Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Capítulo 10

Lugar y Fecha.

Texto. Son casi las doce cuando llego al final del recorrido del interurbano de Porto Rafti. Ya que no voy a casa a comer, dispongo de tiempo para emprender una segunda excursión, esta vez a las obras de Favieros en la Villa Olímpica. Pregunto al jefe de estación de dónde salen los autobuses que van a la localidad periférica de Tracios y Macedonios, y él me mira como si le hubiese preguntado cómo llegar a los fiordos noruegos.

– Prueba en la plaza Vazis -me recomienda-. Todas las rutas tercermundistas salen de allí.

Camino de Vazis mi estómago empieza a gruñir, y caigo en la cuenta de que he pasado de la convalecencia al trabajo sin formalizar oficialmente mi regreso. En la calle Aristotelus paso por un puesto de suvlakis y pido dos, completos y con pita. Como de pie, inclinado hacia delante para no mancharme con las salsas, y al fin me siento totalmente reincorporado a la vida laboral. No me preocupa particularmente que mi aliento huela a ajo cuando hable con los constructores.

Los autobuses para Tracios y Macedonios salen, efectivamente, de la plaza Vazis, pero el que está estacionado delante de la parada tiene las puertas y las ventanillas cerradas. El conductor charla animadamente con el jefe de estación, y no nos prestan la menor atención.

– ¿Falta mucho para que salga? -pregunta una mujer mayor al conductor.

– Esperen, vendrá otro -barbota él, cortante.

El otro autobús aparece veinte minutos más tarde, cuando hay cincuenta pasajeros esperando en la cola. Me alegro de no haber olvidado todas las técnicas antidisturbios que aprendí en la academia, pues me resultan útiles para acceder al vehículo y a un asiento.

El autobús arranca pero se detiene cada veinte metros a causa de los semáforos y los atascos. Por no hablar de las paradas para recoger y descargar pasajeros. A la altura del Molino Rojo, los párpados se me cierran y me quedo dormido. Percibo confusamente, como un zumbido, las voces de la gente que me rodea, y sueño que me encuentro de nuevo en la cama del hospital, dolorido, enchufado y con mascarilla de oxígeno. Abro los ojos y vislumbro a Adrianí, agachada sobre mí. «¿Por qué me habré casado contigo? -espeta enfurecida-. ¡No me has dado más que angustias y amarguras! Ni que fueras nadie importante. ¡Un poli! ¡Menuda ganga!»

Me despierta un frenazo brusco y no sé dónde estoy.

– ¿Hemos llegado? -pregunto al de al lado, como si él supiera adonde me dirijo.

– La siguiente parada es la última -me indica, y suspiro con alivio.

No sé dónde está exactamente la Villa Olímpica, así que tomo un taxi para ahorrarme la búsqueda.

– ¿Adónde? -farfulla el conductor cuando me siento a su lado.

– A la Villa Olímpica.

Frena tan bruscamente como había arrancado y me abre la puerta.

– Ni hablar -dice-. Acabo de volver de allí. Casi me dejo el chasis en los baches y los escombros. Búscate a otro. Yo ya he pasado por el aro.

Es el tercer taxi el que me deja, finalmente, en los límites de la Villa Olímpica con el mundo exterior. De cerca, presenta un aspecto menos maquillado que en los folletos del Organismo de Viviendas Sociales que animan a participar en el sorteo de uno de los pisos que albergarán a diez mil atenienses cuando terminen los Juegos Olímpicos. Cuando Adrianí hojeó el folleto sus ojos relampaguearon, pero le corté las alas enseguida. En primer lugar, porque yo no resistiría la pesadilla cotidiana de conducir desde Tracios y Macedonios hasta Ambelókipi y viceversa y, en segundo lugar, porque la administración griega está en deuda con más de diez mil pardillos que han picado, y nosotros nos quedaríamos con las ganas. Visto el panorama de cerca, tengo que dar la razón al taxista. Más de la mitad de las viviendas se encuentran en estado embrionario, y las calles brillan por su ausencia. Es el imperio de los baches, los cascotes y las excavaciones.

