Lo hojeo. En efecto, tiene un sello checo con fecha 29 de noviembre, un segundo sello checo y otro en alemán, y un sello de salida de Austria el 2 de diciembre, estampado en el aeropuerto de Viena. Qué hijo de puta, pienso. Dispuso el asesinato de Karayorgui y procuró encontrarse fuera del país el día del crimen. Después dio instrucciones telefónicas para que asesinaran también a Kostaraku.
– La acusación de inducción al asesinato sigue en pie -digo a Pilarinós-. Sovatsís es el único que puede conducirnos al asesino.
– Estoy convencido de que el señor Sovatsís nada tiene que ver con este asunto, teniente -replica en un tono que no admite objeciones-. Me avergüenzo de haber sospechado yo mismo de él al principio. Ha hecho un trabajo excelente, ha detenido a los culpables y el caso está cerrado. No obstante, para sentirme del todo tranquilo, he trasladado a Dimos a un puesto sin funciones organizativas.
– ¿Dónde lo ha trasladado? -pregunta Guikas sin poder contenerse.
Pilarinós no responde enseguida.
– Lo he nombrado vicepresidente del consejo de administración -responde, incómodo. Y se apresura a añadir, como si quisiera paliar una desagradable impresión-: Se trata de un cargo decorativo. El vicepresidente no se implica directamente en el funcionamiento de la empresa. Sólo se ocupa de los asuntos que le delega el presidente, que soy yo. Algo parecido al vicepresidente de Estados Unidos, que ostenta un título sin poder efectivo.
Cree que ha hecho una gracia y se pone a reír como un bobo.
Ambos lo miramos atónitos. Aprovecha el silencio y se pone de pie.
– Señores, los felicito de nuevo. -Y dirigiéndose a mí, añade-: Puede quedarse con el pasaporte para comprobar las fechas.
¿Comprobar qué? Todo está atado y bien atado.
– No será preciso -digo, y se lo devuelvo.
En cuanto sale del despacho, me levanto de un brinco.
– Si usted o yo hubiésemos hecho una centésima parte de lo que ha hecho Sovatsís -grito fuera de mí-, nos habrían suspendido de empleo y sueldo y ahora estaríamos preparando nuestras defensas. En cambio a él lo ascienden y le aumentan el sueldo.
– Tampoco a nosotros nos pasaría nada si tuviéramos al ministro contra las cuerdas -responde, echándose a reír.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿No lo entiendes? Sovatsís sabe cuánto dinero malversó Pilarinós para convertirse en empresario. No me sorprendería que tuviera pruebas. Lo amenazó con hacerlas públicas y Pilarinós se echó atrás.
Claro. Con el cabreo, se me había olvidado.
– Lo único es que así Duru carga con todo -concluye Guikas.
Echo a correr hacia la puerta, como si Duru estuviera a punto de escapar. Es el único resquicio que queda abierto. Al salir, pido a Kula que llame abajo y diga que la conduzcan a la sala de interrogatorios.
La encuentro en el mismo sitio, en la esquina de la mesa. Me siento a su lado.
– Elenitsa, te traigo malas noticias -empiezo en tono amistoso.
– ¿Es que alguna vez las ha traído buenas? -responde con ironía.
– Tu hermanito te ha vendido, Elenitsa. Ha demostrado que estaba en el extranjero cuando se cometieron los asesinatos. Dice que todo es cosa tuya, que él no sabía nada.
– Claro que no sabía nada. Ni él ni yo. Todo eso son cuentos.
– ¡Despierta, atontada! ¡Los albaneses con los que trabajas te han contagiado su estupidez! Tenemos a los dos camioneros. Tenemos a Jurdakis. Sabemos que los camioneros entregaban los niños a Seji en las afueras de Kastoriá y que él los llevaba a tu guardería en un vehículo cerrado. ¡Lo sabemos todo!
– ¿Está seguro de que llevaba a los niños a mi guardería? ¿Lo vio con sus propios ojos?
– Tu ayudante lo ha reconocido.
– Ah, sí, la foto -replica con sorna-. A ver cómo demuestra que el albanés y yo estábamos conchabados a partir de una foto.
