John Le Carré - La Casa Rusia

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Esta extraordinaria novela cuenta la peripecia de Barley Blair, un modesto editor británico, aficionado al jazz, bebedor y negligente, que fortuitamente se ve envuelto en una trama de espionaje internacional y en una intensa relación amorosa… De visita en Moscú, en el transcurso de una fiesta se gana las simpatías espontáneas de un extraño ruso que pretende salvar a su país pasando información militar de alto secreto a Occidente. Lo que parece simple anécdota adquiere un giro inesperado cuando, más tarde, Katya, una hermosa joven rusa, envía a Blair un manuscrito que contiene sorprendentes revelaciones acerca del sistema de defensa soviético. El manuscrito cae en manos de la inteligencia británica y, tras un minucioso operativo, se comprueba su veracidad. Blair se convierte en improvisado espía, vuelve a Moscú y conoce a Katya… pero quizá ya sea demasiado tarde. De un lado sometido a las presiones del servicio secreto británico y sus aliados de la CIA, y del otro, a las de sus informadores soviéticos, idealistas y románticos empeñados en un desesperado intento de disolver los dos bloques a impulsos de la perestroika, Blair se enfrenta a un terrible dilema moral…

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Y el viernes, tan tranquilo como los días anteriores, las pantallas casi en blanco, mientras Barley se dirige metódicamente hacia la gran fiesta de presentación de «Potomac & Blair» en el espíritu de Buena Voluntad y Glasnost, como dicen nuestras floridas invitaciones, impresas en trípticos de dentados bordes en la propia imprenta del Servicio hace menos de dos semanas.

E intermitentemente, con aparente despreocupación, Barley se asegura de que Katya continúa bien. La llama siempre que puede. Charla con ella y la hace utilizar la palabra «conveniente» como señal de seguridad. A cambio, él introduce la palabra «francamente» en su propio negligente parloteo. Nada importante; nada acerca del amor o la muerte o los grandes poetas alemanes. Sólo:

¿Cómo te va?

Francamente, ¿te está cansando la feria?

¿Qué tal los gemelos?

¿Continúa Matvey disfrutando con su pipa?

Todo lo cual quiere decir, te quiero, y te quiero, y te quiero, y te quiero francamente.

Para más seguridad de que sigue bien, Barley envía a Wicklow para que la eche un vistazo al pasar por el pabellón socialista.

– Está perfectamente -informa Wicklow con una sonrisa, divertido por el nerviosismo de Barley-. Tan pimpante como siempre.

– Gracias -dice Barley-. Muy amable, muchacho.

La segunda vez, de nuevo a petición de Barley, va el propio Henziger. Quizá Barley se está reservando para la noche. O quizás es que no confía en sus propias emociones. Pero ella continúa allí, todavía viva, todavía respirando, y se ha puesto ya su vestido de fiesta.

Y durante todo el tiempo, incluso mientras regresa temprano a la ciudad para adelantarse a sus invitados, Barley continúa pasando revista a su ejército de hechos alterables e inalterables con una claridad de la que incluso el abogado más experto y comprometido se sentiría orgulloso.

Capítulo XVI

– ¡Gyorgy! ¡Maravilloso! ¡Fantástico! ¿Dónde está Varenka?

– ¡Barley, amigo mío, sálvanos, por los clavos de Cristo! No nos gusta el siglo XX más que a ti el inglés. ¡Huyamos juntos de él! Nos vamos esta noche, ¿vale? ¿Sacas los billetes?

– Yuri. Dios mío, ¿ésta es tu nueva esposa? Abandónele. Es un monstruo.

– Barley! ¡Escucha! ¡Todo va bien! ¡Ya no tenemos problemas! ¡En los viejos tiempos debíamos suponer que todo era un caos! ¡Ahora podemos mirar nuestros periódicos y confirmarlo!

– ¡Misga! ¿Cómo va el trabajo? ¡Súper!

– Por amor de Dios, Barley, es la guerra, guerra abierta. ¡Primero tuvimos que ahorcar a la vieja guardia y luego tuvimos que librar otro Stalingrado!

– ¡Leo! ¡Me alegra verte! ¿Cómo está Sonya!

– ¡Hazme caso, Barley! ¡El comunismo no es una amenaza! ¡Es una industria parásita que se nutre de los errores que cometéis vosotros, los estúpidos cretinos de Occidente!

La recepción se celebraba en la sala, revestida de espejos, del piso alto de un vetusto hotel situado en el centro de la ciudad. Guardias de paisano permanecían fuera, en la acera. Otros más rondaban por el vestíbulo y en la escalera y a la entrada del salón.

«Potomac & Blair» había invitado a cien personas. Ocho habían aceptado, nadie había rehusado y hasta el momento habían llegado ciento cincuenta asistentes. Pero hasta que Katya se encontrara entre ellos Barley prefería los espacios próximos a la puerta.

