– En parte, tú tienes la culpa de que lo hiciera.
– ¿Yo?
– Tú me pediste que la viera aquella noche. Yo no quería, pero tú insististe. Cuando le dije que me había dado cuenta de su juego y le recordé nuestro pacto, se echó a reír. Dijo que mantendría su palabra, aunque con un pequeño cambio. Entregaría toda la información, pero sólo cuando la llamara la policía; así demostraría que sin ella estábamos perdidos. La amenacé con contártelo todo. Volvió a reírse y me advirtió que no lo hiciera, porque estaba metido hasta el cuello y, si le arrebataba la primicia, divulgaría mi papel en el asunto para vengarse. Antes de irnos, quiso hacer una llamada. La acompañé hasta su coche. En mi ceguera, pensaba que cambiaría de parecer en el último momento. Pero ella bajó la ventanilla y me dijo que anunciaría una parte del asunto aquella misma noche para que a la gente le picara la curiosidad, y a las ocho y media de la tarde siguiente ¡bum!, estallaría la bomba en el informativo de las ocho y media. Y arrancó enseguida, para que yo no tuviera tiempo de protestar.
Saca un pañuelo de papel y se seca la frente bañada en sudor. De repente, como ocurre siempre que alguien trata de evadirse de la tensión, salta a un tema irrelevante.
– Perdona, no te he ofrecido nada. ¿Te apetece un café?
– No, no quiero nada. Sigue.
Ve que no tiene escapatoria y se rinde a su suerte.
– No me fui enseguida. Me quedé allí un rato para reponerme y pensar más fríamente. Entonces comprendí que todo era mentira. Ella no tenía la menor intención de presentarme a mi hija, ni de hacerme partícipe de su éxito. Entré en mi coche y la seguí. Vi su automóvil aparcado delante de los estudios. No sé si ya había decidido matarla. Seguramente sí, porque esperé a que se fuera el guardia de seguridad para colarme dentro. Conocía el lugar, ella misma me lo había descrito. La encontré retocándose el maquillaje, delante del espejo. Se cabreó al verme. La acusé de no haber respetado su parte del trato y le advertí que si no me decía inmediatamente dónde estaba mi hija, tendría que devolverme toda la información que le había pasado. -Se interrumpe y sonríe-. A quién se le ocurre… Debía de estar totalmente ofuscado para hablar de tratos. Entonces confesó que había dado nuestra hija a una pareja sin niños y que no podía presentármela ni pensaba decirme dónde estaba.
De repente guarda silencio y se echa a reír. Una risa demente, paranoica.
– Yo no llevaba el revólver, por eso ella no se preocupó. Cómo iba a imaginarse que le clavaría el pie del foco. -La risa cesa bruscamente y recupera su actitud de antes-. Me apoderé de los papeles de su bolso y de la agenda, por si acaso. Entré en el ascensor y bajé al garaje. Me escondí entre los coches y salí detrás del primero que abandonó el aparcamiento.
Karayorgui tenía miedo, aunque no de él. Temía a Sovatsís, Duru y compañía. Por eso llamó a Kostaraku.
Zanasis se levanta y se acerca al mueble donde está el televisor. Cuando lo abre, caigo en la cuenta de que no voy armado y que como agarre una pistola, las voy a pasar canutas. Pero él saca un sobre amarillo y una agenda y me los da.
– Estas son sus cosas, toma.
Las dejo encima de la mesa sin tocarlas.
– No sabes cómo me sentí cuando me presentaste a su sobrina -oigo su voz-. En el mismo instante en que la vi comprendí que era mi hija, pero ya era demasiado tarde. ¿Qué iba a decirle? ¿Hola, soy tu padre y he matado a tu madre?
– ¿Por qué asesinaste a Kostaraku?
– Tú, otra vez. Me dijiste que Yanna había llamado a Kostaraku para que se hiciera cargo de la investigación. Temí que le hubiera entregado más información de la que llevaba encima, y que tal vez mi nombre apareciera en ella. No quería arriesgarme. Me identifiqué y le dije que tenía algo que darle de parte de Karayorgui. Me abrió enseguida. Llevaba el sobre conmigo. Mientras lo hojeaba, le rodeé el cuello con el alambre y la estrangulé.
Me mira y suelta otra carcajada.
