– Los hemos localizado -anuncia triunfalmente-. Evánguelos Milionis está aquí, esperándolo. Jristos Papadópulos llega hoy en ferry a Patrás, desde Ancona.
– Vale, ya voy. Entretanto, llama a la policía de Patrás para que detengan a Papadópulos y nos lo manden inmediatamente.
Pilarinós ha cumplido. A las cinco de la tarde nos dio todos los datos que le había pedido. Milionis y Papadópulos son los conductores de los camiones frigoríficos señalados por Karayorgui. En cambio, el asunto de las listas de pasajeros está más liado. Los que procedían de países de la Comunidad Europea sólo habían de mostrar su documento de identidad para entrar en el país. Envié al aeropuerto las listas de viajeros de Estados Unidos y Canadá, aunque las posibilidades de qué descubrieran quiénes habían venido con pasaportes familiares o habían declarado un hijo eran ínfimas. Después de la aparición de los ingleses en la guardería de Dura no me cabe la menor duda respecto al tinglado montado allí, pero sin la pareja resulta muy difícil demostrarlo. Mi única, esperanza radica en que Duru, Jurdakis o alguno de los conductores empiecen a cantar.
En jefatura me espera un hombre de unos treinta años, alto y chupado, bigotudo, con barba de tres días: Evánguelos Milionis. No tiene antecedentes penales. Ni condenas, ni detenciones, ni accidentes de tráfico. Es soltero y vive con sus padres. Está sentado frente a mí, con los brazos cruzados y cara de camionero muy macho, de los que no se arrugan fácilmente.
– ¿Conduces camiones para Transpilar?
– Sí.
– ¿Camiones frigoríficos?
– Frigoríficos, tráilers, lo que me echen.
– ¿Haces transportes a Albania?
– No sólo a Albania. También a Bulgaria, Italia y Alemania.
– ¿Qué transportas a Albania?
– Si llevo un frigorífico, carne o pescado congelados, y embutidos. Si llevo un tráiler, desde latas hasta prendas de vestir, lo que sea.
– ¿Y qué traías de vuelta?
– Nada. Volvía de vacío.
– El 25 de agosto de 1991, 22 de abril de 1992, 18 de julio de 1992 y 5 de noviembre de 1992, cruzaste la frontera de Albania a Grecia.
– Es posible. ¿Cómo voy a acordarme después de tantos viajes?
– ¿Qué transportabas a la vuelta?
– Ya se lo he dicho. Nada.
– No es eso lo que me han contado. Sé que transportabas a albaneses ilegales.
Me echa una mirada escrutadora, y de pronto estalla en carcajadas.
– ¿Desde cuándo entran albaneses congelados en Grecia?
Me levanto de un brinco y acerco mi cara a la suya.
– ¡No te hagas el gracioso, Milionis, porque te vas a arrepentir! -le grito al oído-. ¡Sé que hiciste cuatro viajes cargado de mercancías y que a la vuelta trajiste niños albaneses! ¡Hemos detenido a Eleni Duru y ha cantado de plano!
– ¿Quién es ésa?
– ¿Te suenan Los Zorritos?
– No.
– Es una guardería que dirige Duru en Guisis. Allí entregabas los cargamentos de niños albaneses.
– No conozco a Duru y no he visto una guardería en mi vida. Crecí en la calle, soportando palizas.
– Quizá te vendrá bien alguna, ahora que vas a ir a la cárcel.
– Eso está por ver -responde fríamente.
– Vas a ir -insisto- porque también hemos detenido a Jurdakis.
– ¿Y ése quién es?
– El aduanero que hacía la vista gorda cuando pasabas a los ilegales.
Se encoge de hombros con indiferencia.
– Nadie hacía la vista gorda, es más, me tenían horas esperando.
– Eres demasiado cabezota, Milionis. Te las das de valiente y acabarás cargando con todo. Los que se llenaron los bolsillos estarán encantados de haber encontrado al imbécil ideal. Será mejor que hables si no quieres agravar tu situación. ¿De quién recibías órdenes? ¿De Sovatsís?
