– ¿Cómo está tu perro, Barley? -murmuró junto a Barley una lúgubre voz de hombre. Era Arkady, escultor extraoficial, con su bella amiga extraoficial.
– Yo no tengo perro, Arkady. ¿Por qué lo preguntas?
– Porque a partir de este momento resulta menos peligroso hablar del propio perro que de los prójimos humanos diría yo.
Barley volvió la cabeza para seguir la mirada de Arkady y vio a Alik Zapadny, de pie en el otro extremo del salón y en animada conversación con Katya.
– Los moscovitas estamos hablando demasiado peligrosamente estos días -continuó Arkady, con los ojos todavía fijos en Zapadny-. En nuestra excitación, nos estamos tornando irreflexivos. Los informadores por lo menos tendrán una buena cosecha este otoño. Pregúntale a él. Yo diría que está en la cúspide de su profesión.
– Alik, viejo diablo, ¿qué rollo le estás metiendo a esta pobre chica? -preguntó Barley, mientras abrazaba primero a Katya y luego a Zapadny-. He podido verla ruborizarse desde el otro extremo del salón. Debes tener cuidado con él, Katya. Su inglés es casi tan bueno como el tuyo, y lo habla mucho más de prisa. ¿Cómo, estás?
– ¡Oh!, gracias -dijo ella, suavemente-. Estoy muy bien. Llevaba el mismo vestido que había llevado en su entrevista en el «Odessa». Se mostraba retraída, pero conservando el dominio de sí misma. Su rostro tenía la sufrida ansiedad de la aflicción. Dan Zeppelin y Mary Lou estaban con ellos.
– En realidad, estábamos sosteniendo una discusión bastante interesante sobre derechos humanos, Barley -explicó Zapadny, moviendo su vaso en ademán circular hacia los demás como si estuviera haciendo una colecta-. ¿Verdad, señor Zeppelin? Siempre nos sentimos muy agradecidos cuando los occidentales nos aleccionan sobre cómo debemos comportarnos con los criminales, ¿sabes? Pero ¿cuál es la diferencia, me pregunto yo, entre un país que encierra en la cárcel a unas cuantas personas de más y un país que deja en libertad a sus gángsters? Yo creo que he encontrado aquí un punto de negociación para nuestros dirigentes soviéticos. Mañana por la mañana anunciaremos al llamado Comité de Vigilancia de Lelsinki que no podemos tener nada más que tratar con ellos hasta que hayan metido entre rejas a la mafia americana. ¿Qué tal estaría eso, señor Zeppelin? Nosotros soltamos a los nuestros, y ustedes encierran a los suyos. Yo diría que es un trato justo.
– ¿Quiere la respuesta cortés o la verdadera? -exclamó Dan por encima del hombro de Mary Lou.
Pasó otro grupo políglota de invitados, seguido, tras una teatral pausa, nada menos que por el propio gran Sir Peter Oliphant, rodeado de una cohorte de aduladores rusos e ingleses. Aumentaba el ruido y se iba llenando el salón. Tres corresponsales ingleses de aire enfermizo inspeccionaron el agotado buffet y se marcharon. Alguien abrió el piano y empezó a tocar una canción ucraniana. Una mujer cantó, y otros se le unieron.
– No, Barley, no sé qué es lo que te aterra -estaba replicando Katya, para sorpresa de Barley, o sea que debía de habérselo preguntado-. Estoy segura de que eres muy valiente, como todos los ingleses.
En el calor del recinto y en el torbellino de la ocasión, su propia excitación se había vuelto súbitamente contra él. Se sentía embriagado, pero no de alcohol, pues se había pasado toda la noche sosteniendo un solo whisky.
– Quizá no haya nada allí -aventuró, dirigiéndose no sólo a Katya, sino también a un círculo de rostros desconocidos-. En el entramado. En la intelectualidad.
