Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Entre la segunda y la tercera fila de casas, me topo con un grupo de obreros hablando con Karanikas.

– Comisario Jaritos -me identifico al llegar a su lado.

– ¿Vienen por oleadas? -suelta mordazmente, mientras leo en sus ojos que le encantaría echarme a patadas de allí.

– ¿A qué te refieres?

– Hace unos días vinieron dos colegas suyos y nos hicieron perder toda una jornada de trabajo. Ahora aparece usted, y sospecho que nos hará perder medio día más. ¿Van a venir otros?

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Crees que te debo alguna explicación? -Se percata de que se ha pasado de la raya e intenta controlarse-. ¿Qué tipo de personas eran los dos kurdos?

– ¿Cómo quiere que lo sepa? Yo me enteré de sus nombres por la televisión.

– ¿No trabajaban aquí? -inquiero sorprendido.

– Trabajaban aquí, pero tienen unos nombres tan raros, que los olvidas en cuanto te los dicen. Es más fácil llamarlos «eh, albanés, búlgaro, kurdo…» o lo que sean.

– ¿Tenéis a muchos extranjeros en la obra?

La expresión irónica reaparece.

– Cómo se lo diría… No entiendo por qué no construimos las instalaciones olímpicas directamente en Albania, en Bulgaria o en el Kurdistán. Sería más sencillo. Si nos han dado las Olimpiadas para darles trabajo a ellos.

– Vamos, exageras. ¡Vais diciendo estas cosas en público e hincháis las cabezas de unos cuantos gilipollas!

– ¿Sabe cuántos griegos hay en la obra? Dos aparejadores y cuatro encargados, un total de seis. El resto viene de los Balcanes y del Tercer Mundo. -De repente, estalla-: ¡Somos idiotas y nos toman el pelo! ¿Por qué no reaccionan los desempleados griegos, vienen aquí y lo hacen todo añicos? Los únicos que han movido un dedo han sido esos… guerreros macedonios.

– ¿Te refieres a la organización Filipo el Macedonio?

– Esos mismos. Si el Macedonio es su líder, serán guerreros macedonios, digo yo.

– De modo que estás de acuerdo con lo que sostienen en su comunicado sobre el suicidio de Favieros.

Me mira y esboza una sonrisa taimada.

– No ponga palabras en mi boca -me recrimina con socarronería, como si me leyera el pensamiento-. Yo no sé qué dice el comunicado. Sólo sé que tengo que habérmelas con albaneses, búlgaros, kurdos y árabes. Son ellos los que construyen la Villa Olímpica, a su imagen y semejanza. ¿Qué se puede esperar de unos obreros que se han pasado la vida mezclando paja con barro para construir sus chozas?

Le clavo los ojos y él me sostiene la mirada, porque está convencido de sus palabras y no se avergüenza.

– Favieros no te caía demasiado bien -aventuro.

Se encoge de hombros con indiferencia.

– La vida es como la natación -responde-. Unos nadan en la pasta, otros nadan en aguas profundas y otros nadan en la mierda. Favieros nadaba en la pasta. No sé si se suicidó o lo suicidaron, si se quitó la vida porque tenía remordimientos, o simplemente porque le dio por ahí. Ni lo sé ni me quita el sueño. Yo me ocupo de mi trabajo y estoy contento de nadar en aguas profundas, porque el día de mañana le darán mi puesto a un encargado de Koritsá y entonces nadaré en la mierda.

Da nuestra conversación por terminada y corre a supervisar las obras en la red de alcantarillado, que posiblemente será la piscina de su futuro.

Capítulo 11

A las nueve suena el timbre. Yo estoy tomando mi café de la mañana mientras busco en el diccionario la voz «lavado», porque me interesa ver cómo define la expresión «lavado de cerebro». No encuentro nada ya que, obviamente, en 1955, cuando se publicó el diccionario de Dimitrakos, el lavado de cerebro no preocupaba a nadie, mientras que hoy esta técnica ha llegado hasta nuestro dormitorio, donde anoche Adrianí me lavó el cerebro a fondo porque llegué tarde y porque he vuelto a las andadas, porque es una vergüenza que Guikas me manipule de esta manera y me empuje a interrumpir mi período de baja, y porque en dos días voy a echar por tierra lo que a ella le costó dos meses conseguir, y porque…

– ¡Vamos!

