John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Los vigilantes no tomaron nota de las decenas de personas que habían entrado y salido del edificio de la VAAP durante las dos horas que Barley había permanecido en él, ¿cómo hubieran podido hacerlo? No tenían ni idea de si los visitantes habían ido a comprar derechos de publicación o secretos.

Barley regresó a su hotel, donde tomó una copa en el bar con un grupo de colegas, entre los que se hallaba Henziger, quien, para alivio de Londres, pudo confirmar que Barley no estaba borracho…, por el contrario, se hallaba tranquilo y con talante reflexivo.

Barley mencionó de pasada que estaba esperando una llamada telefónica de uno de los batidores de Zapadny, «estamos todavía tratando de concretar el asunto del Transiberiano». Y a eso de las siete confesó de pronto hallarse hambriento, por lo que Henziger y Wicklow le llevaron al restaurante japonés, junto con un par de alegres muchachas de «Simon & Schuster» con las que Wicklow contaba para entretener la espera de Barley hasta su cita vespertina.

Durante la cena, Barley se mostró tan chispeante que las muchachas trataron de persuadirle para que volviera con ellas al «National», donde un grupo de editores americanos daba una fiesta. Barley respondió que tenía una cita, pero que podría ir después si la cita no le llevaba demasiado tiempo.

Exactamente a las ocho en punto por el reloj de Wicklow, llamaron a Barley al teléfono, y él atendió la llamada en el restaurante, a menos de cinco metros de donde estaban sentados los otros. Wicklow y Henziger se esforzaron, como cuestión de rutina, en escuchar sus palabras. Wicklow recuerda haber oído: «Eso es lo único que me importa.» Henziger cree haber oído: «Tenemos un trato», pero no podía asegurarlo.

En cualquier caso, Barley estaba malhumorado cuando ocupó de nuevo su asiento y se quejó a Henziger de que los bastardos continuaban exigiendo demasiado dinero, lo que Henziger consideró más una señal de su tensión interna que de verdadera preocupación por el proyecto del Transiberiano.

Un cuarto de hora después, volvió a sonar el teléfono, y Barley regresó sonriendo de su conversación.

– Está hecho -dijo con júbilo a Henziger-. Sellado, firmado y entregado. Nunca dejan de cumplir su palabra.

Henziger y Wicklow rompieron en aplausos, y Henziger observó que «ojalá tuviéramos unos cuantos más por el estilo en Moscú».

No parece habérseles ocurrido pensar a ninguno de los dos que Barley nunca había manifestado tanto entusiasmo por un contrato de publicación. Pero hay que tener en cuenta que ellos sólo estaban atentos al gran golpe de la noche.

La conversación de Barley durante la cena fue con posterioridad laboriosamente reconstruida, sin resultado. Estuvo locuaz, pero no excitado. Su tema era el jazz, su ídolo era Slim Gaillard. Los grandes eran siempre proscritos, sostenía. El jazz no era nada si no era protesta. Incluso sus propias reglas debían ser quebrantadas por los verdaderos improvisadores, dijo.

Y todo el mundo estaba de acuerdo con él, sí, sí, ¡viva la discrepancia, viva el individuo por encima de los hombres grises! Salvo que nadie lo veía así. ¿Y por qué habían de verlo?

A las nueve y diez, con menos de dos horas por delante, Barley anunció que se iba un rato a su habitación, tenía que escribir varias cartas y arreglar unos asuntos. Tanto Wicklow como Henziger se ofrecieron a echarle una mano, pues tenían órdenes de no dejarle solo si podían evitarlo. Pero Barley declinó sus ofrecimientos, y no pudieron insistir.

Así, pues, Henziger ocupó su puesto en la habitación contigua y Wicklow se instaló en el vestíbulo mientras Barley descansaba, aunque, en realidad, no podría haber descansado ni un instante, pues lo que hizo en aquel breve espacio de tiempo raya en lo heroico.

