidos de América -empezó a pasear de un lado a otro-. Mostrará a los soviéticos lo que su propio hombre ha revelado. Así que sabrán qué es lo que sabemos. Esto ya es malo. Pero además mostrará a los soviéticos que, no sabemos y cómo no lo sabemos. Malo también, pero aún falta lo peor. Inteligentemente analizada, la lista de compra puede ponerles de manifiesto los fallos de nuestra maquinaria de recogida de información y, si son más inteligentes aún, los de nuestro grotesco, ridículo, incompetente y cómicamente abarrotado arsenal. ¿Por qué? Porque, al final, nos concentramos en lo que nos asusta, que es lo que nosotros no podemos hacer y ellos sí. Ése es el lado desfavorable. He mirado el saldo bancario, Ned. Conozco los riesgos. Sé lo que podemos ganar con «Pájaro Azul» y lo que nos va a costar si metemos la pata. El perder me desilusiona. Lo he visto otras veces, y no me impresiona. Si estamos equivocados, todo se va al diablo. Lo sabíamos allá, en la isla aquella, y lo sabemos ahora un poco mejor porque ha llegado el momento de utilizar munición viva. Pero no es éste el momento de empezar a mirar por encima de nuestros hombros a menos que tengamos una razón poderosísima.

Volvió a acercarse a Ned.

– ¡«Pájaro Azul» es sincero, Ned! ¿Recuerdas? Son tus palabras. ¡Te las agradecí y sigo agradeciéndotelas! «Pájaro Azul» está diciendo la pura verdad, tal como él la conoce. Ya mis miopes jefes va a haber que metérsela por el culo aunque revienten. ¿Me oyes, Ned? ¿O ya te he hecho dormir?

Pero Ned no cedió a la negra ira de Sheriton.

– No se la des, Russell. Le hemos perdido. Si le das algo, dale humo.

– ¿Humo? ¿Jugársela a Barley, quieres decir? ¿Admitir que «Pájaro Azul» es falso? ¿Bromeas? ¡Dame pruebas, Ned! ¡No me des presentimientos! ¡Dame una jodida prueba! ¡Todo el mundo en Washington que no tiene pelos entre los dedos de los pies me dice que «Pájaro Azul», es la Sagrada Biblia, el Talmud y el Corán! ¡Y ahora me dices que le dé humo! ¡Tú nos metiste en esto, Ned! ¡No trates de escabullirte a las primeras de cambio!

Ned reflexionó sobre esto unos momentos, y Clive reflexionó sobre Ned. Finalmente, Ned se encogió de hombros como diciendo quizá que daba la mismo. Luego, volvió a su mesa, donde se sentó, solo, pareciendo leer papeles, y recuerdo que yo me pregunté de pronto si también él tendría una Hannah, si la teníamos todos, alguna vida secreta que le mantenía sujeto a la rueda.

Quizás era cierto que VAAP no tenía habitaciones pequeñas, o quizás Alik Zapadny, después de sus años en la cárcel, sentía una comprensible aversión hacia ellas.

En cualquier caso, la habitación que había elegido para su entrevista le pareció a Barley lo bastante grande como para organizar allí un baile de regimiento, y lo único pequeño que había en ella era el propio Zapadny, que se agazapaba al extremo de una larga mesa como un ratón en una balsa, mirando con penetrantes ojos a su visitante mientras avanzaba hacia él caminando sobre el suelo de parqué, con los largos brazos oscilando a los costados, los codos ligeramente levantados y una expresión en el rostro que ni Zapadny ni quizá nadie le había visto jamás: no de excusa, vaga ni deliberadamente necia, sino de una firmeza de intención casi amenazadora.

Zapadny había dispuesto delante de sí varios papeles, y un montón de libros junto a los papeles, y una jarra de agua y dos vasos. Y era evidente que deseaba dar a Barley la impresión de haber sido sorprendido en medio de sus ocupaciones, en lugar de enfrentársele a sangre fría, sin el apoyo o la protección de sus innumerables ayudantes.

– Barley, mi querido amigo, es muy amable por su parte venir a despedirse; seguramente estará tan ocupado como yo en este momento -empezó, hablando demasiado de prisa-. Yo diría que si nuestra industria editorial continúa expandiéndose así vamos a tener que emplear a cien personas más y solicitar que se nos concedan oficinas más amplias, aunque esto es sólo mi opinión personal y no oficial. -Revolvió nerviosamente sus papeles y echó hacia atrás una silla en lo que imaginaba ser un gesto de cortesía europea de viejo estilo. Pero, como de costumbre, Barley prefirió quedarse de pie-. Bueno, no puedo ofrecerle una copa en el lugar de trabajo, pero siéntese y cambiaremos impresiones durante un rato… -levantando las cejas y mirando al reloj-, Dios mío, deberíamos disponer de un mes, no de cinco días solamente. ¿Cómo va el Ferrocarril Transiberiano? Quiero decir que no veo dificultades básicas ahí, siempre que se respete nuestra propia posición y todas las partes contratantes observen las reglas de juego limpio. ¿Se muestran demasiado codiciosos los finlandeses? ¿Quizás es el señor Henziger quien se muestra codicioso? Ciertamente, es un tipo duro de pelar, diría yo.

Su mirada volvió a cruzarse con la de Barley, y su desasosiego aumentó. De pie ante él, Barley no tenía el aspecto de un hombre que quisiera hablar del Ferrocarril Transiberiano.

– La verdad es que me resulta un poco extraño que usted insistiera tan dogmáticamente en hablar completamente a solas conmigo -continuó Zapadny, no sin desesperación-. Después de todo, esto es de la plena competencia de la señora Korneyeva. Ella y su personal son directamente responsables del fotógrafo y de todos los detalles de tipo práctico.

Pero Barley también tenía preparado un discurso, aunque no resultó en absoluto afectado por el nerviosismo de Zapadny.

– Alik -dijo, rehusando sentarse-. ¿Funciona ese teléfono?

– Claro.

– Necesito traicionar a mi país y tengo prisa. Y me gustaría que me pusieses en contacto con las autoridades adecuadas, porque hay ciertas cosas que deben quedar concretadas de antemano. Así que no me vengas con que no sabes con quién hablar, hazlo simplemente, o perderás muchos puntos con los cerdos que piensan que te dominan.

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