Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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– ¿Cómo podríamos conseguir echar un vistazo a su ordenador? -pregunta.

– No creo que el mayordomo nos lo permita antes de que regrese la familia. Pero ¿qué puede contener el ordenador de Favieros, aparte de sus planos y los estudios del terreno?

– Nunca se sabe, señor Jaritos. La informática ha avanzado tanto que, si uno busca bien y en los lugares adecuados, puede reconstruir la biografía entera de un usuario, Desde sus intereses personales y profesionales hasta los juegos que le gustan y con quiénes suele chatear o intercambiar mensajes de correo electrónico. A veces salen a la luz las cosas más inverosímiles.

Todo esto me parece exagerado, pero no perdemos nada por echar una ojeada. Antes, sin embargo, debo pasar por las oficinas de Erige S.A. para conocer al resto de los colaboradores íntimos de Favieros. No espero descubrir nada sensacional, sólo pretendo averiguar qué atmósfera reina después del retiro voluntario del fundador y propietario de la empresa.

Kula ya ha encendido el ordenador y está ocupada explorándolo. La dejo en ello y voy a pedir las llaves del Mirafiori a Adrianí. Estoy decidido a mantener mi promesa y permitir que lo conduzca Kula, para no tirar demasiado de la cuerda.

Adrianí está preparando dolmadakia, albóndigas envueltas en hojas de parra, y se encuentra en la fase del relleno. Me oye entrar en la cocina pero no se da la vuelta.

– ¿Me dejas las llaves del Mirafiori? -pregunto en tono conciliador y añado-: Kula conducirá.

– Las tienes tú.

– No las tengo. Después del accidente te las entregaron a ti, junto con mi ropa y todo lo demás.

– Te las he devuelto.

– No me las has devuelto, y yo tampoco te las había pedido, porque no he necesitado el coche desde entonces.

– Te las devolví pero no te acuerdas.

Empiezo a cabrearme, porque sé lo que pretende. Quiere incluir las llaves en la categoría de objetos perdidos, para impedir que me lleve el Mirafiori. Consigo poner freno a mi ira y le digo con mucha calma:

– De acuerdo, llamaré al concesionario de Fiat para que manden un cerrajero a abrir el coche y a hacerme copias de las llaves. La broma nos saldrá en unos trescientos euros, porque es un modelo antiguo, y cuestan una fortuna.

Echa el dolmadaki a medio terminar en la olla y sale de la cocina. Vuelve a los dos minutos con las llaves del Mirafiori en la mano.

– ¡Aquí las tienes! ¡Las habías metido en el armario, debajo de tu ropa interior, y no te acuerdas! -espeta y las tira encima de la mesa.

Me maldigo a mí mismo por no haberla seguido al dormitorio. La habría pillado in fraganti sacando las llaves de su escondite y ahora no estaría acusándome a mí, aprovechando que no dispongo de pruebas para desmentirla.

Recojo las llaves y salgo de la cocina sin despedirme. Kula ha apagado el ordenador y me está esperando.

– Nos vamos -digo y le explico que pasaremos por las oficinas de Favieros.

Se detiene por un instante en el umbral de la sala de estar y luego, en lugar de seguirme, va directa a la cocina.

– ¿Está haciendo dolmadakiai -pregunta a Adrianí en tono admirativo-. ¿Querrá enseñarme a envolverlos? ¡A mí siempre se me deshacen!

Sigue una breve pausa y después oigo la voz de Adrianí:

– Te enseñaré, no es nada del otro mundo -responde, como diciéndole: «¡No es posible que seas tan inútil!» Pero Kula no se deja amedrentar.

– ¿Sabe? Desde que murió mi madre yo le hago la comida a mi padre. Le encantan los dolmadakia pero, cada vez que se los preparo, el pobre tiene que comerse el relleno fuera de las hojas de parra.

Adrianí ha levantado los ojos y la observa. Aunque su semblante no ha cambiado, yo, que la conozco, sé que aprecia el hecho de que Kula cuide de su padre.

– Siéntate un día a mi lado y te enseñaré -le propone y esboza una sonrisa, algo ácida, aunque con la boca un poco más relajada.

Entrego a Kula las llaves del Mirafiori, que está aparcado en la esquina de Aronis con Protesilao.

