Petros Márkaris - Suicidio perfecto

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Tras haber sobrevivido al disparo recibido mientras resolvía su anterior caso (Defensa cerrada), el comisario Jaritos arrastra una aburridísima existencia de convaleciente lejos del ajetreo policial. Una noche, mientras ve pasar las noticias por el odiado televisor, una escena lo arranca de cuajo de la mediocre monotonía en que ha caído: en medio de una entrevista, un célebre empresario griego saca una pistola y comete un acto que deja pasmados a todos los televidentes. ¿Por qué un hombre de negocios tan discreto y bien considerado realiza una acción tan espectacular? El instinto del viejo sabueso despierta y Jaritos se pone en movimiento. Aunque está de baja y otra persona ha ocupado su despacho en las dependencias de la policía, el olfato del comisario es insustituible para esclarecer un caso cuyas repercusiones aumentan cada día.
Las pesquisas de Jaritos nos llevarán por la Atenas olímpica, donde se percibe la corrupción inmobiliaria y la modernización creciente convive con el café al más puro estilo griego.

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Por fin, me decanto por una solución intermedia.

– ¡Vaya, se ha acordado de nosotros después de tanto tiempo! -suena como una queja indirecta porque no fue a verme cuando yacía en mi lecho de doliente.

– En primer lugar, he venido para disculparme por el modo en que te traté el otro día, en mi despacho.

Temo que cualquier cosa que diga suene falsa, de manera que opto por no abrir la boca. Además, ese «en primer lugar» anuncia una continuación. Aguardo, pues.

Mi silencio lo obliga a proseguir.

– Yo no quería a Yanutsos, me obligaron a aceptarlo -confiesa-. No pude hacer nada, tiene un buen enchufe.

– Así se explica cómo llegó a la antiterrorista.

Guikas se echa a reír.

– Los de la brigada buscaban el modo de deshacerse de él. Por eso acabó en mi jefatura.

No tengo motivos para no creerle, porque todo lo que me cuenta concuerda con la información que Sotirópulos me comunicó por teléfono. Adrianí sale de la cocina con una taza de café en una bandeja. La deposita en la mesilla al lado de Guikas, responde a su «gracias» con un «no hay de qué» y se retira.

– Me han dicho que pasaste por el apartamento donde asesinaron a los dos kurdos.

Fija los ojos en mí, esta vez esperando una respuesta. Me encojo de hombros.

– Las viejas costumbres nunca mueren -contesto vagamente.

– Me gustaría conocer tu opinión.

– No espere gran cosa pero, desde luego, no es obra de la mafia, como piensa Yanutsos. Los narcotizaron con un spray y les metieron una bala en el ojo. Los mafiosos descargan sus pistolas y se marchan. Esto apesta a ejecución a diez kilómetros de distancia y es cosa de la brigada antiterrorista.

– Yanutsos reclama el caso con uñas y con dientes. -Menea la cabeza imperceptiblemente y exhala un suspiro-. Este asunto no me gusta, Costas. No me gusta en absoluto.

– ¿Qué asunto? ¿El de los kurdos?

– ¡No! El del suicidio de Favieros. Algo no encaja. Aunque hubiese decidido quitarse la vida, Favieros lo habría hecho con discreción. Nunca delante de las cámaras.

Descubro, casi con alivio, que su táctica no ha cambiado. Sigue exponiéndome mis propias ideas como si fueran suyas.

– Anteayer, en su despacho, no opinaba lo mismo -replico para llevarle la contraria.

– Porque no quería que Yanutsos supiese lo que pienso. Tengo un plan, aunque no sé cómo ponerlo en práctica.

Me callo de nuevo, en esta ocasión para escuchar sus problemas organizativos.

– Oficialmente, no puedo ordenar la investigación de la muerte de Favieros. No cabe duda de que se suicidó, y esos casos no competen a la policía. Por esto no descubrí mis cartas delante de Yanutsos.

Sonrío, a pesar mío.

– No parece que confíe demasiado en él.

– No confío en él en absoluto -responde de forma tajante-. Cuando te vi anteayer, tuve una idea. O mucho me equivoco o te quedan dos meses de baja.

– No se equivoca.

Guarda silencio por un momento y me mira. Luego empieza a hablar despacio, como midiendo sus palabras:

– ¿Qué te parecería investigar discretamente el caso Favieros? Tratar de averiguar qué motivos hay detrás de su suicidio. -Hace una pausa antes de agregar-: A fin de cuentas, te servirá para matar el tiempo.