Entró un rebaño de muchachas occidentales, escoltadas por los acostumbrados y dudosos intérpretes oficiales, todos hombres. Un corpulento filósofo que tocaba el clarinete llegó acompañado por su más reciente amiguito.

– ¡Aleksander! ¡Fantástico! ¡Maravilloso!

Un siberiano solitario llamado Andrei, ya borracho, necesitaba hablar con Barley sobre un asunto de vital importancia.

– El socialismo de partido único es un desastre, Barley. Nos ha destrozado el corazón. Conservad vuestra variedad británica. ¿Publicarás mi nueva novela?

– Bueno, no sé, Andrei -respondió cautelosamente Barley, mirando hacia la puerta-. Nuestro director ruso la admira, pero no ve un mercado inglés para ella. Estamos pensando en el tema.

– ¿Sabes por qué he venido esta noche? -preguntó Andrei.

– Dímelo tú.

Llegó otro bullicioso grupo, pero Katya continuaba sin aparecer.

– Para lucir ante ti mis mejores ropas. Nosotros, los rusos, nos conocemos demasiado bien unos a otros nuestras artimañas. Necesitamos tu espejo occidental. Tú vienes aquí, vuelves a marcharte con nuestras mejores imágenes reflejadas en ti y nos sentimos nobles. Si has publicado mi primera novela, lo lógico es que publiques también la segunda.

– No, si la primera no produjo nada de dinero, ¿no te parece, Andrei? -replicó Barley con rara firmeza, y, para su alivio, vio que Wicklow se dirigía hacia ellos cruzando el salón.

– ¿Te has enterado de que Anatoly murió en diciembre en la cárcel a consecuencia de una huelga de hambre? ¿Después de dos años de esta Gran Nueva Rusia que estamos disfrutando? -continuó Andrei, tomando otro enorme trago de whisky, cortesía de la Embajada americana en apoyo de una Rusia más sobria.

– Claro que nos hemos enterado -intervino suavemente Wicklow-. Fue terrible.

– Entonces, ¿por qué no publican mi novela?

Dejando que Wicklow se las hubiera con él, Barley extendió los brazos y se dirigió apresuradamente a la puerta con una expresión radiante en el rostro. Había llegado la soberbia Natalie de la Biblioteca Estatal de Literatura Extranjera, una docta belleza de sesenta años. Se unieron en extático abrazo.

– ¿De quién hablaremos esta noche, Barley? ¿De James Joyce o de Adrian Mole? ¿Por qué pareces de pronto tan inteligente? Es porque te has vuelto capitalista.

Una estampida lanzó a la mitad de la concurrencia hacia el fondo del salón e hizo que los guardias atisbaran, alarmados, por la puerta. El rumor de conversaciones se debilitó y volvió a recuperarse. Se había abierto el buffet.

Pero Katya seguía sin llegar.

– Hoy, con la perestroika, todo es mucho más fácil -estaba diciendo Natalie con su irresistible sonrisa-. Viajar al extranjero no es ningún problema. Por ejemplo, a Bulgaria. Todo lo que tenemos que hacer es describir a nuestros burócratas qué clase de persona creemos que somos. Naturalmente, los búlgaros necesitan saberlo antes de que lleguemos. Deben estar advertidos de lo que pueden esperar. ¿Somos una persona inteligente, de inteligencia media o normal? Los búlgaros necesitan prepararse, incluso quizás entrenarse un poco. ¿Somos tranquilos o excitables, prosaicos o imaginativos? Una vez que hemos respondido a estas sencillas preguntas ya mil más de parecido jaez, podemos pasar a otros temas más importantes, tales como la dirección y nombre completo de nuestra abuela materna, la fecha de su muerte y el número de su certificado de defunción y, si les da por ahí, quizá también el nombre del médico que lo firmó. Como puedes ver, nuestros burócratas están haciendo todo lo posible por introducir rápidamente las nuevas y más relajadas normas y enviarnos de vacaciones al extranjero con nuestros hijos. Barley, ¿a quién estás esperando? ¿He perdido mi buen aspecto o es que te has aburrido ya de mí?

– ¿Y qué les dijiste tú? -preguntó Barley, riendo, e hizo un esfuerzo por mantener los ojos fijos en ella.

– ¡Oh!, dije que era muy inteligente, que era una persona tranquila y bienhumorada y que los búlgaros estarían encantados con mi compañía. Los burócratas están poniendo a prueba nuestra determinación, eso es todo. Confían en que, si tenemos que satisfacer a tantos departamentos diferentes, perderemos el ánimo y decidiremos quedarnos en casa. Pero la cosa está mejorando. Todo está mejorando un poco. Quizá no lo creas, pero la perestroika no está siendo dirigida por extranjeros. Está dirigida por nosotros.

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