Se detectaron cinco cartas, por no mencionar dos llamadas telefónicas a Inglaterra, una a cada uno de sus hijos, ambas escuchadas dentro del Reino Unido y retransmitidas a Grosvenor Square, pero ninguna de ellas guardaba relación alguna con la operación. Barley quería, simplemente, tener noticias de su familia y preguntar por su nieta, de cuatro años. Insistió en que la pusieran al teléfono, pero la niña estaba demasiado intimidada o cansada para hablar con él. Cuando su hija Anthea le preguntó cómo estaba su vida amorosa, respondió «completa», lo que se consideró una respuesta bastante insólita, pero también lo eran las circunstancias.

Solamente Ned hizo notar que Barley no había dicho nada sobre regresar a Inglaterra al día siguiente, pero Ned era ya una voz en el desierto y Clive estaba pensando seriamente en excluirle por completo del caso.

Barley escribió también dos cartas más breves, una a Henziger y otra a Wicklow. Y, como no fueron inspeccionados, en la medida en que más tarde pudieron determinar los laboratorios, y como -más extraordinario aún- el hotel las entregó exactamente en las habitaciones a que iban destinadas a las ocho en punto de la mañana siguiente, se dio por supuesto que estas cartas formaban de alguna manera parte del paquete que Barley había negociado mientras se encontraba en el interior del edificio de la VAAP.

Las cartas advertían a los dos hombres que si se marchaban discretamente del país ese día, llevándose con ellos a Mary Lou, no les ocurriría ningún daño. Barley tenía unas palabras afectuosas para cada uno.

«Wickers, tú tienes auténtica madera de editor. ¡Adelante!»

Y a Henziger: «Jack, espero que esto no signifique tu prematuro retiro a Salt Lake City. Diles que, de todos modos, nunca confiaste en mí. Yo mismo no confiaba en mí, así que ¿por qué ibas a hacerla tú?»

Nada de sermones ni pertinentes citas tomadas de su grande y desordenado almacén. Al parecer, Barley se las estaba arreglando muy bien sin la ayuda de sabidurías ajenas.

A las diez en punto, salió del hotel acompañado solamente por Henziger, y se dirigieron a los suburbios del norte de la ciudad, donde Cy y Paddy estaban una vez más esperando en el camión de seguridad. En esta ocasión, iba Paddy al volante. Henziger se sentó a su lado, y Barley subió a la parte posterior con Cy, se quitó la chaqueta y dejó que Cy le colocara las correas del micrófono y le comunicara las últimas informaciones relativas a la operación: que el avión de Goethe procedente de Saratov había llegado puntualmente a Moscú; y que una figura que correspondía a la descripción de Goethe había sido vista entrando en el bloque de apartamentos de Ígor hacía cuarenta minutos.

Poco después, se habían encendido las luces de la ventana del piso.

Cy entregó entonces a Barley dos libros, uno, un ejemplar en rústica de De aquí a la eternidad, que contenía la lista de compra, el otro, un volumen más grueso, encuadernado en piel, que era un aparato de ocultación que contenía un enmascarador de sonidos para activar el cual bastaba con abrir la portada. Barley había manejado uno en Londres y sabía utilizarlo con destreza. Sus micrófonos corporales estaban ajustados de modo que no les afectasen los impulsos del aparato, pero los micrófonos murales normales los acusaban plenamente. También conocía el inconveniente del enmascarador. Su presencia en la habitación era detectable. Si el piso de Ígor tenía instalados micrófonos, los escuchas se darían cuenta inmediatamente de que se estaba utilizando un enmascarador. Tanto Londres como Langley había considerado aceptable este riesgo.

Lo que no se había tenido en cuenta era el otro riesgo, el de que el aparato pudiera caer en manos de la oposición. Se hallaba todavía en la fase de prototipo y en su desarrollo se habían invertido años de investigación y una pequeña fortuna.

A las diez cincuenta y cuatro de la noche, justo en el momento en que salía del camión de seguridad, Barley había entregado a Paddy un sobre, al tiempo que decía: «Esto es para Ned personalmente en el caso de que me ocurra algo.» Paddy se guardó el sobre en el bolsillo interior de la chaqueta. Observó que era un sobre abultado y que, por lo que pudo ver a la media luz, no llevaba dirección.

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