– No he hablado con él en mi vida. Sólo lo vi una vez que pasó por el garaje, desde lejos. Habló con el encargado, a nosotros ni nos miró.
– ¿Dónde estabas el 27 de noviembre? -Fue el día en que mataron a Karayorgui.
– Déjeme pensar… El 20 salí para Italia y Alemania. El 27 recibía cargamento en Munich.
Seguro que dice la verdad, porque sabe que me resultaría fácil comprobarlo.
– ¿Y el 30?
Es el día que mataron a Kostaraku.
– Estaba aquí, en Atenas.
Podría buscarle las cosquillas por la muerte de Kostaraku, pero como tiene coartada para la de Karayorgui eso no serviría de nada.
El interrogatorio sigue hasta las siete de la mañana. Se repiten las mismas preguntas y las mismas respuestas, a veces con más fiereza por mi parte y otras con más nerviosismo por la suya. Pero estamos en un callejón sin salida. Milionis es un camionero joven, está acostumbrado a trasnochar al volante y a las siete está tan fresco como a las diez de la noche, cuando empezamos. Cuenta con su aguante para tumbarme, por eso decido cambiar de táctica. Lo interrogo durante tres cuartos de hora y luego me sustituye Zanasis. Me tomo un café, me relajo y empiezo otro turno de tres cuartos de hora. Pienso que así lo pongo nervioso, y además me mantengo despierto, porque a partir de las tres estoy que me caigo de sueño.
Voy por el quinto café, que tomo sentado en el sillón de mi despacho y con los ojos cerrados para descansar la vista, cuando suena el teléfono.
– Teniente, nos han traído a un tal Papadópulos. Para usted -me informa el agente de guardia en los calabozos.
– Sacad a Milionis de la sala de interrogatorios y meted a Papadópulos. Y mantenedlos separados; no deben comunicarse en ningún momento.
Busco los datos de Papadópulos y trato de concentrarme para leerlos. Es un tipo de unos cincuenta años, con mujer y dos hijos. Su hija está casada y tiene un niño de un año. Su hijo está haciendo la mili.
Dejo pasar media hora y vuelvo a la sala de interrogatorios. Me encuentro con un tipo calvo y tan barrigudo que el estómago se le derrama por encima del cinturón. Por lo visto maneja el volante con la panza, y su mujer debe de atarle los cordones de los zapatos. En cuanto me ve, apoya las manos encima de la mesa para no invadirla con el volumen de su cuerpo.
– ¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué he hecho? No me he peleado con nadie ni he ocasionado ningún accidente. ¡Y cuando pregunto adónde me llevan, nadie me da ninguna explicación!
Guarda silencio para que se lo diga yo, pero al ver que no recibe respuesta, se pone a gritar.
– ¡He dejado el camión cargado en Patrás! ¡Como se den cuenta los ladrones y lo vacíen, la compañía me echará a mí la culpa!
Intenta dar la impresión de un hombre indignado, pero creo que pretende disimular su temor con los gritos.
– Siéntate -ordeno sin alterarme. Obedece enseguida y se sienta.
Empiezo como hice con Milionis y recibo las mismas respuestas, aunque en otro tono. Siempre volvía con el camión vacío, no sabe nada de niños ilegales, por qué queremos cargarle este muerto, treinta años al volante y no ha tenido ni un accidente. Milionis se ha mostrado frío e impasible; éste grita y protesta, pero también tiembla de miedo. Las cosas cambian cuando sale a colación el nombre de Jurdakis.
– ¿Conoces a Jurdakis?
– No conozco a nadie que se llame Jurdakis.
– Es el aduanero que se dedicaba a contemplar los pajarillos cuando cruzabais.
– No conozco los nombres de los aduaneros. ¿Sabe a cuántos he visto en treinta años de profesión?
– En cambio, él sí te conoce. Estaba metido en el ajo. Cobraba pasta para dejaros pasar. Él nos dio tu nombre.
Saca un pañuelo del bolsillo y se seca el sudor de la frente. Me mira tratando de averiguar si lo que digo es verdad, pero no puede saber que Jurdakis ha desaparecido y que lo estamos buscando.
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