John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Era media tarde, pero un crepúsculo invernal se había instalado ya sobre Londres y el pequeño despacho de Ned en la Casa Rusia estaba sumergido en una suave media luz. Había puesto los pies sobre la mesa y estaba recostado en su silla, con los ojos cerrados y un vaso de oscuro whisky al alcance de la mano, vaso que en manera alguna, me di cuenta en seguida, era el primero del día.

– ¿Sigue Clive enclaustrado con los nobles de Whitehall? -me preguntó con fatigada ligereza.

– Está en la Embajada americana, preparando la lista de compra.

– Yo creía que a ningún simple británico se le permitía estar cerca de esa lista.

– Están hablando de principios. Sheriton tiene que firmar una declaración nombrando a Barley americano honorario. Clive tiene que añadir una nota.

– ¿Diciendo qué?

– Que es un hombre de honor y persona digna y honrada.

– ¿Se la has redactado tú?

– Claro.

– Mal hecho -dijo Ned, con aire de soñoliento reproche-. Te ahorcarán -se echó hacia atrás y cerró los ojos.

– ¿Tanto vale realmente la lista de compra? -pregunté. Por una vez, me daba la impresión de tener un talante más práctico que el de Ned.

– ¡Oh!, lo vale todo -respondió indolentemente-. Es decir, si alguna parte de ella vale algo.

– ¿Te importa decirme por qué?

Yo no había sido admitido a los secretos más recónditos del material de «Pájaro Azul», pero sabía que, de haberlo sido, no habría entendido ni jota. El concienzudo Ned, en cambio, había procurado instruirse. Se había sentado a los pies de nuestros investigadores adscritos al Servicio y almorzado en el Ateneo con nuestros más grandes científicos del Departamento para ponerse al día.

– Interrelación -dijo con desprecio-. Desbarajuste mutuamente asegurado. Nosotros rastreamos sus juguetes. Ellos rastrean los nuestros. Nos vigilamos unos a otros nuestros torneos de ballestería sin que ni unos ni otros sepamos a qué blancos está apuntando el otro bando. Si apuntan a Londres, ¿darán en Birmingham? ¿Qué es error? ¿Qué es deliberado? ¿Quién se está aproximando al CEP cero? -captó mi aturdimiento y se sintió satisfecho de sí mismo-. Nosotros les vemos lanzar sus ICBM en la península de Kamchatka. ¿Pero pueden lanzarlos sobre un silo de Minuteman? Nosotros no lo sabemos, y ellos tampoco lo saben. Porque en ninguno de los lados se ha probado el material auténtico en condiciones de guerra. Las trayectorias de los ensayos no son las trayectorias que utilizarán cuando empiece la diversión. La Tierra, Dios la bendiga, no es una esfera perfecta. ¿Cómo podría serio a su edad? Su densidad varía. Y también la fuerza gravitatoria cuando vuelan sobre ella cosas tales como misiles y cabezas explosivas. Interviene la oblicuidad. Nuestros planificadores tratan de compensarla en sus verificaciones. Goethe lo intentó. Ellos utilizan los datos suministrados por los satélites de alarma tempranas, y quizá tienen en su empeño más éxito que Goethe. Quizá no. No lo sabremos hasta que la bendita esfera salte en pedazos, y tampoco lo sabrán ellos, porque la prueba real solamente puede hacerse una vez. -Se estiró voluptuosamente, como si el tema le agradara-. Así, pues, los campos se dividen. Los halcones gritan: «¡Los soviéticos tienen una extraordinaria precisión de tiro! ¡Pueden acertarle a una mosca a diez mil kilómetros de distancia!» Y todo lo que las palomas replican es: «Nosotros no sabemos lo que los soviéticos pueden hacer, y los soviéticos no saben lo que los soviéticos pueden hacer. Y nadie que no sepa si su arma funciona o no, va a disparar primero. Es la incertidumbre lo que mantiene el equilibrio», dicen las palomas. Pero ése no es un argumento que satisfaga a la mente literal americana, porque la mente literal americana no gusta de habérselas con conceptos imprecisos o grandes visiones. No en su nivel literal. Y lo que Goethe estaba diciendo era una herejía mayor aún. Estaba diciendo que la incertidumbre era lo único que existía. Con lo cual estoy bastante de acuerdo. Así que los halcones le odiaban y las palomas organizaron un baile y se colgaron de la araña central. -Bebió de nuevo-. Si por lo menos Goethe hubiese respaldado a los que sostenían la precisión de tiro, todo habría ido bien -dijo, con tono de reproche.