Pregunto a un camionero por las oficinas de la constructora Erige S.A. Señala unas casas tricolor a unos cien metros de distancia, con los cantos pintados de ocre, las paredes, de rosa y los balcones, de añil.

Las oficinas de la obra están en una caravana, detrás de los edificios. Entro sin llamar y me topo con dos hombres, un joven que debe rondar los treinta, sentado tras uno de los dos escritorios, y otro, de unos cuarenta y cinco, de pie; ambos discuten acaloradamente. Reparan en mi presencia pero no me hacen el menor caso. Seguramente me confunden con algún proveedor que viene a venderles ladrillos o cemento armado, y me dejan esperando.

– No me cargarás con el muerto a mí -espeta el cuarentón al joven-. No soy yo quien elige a los obreros, sino vosotros. Yo empleo a los que me mandáis.

– ¿No puedes dedicarte un par de días a la zona tres? -pregunta el otro en tono conciliador.

El cuarentón le echa una mirada de absoluto desprecio.

– Si le dedico un par de días, retrasaré la instalación de la red. Venís de la Politécnica a la obra y creéis que las cosas funcionan como en las aulas.

Sin una palabras más, se da la vuelta y sale del despacho, dejando la puerta de la caravana abierta a sus espaldas. El joven desvía la mirada hacia mí.

– ¿Sí?-pregunta cansinamente.

– Comisario Jaritos.

Se sorprende, porque esperaba un proveedor y le ha salido un pasma. Se levanta enseguida y cierra la puerta. Luego se queda de pie delante de su escritorio, con la vista fija en mí.

– ¿Es por los kurdos?

En silencio, agradezco que me facilite las cosas de entrada.

– ¿Habíais recibido amenazas de la organización nacionalista que se atribuyó la autoría de las muertes? ¿Os exigieron alguna vez que despidierais a los obreros extranjeros que trabajaban en la obra?

Obtengo una respuesta categórica:

– Nunca. Oímos el nombre de la organización por primera vez en la televisión.

– ¿Sabes si tu jefe recibía amenazas? ¿Lo notaste inquieto o asustado últimamente?

Reflexiona un poco.

– Inquieto y asustado, no… -titubea, aunque es evidente que quiere añadir algo más.

– Pero…

Vuelve a pensar.

– Triste… Un poco distraído.

– ¿Tenía motivos para estar triste?

Se encoge de hombros.

– Qué puedo decirle… No sé si tenía motivos personales. En cuanto a los profesionales…, ¿de qué iba a preocuparse? Le servían las adjudicaciones en bandeja…

– ¿No te dio en ningún momento la impresión de encontrarse al borde del suicidio?

– Al contrario. Estaba afable y sonriente, como siempre. -Hace una pequeña pausa antes de agregar-: Favieros mantenía muy buenas relaciones con el personal. No sólo con nosotros, los arquitectos técnicos, sino también con los obreros. Si alguien tenía un problema, iba a hablar con Favieros, que le buscaba una solución. Se interesaba por todos, y todos lo querían. De acuerdo, tal vez era pura fachada, pero, todo hay que decirlo, la ayuda era real.

– ¿No observaste ningún cambio en su comportamiento?

– No, excepto el que acabo de mencionar… Parecía un poco abatido… Ensimismado. Aunque ignoro la razón.

– ¿Dónde trabajaban los dos kurdos?

– En alcantarillado. Con Karanikas, el encargado que estaba aquí cuando usted llegó. -A duras penas disimula su rabia hacia el cuarentón.

– ¿Dónde puedo encontrarlo?

– Debería estar entre la segunda y la tercera fila de casas, según se sale de la caravana.

Sus palabras confirman el testimonio del servicio doméstico de Porto Rafti. Nada había cambiado, aparentemente, en la conducta de Favieros. Sin embargo, si llegó al suicidio fue porque recibió, efectivamente, amenazas de la organización nacionalista Filipo el Macedonio o porque atravesaba serias dificultades en su vida personal.

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