– Conducirás tú -le anuncio-. Adrianí ha vetado mi vuelta al volante.

Se le escapa una risita.

– No se preocupe, conduzco muy bien.

Las puertas del coche se abren sin problemas, pero la buena voluntad del Mirafíori no va más allá. Cuando Kula intenta arrancar el motor, petardea un poco y se apaga. Al cuarto intento da un par de sacudidas que casi nos lanzan contra el parabrisas y se pone en marcha con un gemido.

Las oficinas de Erige S.A. se encuentran en la calle Timoleón, cerca del Primer Cementerio. Me alegro de que no estén muy lejos de mi Otsa, porque así no hará falta forzar demasiado el Mirafiori después de dos meses de inmovilización. Mi alegría, sin embargo, dura poco. En la curva de la avenida Rey Constantino nos topamos con una muralla de coches. A raíz de las obras para los Juegos Olímpicos, Atenas se ha convertido en una especie de campo labrado; los conductores no se han provisto de tractores a tiempo y buscan salvación en aquellas calles que aún no han sido levantadas, ocasionando un auténtico colapso circulatorio. El guardia de tráfico apostado en la confluencia de Rey Constantino con la calle Rizaris gesticula agresivamente no porque vaya a conseguir que circulemos más deprisa sino porque está harto de nosotros y quiere perdernos de vista. Justo cuando empiezo a respirar aliviado porque el Mirafiori parece resistir nuestro avance milimétrico, se cala en el cruce de la calle Diakos. El semáforo se pone verde pero no hay quien se mueva. Los de atrás pitan como endemoniados, Kula se enerva porque sus intentos de arrancar ahogan el motor, y los conductores que logran adelantarnos nos hacen gestos obscenos para levantarnos el ánimo.

– Deja que pruebe yo -me ofrezco.

Mientras experimento trucos varios para encender el motor, un descapotable se detiene a mi lado. Sentado al volante va un joven con los pelos de punta y un cocodrilo en el polo. Antes almidonábamos las camisas, ahora almidonamos las greñas.

– ¡Sólo te faltaba la tía buena, con ese trasto de coche! -me grita indignado-. Los que llevamos descapotable vamos solos. ¡La suerte que has tenido, viejales! -Pisa el acelerador y nos envuelve en las emisiones de su tubo de escape, para sofocarnos y desahogar su pena.

Agarro tal cabreo que olvido que estamos parados en el semáforo. Miro de reojo a Kula, que se esfuerza por mantener la seriedad pero fracasa y estalla en sonoras carcajadas.

– En momentos como éste despierta en mí el poli malo y me entran ganas de arrestar al primero que pille -resoplo.

– Vamos, sea comprensivo.

– ¿Qué quieres que comprenda?

– ¿No se da cuenta? Lo ha abandonado su novia y se ha desquitado insultándole a usted.

Esta posibilidad ni se me había ocurrido. Me siento tan aliviado que giro la llave como si la estuviera acariciando y el Mirafiori arranca a la primera.

Capítulo 12

Esperaba encontrarme ante un complejo de oficinas moderno, de cemento oscuro y ventanas que no se abren, pero descubro un edificio neoclásico de tres plantas, recientemente restaurado. El complejo moderno se alza detrás. Al principio, tengo la impresión de que se trata de dos construcciones separadas pero, al echar un vistazo de soslayo, descubro un pequeño puente acristalado que comunica la neoclásica con la moderna. Las características de la sede de su empresa confirman que a Favieros le gustaba guardar las apariencias. A primera vista, no quería por vecinos a los peces gordos de Ekali, aunque en Porto Rafti se había edificado una casa propia de un pez gordo. A primera vista, prefería la arquitectura neoclásica a los complejos de oficinas modernos, pero detrás del neoclásico se erguía un complejo moderno. Llevaba trajes de Armani, aunque arrugados y sin corbata. Claro que a lo mejor su actitud obedecía al falso recato que muestran los de izquierdas ante el dinero, cubriéndolo con una hoja de higuera, no para ocultarlo a los demás sino para no verlo ellos mismos. O tal vez se debiera al síndrome de clandestinidad que padecen y que los impulsa a seguir jugando a policías y ladrones, por inercia.

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