– ¿Y la lista de compra? -volví a preguntarle. Clavó la mirada en su vaso.

– La selección de objetivos que haga una de las partes, mi querido Palfrey, se basa en las suposiciones de esa parte acerca de la otra. Y viceversa. Ad infinitum. ¿Acorazamos nuestros silos? Si el enemigo no puede alcanzarlos, ¿por qué molestamos? ¿Los superacorazamos -aunque supiéramos cómo-, con un costo cifrable en miles de millones? De hecho, ya lo estábamos haciendo, aunque no se ha divulgado mucho. ¿O los protegemos imperfectamente con SDI a costa de más miles de millones? Depende de cuáles sean nuestros prejuicios y de quién firme el cheque de nuestro sueldo. Depende de que seamos fabricantes o contribuyentes. ¿Instalamos nuestros cohetes en trenes, o en autopistas, o en carreteras rurales, que es lo que se lleva este mes? ¿O decimos que todo es una basura, así que al diablo con ello?

– ¿Así que es el fin o el principio? -pregunté. Se encogió de hombros.

– ¿Cuándo llegará a terminar? Enciende tu televisor, ¿qué ves? Los dirigentes de ambos bandos abrazándose. Lágrimas en los ojos. Pareciéndose cada día más uno a otro. ¡ Hurra, todo ha terminado! Por los huevos. Escucha a los que están en el ajo y te das cuenta de que el cuadro no ha variado una sola pincelada.

– ¿Y si apago mi televisor? ¿Qué veré entonces?

Había dejado de sonreír. De hecho, su rostro estaba más serio de lo que yo le había visto nunca, aunque su ira -si de eso se trataba- parecía no ir dirigida contra nadie más que contra sí mismo.

– Nos verás a nosotros. Ocultos detrás de nuestras grises pantallas. Diciéndonos unos a otros que nosotros mantenemos la paz.

Capítulo XVII

La elusiva verdad que Ned describía brotaba lentamente y en una serie de percepciones distorsionadas, que es lo que suele ocurrir en nuestro mundo secreto.

A las seis de la tarde, Barley fue visto saliendo de las oficinas de V AAP, como nuestras pantallas insistían ahora en avisarnos, y hubo un murmullo de aprensión ante la posibilidad de que estuviera borracho, pues Zapadny era un excelente compañero de bebida, y resultaba probable que un vodka de despedida con él acabara precisamente así. Salió, y Zapadny con él. Se abrazaron efusivamente en el umbral, Zapadny congestionado y un poco excitado en sus movimientos y Barley un tanto rígido, y de ahí la preocupación de los observadores por la posibilidad de que estuviese borracho y su insólita decisión de fotografiarle, como si inmovilizado el momento pudieran serenarle de alguna manera. Y, como ésta es la última fotografía suya que hay en el expediente, cabe imaginar cuánta atención se le ha dedicado. Barley tiene a Zapadny entre sus brazos, y hay fuerza en su abrazo, al menos por su parte. En mi imaginación, aunque en la de nadie más, es como si Barley estuviera sosteniendo al pobre hombre para infundirle el valor necesario para mantener su mitad del pacto; como si le estuviera insuflando literalmente valor. Y el rosa es extraño. VAAP es una antigua escuela de la calle Bolshaya Bronnaya, en el centro de Moscú. Fue construida, supongo, a principios de siglo, con grandes ventanas y fachada de yeso. Y este yeso fue pintado aquel año de un color rosa claro, que en la fotografía se transforma en un vivo naranja, presumiblemente por los últimos rayos de un sol rojizo. Los entrelazados hombres quedan, así, encerrados en un profano halo escarlata que semeja una llamarada roja. Uno de los vigilantes se introdujo incluso en el vestíbulo de entrada con el pretexto de visitar la cafetería y trató de obtener una fotografía desde el otro lado. Pero en su camino se interponía un hombre alto que contemplaba la escena desde la acera. Nadie le ha identificado. En el quiosco de periódicos, un segundo hombre, también alto, está bebiendo un vaso grande, pero sin mucha convicción, pues tiene los ojos vueltos hacia las dos figuras que se abrazan en el exterior.

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