– Lo demostraremos, no te preocupes por eso. Ahora que tu hermanito ha quedado al margen, te haremos responsable de los asesinatos de Karayorgui y Kostaraku. Te caerán diez años como mínimo. Tu única salida es cooperar. Sabemos que no tienes nada que ver con los asesinatos, de manera que si me dices a quién pagó tu hermano para matar a las chicas, te librarás con cinco años.
Me mira, y por primera vez no sabe qué responder. Buena señal. Parece que empieza a tambalearse. Me inclino hacia ella.
– Te quieren cargar con el muerto y eso no me gusta. Estos asuntos duran lo que duran, y después cada uno procura salvar su pellejo. Tu hermano también. ¿Por qué tienes que ser su chivo expiatorio?
De repente, se levanta de un salto, hecha una fiera.
– ¡Deje a mi hermano en paz! -grita-. ¡Usted no sabe lo que ha sufrido! ¡Mi madre aún lo tenía en el vientre cuando subió a la montaña para reunirse con mi padre! A mí me dejó con la abuela. ¡Crecí con el temor de los polis como usted! ¡Cada dos por tres llamaban a la puerta, ponían la casa patas arriba, nos aterrorizaban! Y cuando quise estudiar puericultura, obligaron a mi abuela a firmar una renuncia al comunismo. ¡A sus setenta años! ¿Sabe cuándo vi a Dimos por primera vez? ¡En el setenta y ocho! Un día llaman a la puerta y me encuentro cara a cara con un hombre. «¿Tú eres Eleni?>>, pregunta. «Soy Dimos, tu hermano.» Sabía que mis padres habían muerto en un accidente un año después de la destitución de Zajariadis, pero de mi hermano no sabía nada. A Dimos lo crió el partido. Y yo, al ser la mayor, no podía ayudarle, ni siquiera enviarle una carta. ¡Y ahora quiere que firme yo también para salvar el pellejo! ¡Dejen a mi hermano en paz! ¡No tiene nada que ver con todo esto! ¡Es inocente!
La miro y me acuerdo de Zisis. Me pregunto qué haría si oyera todo esto, cómo reaccionaría. Ella esboza una sonrisa de triunfo: cree que me ha dejado sin habla.
Abro la puerta y salgo de la sala.
Impás: lugar o situación en punto muerto, que no ofrece salida; estar en un impás.
El significado que registra Dimitrakos me viene como anillo al dedo. Lindell-Scott, sin embargo, añade una acepción más: infranqueable, infinito; Aristóteles, Física, III, 5, 2. Es decir, según Aristóteles, el infinito es un impás. O sea que yo, que me encuentro en un impás, revoloteo en un espacio infinito en busca de Sovatsís. Hablando en plata: busco una aguja en un pajar.
Son las seis de la tarde del 26 de diciembre y estoy tendido en la cama con mis diccionarios. El día de Navidad ha transcurrido de forma relativamente anodina. Me invitó a comer Mijos, el primo de Adrianí que trabaja en la compañía telefónica. No tenía ganas de ir, pero Adrianí y Katerina insistieron por teléfono y no supe negarme. Sabían que estaba solo y que se preocupaban por mí; a fin de cuentas, así el día pasaría más rápido. Resultó que tenían razón. Comimos el pavo, bromeamos y, a las siete, Rena, la mujer de Mijos, se empeñó en enseñarme a jugar a la canasta. Mi relación con los naipes se limita a la brisca, pero acepté para ser amable. Justo cuando ya pensaba que había aprendido, me desplumaron. Volví a casa a medianoche y caí en la cama como un saco. No me sobraron ni cinco minutos para pensar en Sovatsís.
En cambio por la mañana se me metió en la cabeza con la primera meada. Me devané los sesos para encontrar una solución, una manera de atraparlo, pero fue en vano. De acuerdo, el tráfico de niños había sido interrumpido. Ya sabía quién había sustituido a Jurdakis en la aduana: un tal Anastasíu. Podíamos llevarlos a todos ante el fiscal. Las posibilidades de que el fiscal acuse a Duru de inducción al asesinato son del cincuenta por ciento. El instigador no es ella, sino Sovatsís. Y él sigue en libertad, así como el asesino de las dos periodistas.
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