Tardo un rato en digerir lo que acaba de sugerirme. ¿Quién iba a creer que Guikas sería mi libertador, el que me sacaría del tedio de la convalecencia para reincorporarme al juego? Al mismo tiempo, intento disimular mi alegría y no mostrar que me aferró a su propuesta como a una tabla de salvación, porque, si se da cuenta, me lo hará pagar durante los próximos diez años.

– No sé qué decirle -respondo con aire disgustado-. La verdad es que estas semanas de descanso me vienen como anillo al dedo. Ya sabe que no he pedido demasiadas bajas en mi carrera, y ésta es una oportunidad para descansar. -Concluyo con una sonrisa, para afianzar mi posición, y espero a que insista para ceder poco a poco.

Me observa como si pretendiera trazar mi perfil, tal como le enseñaron durante los seis meses que estudió con el FBI. Yo persisto en mi sonrisa de refuerzo.

– Yanutsos se queda -suelta de pronto.

Con esto logra desconcertarme y tomar las riendas de la situación.

– Se queda, ¿dónde? -pregunto como un gilipollas.

– Su ingreso en el Departamento de Homicidios no es provisional. Con el pretexto de tu traumatismo grave y de tu baja prolongada, pretenden trasladarte a un departamento menos ajetreado, y Yanutsos ocupará tu puesto.

De repente, me viene a la mente con toda nitidez la actitud de mis ayudantes en el apartamento de los kurdos. Por eso me evitaban. Se ha divulgado la noticia de que Yanutsos vino para sustituirme, y se guardan las espaldas para no meterse en líos.

– Tiene un buen enchufe, ya te lo he dicho, y no puedo hacer nada -prosigue Guikas-. Pero, si investigas el suicidio de Favieros, podré decirles «miren, Jaritos ha vuelto a resolver el caso, sin él las cosas no marchan», y no se atreverán a apoyarlo.

Y yo haciéndome el difícil y el remolón. Tal como están las cosas, Guikas capitalizará por partida doble este favor.

– ¿Y si no resuelvo el caso? -Rezo por que mi voz no delate mi agonía y mi temor.

– Lo resolverás. -La respuesta es categórica y no revela el menor asomo de duda-. Hay algo turbio en este asunto, y sólo tú eres capaz de descubrirlo.

– ¿Por qué sólo yo?

– Porque eres terco y cabezota. -Su sinceridad me desarma. Tras una breve pausa continúa, un tanto incómodo-: Por desgracia no está en mi mano asignarte a ninguno de tus dos ayudantes, ni al otro, el de Dirección. Si lo hiciera, todos se olerían nuestro plan y me pondría en evidencia.

No le falta razón, pero ¿cómo dar abasto yo solo?

– Puedo enviarte a Kula. Es la única persona en la que confío ciegamente. Diremos que su padre está enfermo de muerte y le concederé permiso para que «lo cuide».

– ¿Y usted? -inquiero asombrado-. Kula es su mano derecha.

Se encoge de hombros.

– Ya me apañaré con la izquierda por un tiempo -contesta simplemente.

– De acuerdo -accedo, aunque la angustia de un posible fracaso empaña la alegría de mi misión. Mi cargo está en juego.

Ahora que ha conseguido mi consentimiento, se pone de pie aliviado y con una gran sonrisa. Lo sigo con la vista, preguntándome quién de los dos prevalecerá en nuestro enfrentamiento futuro: él, que me restregará por las narices el haberme ayudado a recuperar mi puesto, o yo, que le recordaré que lo ayudé a librarse de Yanutsos.

Ya hemos llegado a la puerta cuando, de pronto, en un gesto de afabilidad sin precedentes, me da unas palmaditas en el hombro en lugar de estrecharme la mano.

– Te he echado de menos, Costas -reconoce-. Te he echado mucho de menos.

Quisiera decirle que también yo le he echado de menos, pero esto no significa gran cosa, porque yo echo de menos todo menos mi casa. Por lo tanto, Guikas queda incluido, aunque como uno más del montón, no como alguien con nombre y apellido.

– ¡De eso ni hablar! -exclama Adrianí poco después, cuando nos sentamos a la mesa con Fanis para comer cochinillo asado con patatas al limón-. Ni por asomo vas a conducir ese trasto en tu estado de debilidad.

El trasto no es otro que mi Mirafiori, que hasta el momento ha conseguido librarse de todos los planes de renovación y celebra, tímida y modestamente, sus treinta años de servicio. Adrianí se ha avenido a que trabaje con Kula, que tendrá que soportarla todo el día, pero el Mirafiori se le indigesta como postre.

– No lo conduciré yo, sino Kula -respondo para tranquilizarla.

– Ni hablar -ruge de nuevo-. Es imposible que nadie más que tú sepa conducir ese cacharro.

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