Todo el mundo estaba esperando. Barley, también. Trataba de mirarles a todos mientras sus ojos veían solamente a Katya. ¿Qué había estado diciendo él? ¿Qué habían estado oyendo? Sus rostros continuaban vueltos hacia él, pero no había luz en ellos, ni siquiera en los de Katya; solamente había preocupación. Continuó, con voz vacilante:
– Durante años, todos tuvimos esta visión de grandes artistas rusos esperando ser descubiertos -titubeó-. Bueno, la teníamos, ¿no? ¿Novelas épicas, obras de teatro? ¿Grandes pintores, prohibidos, trabajando en secreto? ¿Áticos llenos de maravilloso material ilegal? ¿Lo mismo músicos? Hablábamos de ello. Soñábamos con ello. La secreta continuación del siglo XIX. «Y cuando llegue el deshielo -nos decíamos unos a otros-, saldrán todos del hielo y nos deslumbrarán.» Así que, ¿dónde diablos están todos esos genios? ¿Y si murieron congelados en el hielo? Quizá la represión fue eficaz. Eso es todo lo que estoy diciendo.
Un hechizado silencio siguió a sus palabras, antes de que Katya acudiera en su ayuda.
– El talento ruso existe, Barley, y siempre ha existido, incluso en los peores tiempos. No puede ser destruido -declaró, con un atisbo de su vieja severidad-. Tal vez tenga que acomodarse primero a las nuevas circunstancias, pero no tardará en expresarse con toda brillantez. Estoy segura de que eso es lo que quieres decir.
Henziger está pronunciando su discurso. Es una obra maestra de inconsciente hipocresía.
– ¡Que la precursora y audaz empresa de «Potomac & Blair» proporcione una modesta contribución a la grande y nueva era de entendimiento Este-Oeste! -declara, engreído por su convicción. Su voz se eleva, y con ella su vaso. Él es el honrado comerciante, él es cada americano decente con el corazón en su sitio. Y, sin duda que eso es precisamente lo que cree ser, pues el actor aficionado que hay en él reposa justo bajo la superficie-. ¡Hagámonos ricos unos a otros! -grita, levantando más aún, su vaso-. ¡Hagámonos libres unos a otros! Comerciemos juntos, y hablemos juntos, y bebamos juntos, y hagamos del mundo un lugar mejor en que vivir. Señoras y caballeros…, por ustedes y por «Potomac & Blair» y por nuestro beneficio mutuo…, y por la perestroika…, ¡salud! ¡Amén!
Están llamando a gritos a Barley. Spikey Morgan empieza, Yuri y Alik Zapadny siguen, todos los viejos amigos que conocen el juego gritan «¡Barley, Barley!» Pronto, el salón entero está clamando por Barley, algunos de ellos sin saber siquiera por qué, y por un momento ninguno de ellos le ve. Luego, de pronto, está subido a la mesa del buffet, sosteniendo un saxofón prestado y tocando My Funny Valentine, que ha tocado en todas las ferias del libro de Moscú desde la primera, mientras Jack Henziger le acompaña al piano con el inconfundible estilo de Fats Waller.
Los guardias de la puerta entran en el salón para escuchar, los guardias de la escalera se acercan al umbral y los guardias del vestíbulo se aproximan a la escalera mientras las primeras notas del canto del cisne de Barley adquieren claridad y, luego, un espléndido poder.
– Por amor de Dios, vamos a ir al nuevo «Indio» -protesta Henziger mientras permanecen en pie sobre la acera bajo la inexpresiva mirada de los toptuny -. ¡Tráete a Katya contigo! ¡Hemos reservado una mesa!
– Lo siento, Jack. Lo teníamos comprometido hace tiempo. Henziger está sólo fingiendo. «Necesita bienestar -le ha confiado Barley-. Vaya invitarla a una cena tranquila en alguna parte.»
Pero Barley no invitó a Katya a cenar en su noche de despedida, como confirmaron los irregulares antes de retirarse. Fue Katya, no Barley, quien hizo la invitación esta vez. Le llevó a un lugar que todos los chicos y chicas rusos de ciudad conocen desde la adolescencia, y que se encuentra en lo alto de cualquier bloque de apartamentos de cualquier ciudad importante. No hay un solo ruso de la generación de Katya que no cuente con sitios así entre los recuerdos de su primer amor. Y un lugar de éstos había también en lo alto de la escalera de Katya, en el punto en que termina el último tramo y empiezan los áticos, aunque estaba más solicitado en invierno que en verano porque incluía el rezumante depósito de agua caliente y las humeantes tuberías negras.
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