Roland Merullo - Requiem Para Rusia

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes.
En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición.
En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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El Lada se paró una vez y tomó nota mental para que Anatoly le consiguiera cables para bujía nuevos. Se arrastraron de semáforo en semáforo, mientras se veía la puesta de sol roja en el espejo retrovisor Pronto los hogares de los jefes del Partido cedieron su lugar a hileras de cajas de zapato de nueve pisos, como la casa en que vivían los Propenko. Parecía que a estos edificios los hubieran construido unos cosmonautas borrachos que luego los habían dejado caer desde su órbita en estos lotes sin arboles ni césped: mil balcones idénticos manchados por la herrumbre; diez mil bloques de cemento agrietados y rotos en los bordes y unidos entre sí con rayas de cemento gris. Las esquinas exteriores no eran rectas. Los techos goteaban desde el día que los hicieron. Las cañerías golpeteaban. Los inodoros gruñían, y por los cielos rasos y las paredes corrían grietas como relámpagos. Estaba seguro de que la gente que vivía allí había sobornado, adulado y trabajado horas extra para que los colocaran en lista para estos apartamentos. Recordaba sus propios años de espera Recordaba cuando Malov lo llamó a medianoche y le pidió que fuera a ayudarlo a sacar el auto de una zanja en Lepinskoe. una aldea de tierra donde la amante de Malov tenía una dacha Malov lo había recompensando (con una cena en algún lugar), le había agradecido profusamente, había revestido el episodio con el disfraz de demostración de camaradería en Comercio e Industria, pero los dos hombres comprendían el subtexto. Una hora de viaje a medianoche, y lo hizo. Prácticamente se cortó una de sus bolas y se la entregó a Malov a cambio de ayuda para conseguir cuatro habitaciones en una caja de cemento que chorreaba al lado de una fábrica que hacía envases de lata.

¡ Y cual era la alternativa? La alternativa era esta, lo que estaba viendo ahora, esas cabañas de madera de dos habitaciones en la peor parte de la ciudad. Chozas con ventanas rajadas y una cocina a carbón herrumbrada, un baño exterior en un rincón del patio del fondo, y un grifo de agua fría para toda la manzana. Esta gente haría bien en colgar un cartel a la entrada: "Aquí viven los que no tienen relaciones, los honrados, y los haraganes y los desafortunados, los verdaderos trabajadores del mundo."

Raisa le tocó el hombro, y Propenko se dio cuenta de que había estado apretando los dientes. Era un momento extraño para amarguras: tenían una botella de champaña escondida en el baúl: iba camino a su santuario, su refugio.

Llegaron al límite de la ciudad. A la izquierda se extendía un lote vacío con vigas rotas y esqueletos de camiones. A la derecha estaba el aeropuerto y el recodo marrón del río en el que el vuelo de sus padres se había zambullido en una noche de neblina como esta. El recuerdo llameó y se quemó esta noche, de una manera poco usual

Justo enfrente de ellos, se elevaba la alta garita de vidrio de la Inspección de Autos Gubernamental. Un inspector estaba allí en la calle y aferraba con las dos manos un extremo de su bastón a rayas, con los pies calzados con botas y separados, y un silbato blanco en la boca. En cuanto el Lada de los Propenko apareció, el oficial dio dos pasos entre el tránsito y señaló con su bastón Todos oyeron el silbato.

– Es para nosotros Seryozha.

Propenko masculló un juramento y se acercó al costado de la calle. Ciudadano respetuoso de la ley como era. llevaba el pasaporte encima siempre que salía, y mientras el inspector se acercaba a ellos, deslizó un billete de diez rublos entre las últimas páginas. El inspector saludó y observó de cerca a cada pasajero. Le pidió a Propenko que saliera. Propenko lo hizo.