– Después fui directo a verte para informarte sobre Kolákoglu -prosigue-. Tú eras mi coartada. Buscabas al asesino por todas partes y lo tenías delante de tus narices.
Me mira y sigue riéndose. Pienso que es la última vez. A partir de mañana ya no intercambiaremos miradas, y no tendré la oportunidad de invertir las reglas del juego: mirarle a los ojos diciéndole que soy un cretino, para que él responda «sé que eres un cretino».
De pronto se pone serio.
– Ahora saldrá todo a la luz -dice, y suspira agobiado por la idea-. Yo perderé mi reputación, y mi hija descubrirá que su padre es un asesino.
– ¿Qué otra salida nos queda? -respondo-. Es la única solución.
– ¿Vas a detenerme?
– Eso depende de ti. He venido solo para hablar contigo. Si lo prefieres, mañana mando a los agentes a que te detengan.
– Qué más da, hoy o mañana. Estoy perdido. Terminemos cuanto antes con esto. Espera un momento, por favor. Voy a buscar mis cosas.
– Vale, no tengo tanta prisa.
Se levanta y sale al recibidor. Podría abrir la puerta y escapar pero, si tuviera esta intención, ¿no sacaría la pistola? De cualquier forma, hay que correr cierto riesgo.
Abro el sobre de Karayorgui. Contiene otro carrete de fotografías, una pila de documentos impresos y cuatro fotos. Deben de ser de este carrete más reciente. Lo había sacado de la carpeta para revelarlo. El material que encontramos nosotros es más antiguo. Una de las fotografías es de Duru. Las tres restantes fueron tomadas de noche en la calle Kumanudi. En ellas figuran tres personas distintas en el momento de sacar a un niño del camión. Reconozco a Seji. Los otros dos deben de ser la pareja de albaneses asesinados, aunque la imagen no es lo suficientemente clara. Los miro y me entran ganas de hacerlos trizas. Si hubiéramos dispuesto de esta información desde el principio, habríamos cerrado el caso en unos pocos días. Karayorgui y Kostaraku seguirían con vida. Sé que es una tontería, pero no resulta agradable que te digan que, aun sin querer, has causado dos muertes. En cualquier caso, Duru ya no se libra.
El disparo suena en otra habitación, quebrando el silencio. Salto al recibidor y en mi precipitación los papeles quedan esparcidos por el suelo. El dormitorio está al fondo. A través de la puerta abierta, distingo las piernas de Zanasis en la cama. Al entrar, veo su cabeza en la almohada. El brazo izquierdo cuelga a un lado. La mano derecha empuña aún el revólver reglamentario y reposa en el colchón, al lado del cuerpo. La cama está sin hacer, y la sangre se extiende poco a poco, tiñendo la almohada.
Ya son las tres cuando el forense y los de Laboratorio acaban su trabajo. Meto a Zanasis en la ambulancia que ha de llevarlo al depósito y me voy a casa. No quiero pasar por el despacho, porque sin duda estará repleto de periodistas y no sabría qué decirles.
En cuanto llego a casa, llamo a Guikas. Ha ido a pasar las fiestas en la casa de su suegro, en Karavómilos. El teléfono suena durante casi diez minutos, hasta que por fin una voz femenina responde inquieta:
– Dígame.
– Teniente Jaritos. Necesito hablar con el general. Por favor, es urgente.
Tengo que esperar otros cinco minutos antes de oír la voz preocupada de Guikas.
– ¿Por qué me llamas a estas horas? ¿Qué ha ocurrido?
Antes de que termine de referirle la historia, está más despierto que si hubiera tomado tres cafés.
– ¿Qué hacemos ahora?-pregunta-. ¿Qué decimos a la prensa?
Tengo la solución, aunque no sé si le gustará.
– Crimen pasional. El cabo Kurís mantenía relaciones amorosas con Karayorgui. Todo indica que ella lo utilizaba para obtener información, hasta que decidió cortar la relación. Kurís se lo tomó muy mal. La noche del crimen cenaron juntos. Le suplicó que volviera con él, pero ella se negó. La siguió hasta los estudios. Entro a hurtadillas y continuó insistiendo. Cuando vio que Karayorgui no cambiaría de actitud, la mató en un arrebato de furia. Todo el mundo sabe que ella abandonó a Petratos, así que se lo tragarán.
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