John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Al día siguiente, llegó un segundo telegrama, esta vez del gordo Merridew, desde Lisboa. La patrona de Barley. Tina, con la que Merridew había mantenido relaciones a regañadientes, había recibido instrucciones de preparar el piso para la llegada de su pupilo.

Pero ¿ cómo las había recibido? preguntó Merridew.

Por teléfono, respondió ella. El senhor Barley le había telefoneado.

¿Telefoneado desde dónde , mujer estúpida?

Tina no se lo había preguntado y Barley no lo había dicho. ¿Por qué había de preguntarle dónde estaba, si iba a venir a Lisboa cualquier día de aquéllos?

Merridew estaba consternado. No era el único. Avisó a los americanos, pero Langley había sufrido una pérdida colectiva de memoria. ¿Qué Barley?, estuvieron en un tris de preguntarnos. Está muy extendida la idea de que los servicios como el nuestro aplican violentos castigos a quienes han traicionado sus secretos. Bien, y a veces es cierto, lo hacen, aunque rara vez contra personas de la clase de Barley. Pero en este caso quedó inmediatamente claro que nadie, y mucho menos Langley, tenía el menor deseo de llamar la atención sobre alguien a quien preferirían con mucho olvidar. Mejor asegurar su postura, convinieron, y mantener fuera del asunto a los americanos.

Subí la escalera con aprensión. Había declinado los servicios de protección de Brock y la tibia oferta de apoyo que me había formulado Merridew. La escalera era oscura, empinada e inhóspita y desagradablemente silenciosa. Comenzaba a anochecer, pero sabíamos que estaba en casa. Pulsé el timbre, pero no lo oí sonar, así que di unos golpecitos en la puerta con los nudillos. Era una puerta pequeña y recia, de grueso artesonado. Me recordó la casita de la orilla de la isla. Oí pasos dentro y retrocedí en seguida, todavía no sé muy bien por qué, pero supongo que era una especie de temor a los animales. ¿Se mostraría violento, furioso o excesivamente efusivo, me arrojaría escaleras abajo o me daría un abrazo? Yo llevaba un maletín, y recuerdo que lo pasé a la mano izquierda como para estar en condiciones de poder protegerme. Aunque bien sabe Dios que no soy hombre combativo. Percibí olor a pintura fresca. La puerta no tenía mirilla y estaba perfectamente ajustada al marco de hierro. Le era imposible saber quién estaba allí antes de abrirme. Oí descorrerse un cerrojo. La puerta giró hacia dentro.

– Hola, Harry -dijo.

Así que yo dije: «Hola, Barley.» Yo llevaba un ligero traje oscuro, azul más que gris. Dije: «Hola, Barley», y esperé que sonriera.

Estaba más delgado, más fuerte y más erguido, con el resultado de que se había tornado realmente muy alto, tan alto que me llevaba la cabeza. Eres una viajero sin nervios, recuerdo que pensé mientras esperaba. Era lo que Hannah solía decirme en sus primeros tiempos, que ambos deberíamos aprender a ser.

Los antiguos y desmañados gestos le habían abandonado. La disciplina de los espacios pequeños había surtido su efecto. Iba pulcramente vestido. Llevaba pantalones vaqueros y una vieja camisa de cricket con las mangas subidas hasta el codo. Tenía salpicones de pintura blanca en el antebrazo y otra más grande sobre la frente. Vi detrás de él una escalera de mano y una pared a medias blanqueada, y en el centro de la habitación montones de libros y de discos parcialmente protegidos con una sábana.

– ¿Vienes a jugar una partida de ajedrez, Harry? -preguntó todavía sin sonreír.

– Si pudiera hablar contigo… -dije, como podría habérselo dicho a Hannah o a cualquier otra persona a quien estuviera proponiendo un acuerdo de compromiso.

– ¿Oficialmente?

– Bien.

Me observó como si no me hubiera oído, francamente y tomándose tiempo, del cual parecía tener mucho…, tanto, supongo como cuando observa uno a sus compañeros de celda o a sus interrogadores en un mundo en que se tiende a prescindir de las cortesías habituales.