El inspector era mas o menos de su altura, rubicundo y de mirada fría, y tenia alrededor de treinta años. Se metió el bastón debajo de un brazo y abrió el pasaporte, apretando las páginas como para evitar que se cayeran los billetes. Miro la cara de Propenko y luego la fotografía, y simuló que examinaba cada renglón, nombre, ciudad de residencia, nacionalidad, mirando a Propenko de vez en cuando como si pudiera verificar esos datos por la boca o los ojos

Propenko esperó erguido, mientras sentía que la luz se desvanecía y que un auto tras otro se dirigían al norte, hacia las dachas. El inspector ya estaba en la segunda página, leyendo a la velocidad de una criatura de ocho años. Quizá fue la arrogancia que revelaba su cara rojiza, o las tres mujeres que esperaban en el auto, que le hizo decir a Propenko. después de varios minutos de estar allí:

– Soy amigo del jefe Vzyatin.

Fue un error. El inspector dejó caer las comisuras de los labios. Pasó una página rápidamente, se demoró, alargando la entrevista, pensando en una multa Aunque sin duda el nombre de Vzyatin le era familiar, dependía sólo indirectamente del jefe de la milicia y pareció que la supuesta amistad no lo impresionaba. Aquí, en la calle, él era la verdadera autoridad, y lo sabía.

– Nos avisaron que un violador dejó la ciudad en un Lada -dijo con un monótono acento ucraniano.

– No soy yo -dijo Propenko. Se avergonzaba de haber metido a Vzyatin en esto. Se preguntó si Lydia lo habría oído.

– Un Lada rojo -repitió el inspector, mientras por encima del hombro uniformado Propenko veía pasar de larga media docena de Laclas rojos.

Por fin, el inspector cerró con fuerza el pasaporte y lo devolvió con un movimiento de la muñeca. Hizo una inspección final y somera del auto y sus pasajeros, saludo, giro sobre el talón de una bota y se alejó.

De nuevo al volante. Propenko sintió las mejillas calientes El lada no arrancó en dos intentos, y cuando el motor por fin respondió y estuvo en el camino abierto, se hizo una obligación de superar el límite de velocidad permitido y mantenerlo asi

– Raro-dijo Raisa

Propenko apretó el volante. Algo en su voz. \c advirtió que iba a retomar donde había dejado durante el desayuno, que había imaginado un nexo entre la actividad de Lydia en la iglesia y la Inspección de Autos del Gobierno, que creía que habían escogido a la familia Propenko para perseguirla, que los chekisti empezaban una campaña de acoso.

– Están detrás de alguien en un Lada rojo -dijo-. Un violador.

– Raisa le echó una mirada.

– Son todos unos cerdos -masculló Marya Petrovna.

Pareció que a Lydia la habían sacado de su duelo.

– ¿Tomó el dinero, papá?

Propenko sacudió la cabeza.

– Quizá porque mencionaste a tu amigo.

– Raro -repitió Raisa en el mismo tono de sospecha, y Propenko se mordió la mejilla por dentro para no gritarle. Sintió que lo invadía el malhumor, surgiendo de un profundo valle invisible y desplegándose ante sus ojos. Luchó contra él. Se dijo que acababan de nombrarlo director de un proyecto importante (la propia Bessarovich), promovido por encima de varios candidatos más probables. Cuando eso falló, recordó sus días de boxeo, pero las memorias del box pertenecían a otra época, tan excelente y desvaencida como el sueño socialista. Lo que lo salvó por fin fue sencillamente el paisaje, los llanos alrededores de Vostok cediendo su lugar a los trigales, el trigal a ricos pastos. A medida que el camino se volvía hacia el noroeste, alejándose del río, el terreno se levantaba y ondulaba. Propenko admitía ser un tanto sentimental en cuanto a la vida de campo. Nunca había vivido fuera de una ciudad más de unas pocas semanas a la vez y alimentaba la idea de que la gente que ve bosques y campos todos los días no sufren de depresión. En la dacha nunca estaba deprimido, y tampoco lo estaban, por lo que veía, Raisa o Marya Petrovna o Lydia. No recordaba que sus padres discutieran allí, ni que su hermana se emborrachara hasta llorar, ni que los vecinos se gritaran los unos a los otros como hacían tan a menudo en los corredores de cemento de la avenida Octubre. El campo era una medicina para él y la tomaba agradecido. Para cuando dejaron el camino y tomaron la calle polvorienta que llevaba a la colonia de dachas, estaba casi en paz.

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