El grito llega de la puerta de entrada, cortante y autoritario. Es como si de golpe hubiese vuelto a mis primeros años en el cuerpo, cuando a la voz de «¡Jaritos!» me ponía firmes, presto a recibir órdenes sin demora.

– ¡Tu nueva ayudante!

La puerta se ha abierto de par en par. Justo delante está aparcada una pequeña furgoneta. De la puerta central sale Kula con un monitor de ordenador entre los brazos. La sigue un joven de unos veintidós años, cargado con el ordenador propiamente dicho.

– Déjalo, Spiros, y ve a buscar la mesilla -le dice Kula.

Recibo dos sorpresas a la vez y no sé a cuál de las dos conceder prioridad. En primer lugar, no esperaba que Kula apareciera con un ordenador y, en segundo lugar, ésta no es la Kula que conozco. Lleva tejanos y camiseta, se ha recogido el pelo en una cola de caballo y su aspecto dista mucho del de la modelo uniformada que solía darme los buenos días en la antesala del despacho de Guikas. Tiene pinta de estudiante o de joven empleada de una empresa.

Me recupero de la segunda sorpresa y me centro en la primera.

– ¿Qué ven mis ojos, Kula? ¿El director te ha dado un ordenador?

Ella rompe a reír.

– ¡Pero qué dice, señor Jaritos! ¿Quién me iba a dar un ordenador? Es de mi primo, Spiros, que estudia informática. Le sobraba uno y me lo ha dejado.

El Spiros en cuestión llega con la mesilla.

– Déjala, ya me ocupo yo -le indica Kula con dulzura-. Te presento al comisario Jaritos.

El joven me lanza una mirada torva y masculla un «hola» desganado. Luego se dirige a la furgoneta. Salta a la vista que los polis no le caen bien. Kula lo sigue con los ojos y suelta una carcajada.

– Es hijo de la hermana de mi madre -explica-. Me costó mucho ganármelo porque soy policía. -Señala el ordenador y la mesilla-. ¿Cree que encontraremos un lugar para estas cosas?

– ¿Para qué necesitamos un ordenador, Kula?

– ¡Me toma el pelo! Se supone que jugamos a los detectives geniales, pero no contamos con informes, declaraciones, ni archivos. ¿Cómo va recordar los hechos y los testimonios de tantas personas?

No le falta razón, pero no sé cómo convencer a Adrianí de que nos haga un hueco donde colocar el ordenador. Si de ella dependiese, lo instalaría en el altillo.

La encuentro en la cocina, fregando los platos y las tazas del desayuno.

– ¿Dónde podemos poner un ordenador que necesitaremos para el trabajo? -pregunto.

Se seca las manos con la toalla y se dirige a toda prisa a la sala de estar. Sin decir palabra, empuja a la derecha el sillón de madera tallada con el cojín bordado que heredó de su madre y desplaza a la izquierda la estantería con el jarrón que yo heredé de la mía, dejando espacio suficiente para la mesilla con el ordenador. Luego emprende el camino de regreso a la cocina pero en la puerta se topa con Kula, que está esperándola con una sonrisa tímida.

– Buenos días, señora Jaritu. Soy Kula -la saluda.

– Buenos días, hija mía.

La forma de la boca de Adrianí es indicativa de la buena o mala impresión que le causa alguien. Si le cae bien, le dedica una sonrisa con la boca en su tamaño natural. Si no le inspira confianza, frunce los labios. Cuanto peor le cae alguien, más se contrae su boca. En el caso de Kula, sus labios casi han desaparecido por completo.

Kula sigue sonriéndole como si no hubiese reparado en su expresión, pero yo estoy indignado. No es culpa de la muchacha que yo haya decidido volver al trabajo. Mientras ella instala el ordenador, yo le hablo de mis visitas a la casa y a las obras de Favieros. Cuando le informo de que últimamente él llegaba tarde al despacho porque trabajaba en casa con su ordenador, interrumpe lo que está haciendo y se vuelve hacia mí.

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