Pero su mirada no tenía nada humillante ni vergonzoso, nada de arrogancia o volubilidad. Parecía, por el contrario, más límpida que como yo la recordaba, como si se hubiera instalado permanentemente en las remotas regiones a que acostumbraba desplazarse ocasionalmente.

– Tengo un poco de vino fresco, si te apetece -dijo, y se hizo a un lado para dejarme pasar mientras me observaba, antes de cerrar la puerta y echar el pestillo.

Pero seguía sin sonreír. Su estado de ánimo era un misterio para mí. Sentía que no podría comprender nada de él a menos que él decidiera decírmelo. Dicho de otra manera, comprendía acerca de él todo cuanto estaba al alcance de mi comprensión. El resto, infinito.

Había sábanas también sobre las sillas, pero las retiró y las dobló como si fuesen su ropa de cama. Los que han estado en la cárcel, he observado a lo largo de los años, tardan mucho tiempo en deshacerse de su orgullo.

– ¿Qué quieres? -preguntó, llenando un par de vasos con vino de una jarra.

– Me han pedido que arregle las cosas -dije-. Que obtenga de ti algunas respuestas. Seguridades. Y darte algunas a cambio -me sentía confuso-. Si podemos ayudar… -dije-. Si necesitas cosas. Lo que podamos acordar para el futuro y todo eso.

– Tengo todas las seguridades que necesito, gracias -dijo cortésmente, centrándose en la única palabra que pareció captar su interés-. Ellos se mueven a su propia marcha. He prometido mantener la boca cerrada -sonrió por fin-. He seguido tu consejo, Harry. Me he convertido en un amante a larga distancia, como tú.

– Estuve en Moscú -dije, esforzándome por dar fluidez a nuestra conversación-. Fui a los sitios. Vi a la gente. Utilicé mi propio nombre.

– ¿Cuál es? -preguntó, con la misma cortesía-. Tu nombre. ¿Cuál es?

– Palfrey -respondí, prescindiendo del de.

Sonrió, en señal de simpatía, o de reconocimiento.

– El Servicio me envió allá para buscarte. Extraoficialmente pero oficialmente, como si dijéramos. Preguntar a los rusos. Aclarar las cosas. Pensábamos que debíamos averiguar qué te había sucedido. Ver si podíamos ayudar.

Y aseguramos de que estaban observando las normas, podría haber añadido. Que nadie en Moscú iba a zarandear la lancha. Que no se producían estúpidas filtraciones ni alardes de publicidad.

– Ya conté lo que me había sucedido -dijo.

– ¿Te refieres a tus cartas a Wicklow y Henziger y la gente?

– Sí.

– Bueno, naturalmente sabíamos que las cartas fueron escritas bajo coacción, si es que las escribiste tú siquiera. Mira la carta del pobre Goethe.

– Por los huevos -replicó-. Las escribí por mi propia y libre voluntad.

Me aproximé un poco más a mi mensaje. Y al maletín que tenía al lado.

– Por lo que a nosotros se refiere, actuaste muy honorablemente -dije, sacando una carpeta y abriéndola sobre los muslos-. Todo el mundo habla cuando se le presiona, y tú no eras ninguna excepción. Estamos agradecidos por lo que hiciste por nosotros y somos conscientes del coste que supuso para ti. Profesional mente y personalmente. Consideramos que debes recibir la compensación adecuada. Con condiciones, naturalmente. La suma podría ser grande.

¿Dónde había aprendido a mirarme así? ¿A reprimirse tan firmemente? ¿A impartir tensión a los demás, cuando él parecía tan insensible a ella?

Le leí las condiciones, que eran semejantes a las de Landau, pero al revés. Permanecer fuera del Reino Unido y no entrar en él sin nuestro previo consentimiento. Resolución plena y definitiva de todas las reclamaciones, su silencio a perpetuidad expresado ex abundanti cautela de media docena de formas distintas. Y mucho dinero por firmar aquí, siempre y cuando -solamente siempre y cuando-mantuviera cerrada la boca.

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