La mujer de Prudlowe lo miró con cara de pocos amigos.
– Espero que sea mentira.
A Prudlowe le habría gustado poder asegurarle que sí, que aquel abogado bocazas mentía, por supuesto, pero titubeó. Flak era demasiado astuto para hacer unas declaraciones tan comprometidas en público sin que lo respaldasen los hechos.
– Milton, dime que ese hombre está mintiendo.
– Pues mira, cariño, ahora mismo no estoy seguro.
– ¿No estás seguro? ¿Qué sentido tenía cerrar el tribunal si los abogados intentaban presentar algo?
– Pues… esto…
– Tartamudeas, Milton, señal de que te cuesta decir algo que quizá sea toda la verdad, o no. ¿Viste el vídeo de Boyette dos horas antes de la ejecución?
– Sí, me lo pasaron…
– ¡Dios mío, Milton! ¿Y por qué no lo paraste un par de días? Tú eres el presidente del tribunal, Milton; puedes hacer lo que quieras. Las ejecuciones se aplazan constantemente. ¿Por qué no les diste treinta días más, por no decir un año?
– Aquello nos pareció falso. Es un violador en serie, sin ninguna credibilidad.
– Pues ahora mismo tiene bastante más credibilidad que el Tribunal Penal de Apelación de Texas. El asesino confiesa y, como nadie lo cree, enseña el sitio exacto donde enterró el cadáver. A mí me suena muy creíble.
Robbie hizo una pausa para beber agua.
– En cuanto al gobernador, su oficina recibió una copia del vídeo de Boyette a las tres y once minutos de la tarde del jueves. No estoy seguro de que él viera el vídeo. Lo que sabemos es que a las cuatro y media dirigió la palabra a un grupo de manifestantes y negó públicamente un aplazamiento a Donté.
El gobernador estaba delante de la tele, en su despacho de la Mansión del Gobernador, vestido para una partida de golf que no llegaría a jugar, con Wayne a un lado y Barry al otro.
– ¿Es verdad? -exigió saber durante una pausa de Robbie-. ¿Teníamos el vídeo a las tres y once?
El primero en mentir fue Wayne.
– No lo sé. Estaban pasando tantas cosas… Presentaban basura a toneladas.
La segunda mentira la dijo Barry.
– Es la primera vez que lo oigo.
– ¿Cuando llegó el vídeo, lo vio alguien? -preguntó el gobernador, cuya irritación creía por momentos.
– No lo sé, jefe, pero lo averiguaremos -dijo Barry.
El gobernador no apartaba la vista de la pantalla. Le dio vueltas la cabeza al tratar de aprehender la gravedad de lo que estaba oyendo.
– Aunque ya hubiera denegado clemencia -decía Robbie-, el gobernador seguía con derecho a replanteárselo y parar la ejecución, pero no quiso.
El gobernador susurró la palabra «gilipollas».
– ¡Llegad ahora mismo hasta el fondo! -gritó a continuación.
Carlos cerró su ordenador portátil, dejando la pantalla en blanco. Robbie hojeó su libreta para cerciorarse de que lo había dicho todo. Después bajó la voz.
– En suma -dijo en tono grave-, está claro que al final lo hemos hecho. Los que estudian la pena de muerte, y los que luchamos contra ella, temíamos desde hace tiempo que llegaría el día en que ocurriría esto, en que nos daríamos cuenta de algo tan horrible como haber ejecutado a la persona equivocada, con pruebas claras y convincentes del error. No es la primera vez que se ejecuta a un inocente, pero hasta ahora las pruebas no estaban claras. En el caso de Donté no existen dudas. -Una pausa. La sala seguía en silencio-. Lo que verán durante los siguientes días será un juego patético de acusaciones mutuas, mentiras y elusión de responsabilidades. Yo acabo de darles los nombres, y algunas de las caras, de los culpables. Vayan a buscarlos, y oigan sus mentiras. Esto no tenía por qué pasar. No era un error inevitable. Ha sido un desprecio intencionado a los derechos de Donté Drumm. Que en paz descanse. Gracias.
Antes del aluvión de preguntas, Robbie se acercó a la baranda y cogió la mano de Roberta Drumm, que se levantó y fue al podio con paso rígido, acompañada por él. Bajó un poco el micrófono.
– Me llamo Roberta Drumm -dijo-. Donté era hijo mío. En este momento tengo poco que decir. Mi familia está de luto. Nos hemos quedado conmocionados, pero les ruego, suplico a la gente de esta ciudad, que pare la violencia. Basta de incendios, piedras, peleas y amenazas. Basta, por favor. Eso no sirve de nada. Estamos rabiosos, sí; estamos dolidos, sí, pero la violencia no sirve de nada. Apelo a los míos a que depongan las armas, respeten a todo el mundo y abandonen la calle. La violencia solo sirve para perjudicar el honor de mi hijo.
Robbie la acompañó de vuelta a su asiento, y sonrió a la multitud.
– Bueno -dijo-, ¿alguien quiere preguntar algo?
Matthew Burns se sumó a la familia Schroeder para desayunar tarde a base de creps y salchichas. Los niños comieron deprisa porque querían seguir jugando a la consola. Dana preparó más café y empezó a quitar la mesa. Hablaron de la rueda de prensa, de la brillantez con la que Robbie había expuesto el caso y de los conmovedores comentarios de Roberta. Matthew tenía curiosidad por Slone, por los incendios y la violencia, pero Keith apenas la había visto. El había palpado la tensión, había intuido el alcance de lo que ocurría y había oído el helicóptero en el cielo, pero de la ciudad en sí no había visto gran cosa.
Los tres se sentaron a la mesa, con café recién hecho, y hablaron sobre el descabellado viaje de Keith y el paradero de Travis Boyette. Keith, sin embargo, empezaba a cansarse de los detalles. Él tenía otras cosas en las que pensar, y Matthew estaba dispuesto a abordarlas.
– Bueno, señor asesor, ¿en qué problemas me puedo haber metido? -preguntó Keith.
– La verdad es que la ley es muy poco clara. No existe ninguna prohibición específica que impida ayudar a un delincuente convicto en su tentativa de infringir la libertad condicional. La parte del código aplicable trata sobre la obstrucción a la justicia, un paraguas enorme que abarca toda una serie de conductas que de lo contrario serían difíciles de clasificar. Sacando en coche a Boyette de esta jurisdicción, a sabiendas de que infringía su libertad condicional, infringiste la ley.
– ¿Con qué gravedad?
Matthew se encogió de hombros, hizo una mueca y removió el café con una cucharilla.
– Es un delito mayor, pero no muy grave. Tampoco es el tipo de infracción que nos exaspere.
– ¿Nos…?
– A los fiscales. La jurisdicción la tendría el fiscal del distrito, que es otra instancia. Yo pertenezco al ayuntamiento.
– ¿Un delito mayor? -preguntó Keith.
– Probablemente. Aquí, en Topeka, parece que tu viaje a Texas ha pasado inadvertido. Has conseguido esquivar a las cámaras, y yo aún no he visto tu nombre en letra impresa.
– Pero lo sabes, Matthew -dijo Dana.
– Sí, y supongo que debería informar a la policía y delatarte, pero las cosas no funcionan así. Solo podemos procesar una cantidad limitada de delitos. Nos vemos obligados a elegir. No es el tipo de infracción que pueda seducir a los fiscales.
– Pero ahora Boyette es famoso -replicó Dana-. Tarde o temprano, algún reportero de aquí retomará la noticia. Se saltó la libertad condicional, se fue a Texas y ahora hace tres días que le vemos la cara.
– Sí, pero ¿quién puede vincular a Keith y Boyette?
– Varias personas de Texas -dijo Keith.
– Es verdad, pero dudo que les importe lo que pasa aquí; además, están de nuestro lado, ¿no?
– Supongo.
– Pues eso. ¿Quién puede relacionaros? ¿Alguien te vio con Boyette?
– ¿Y el de la casa de reinserción? -preguntó Dana.
– Es una posibilidad -dijo Keith-. Fui varias veces a buscar a Boyette. Firmé en el libro de registro, y en el mostrador había un tal Rudy, creo, que sabía mi nombre.
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