A las cuatro de la madrugada, Riley Drumm salió de la comisaría y se fue a su casa. Intentó dormir, pero no pudo. Roberta hizo café. Esperaron preocupados el amanecer, como si todo fuera a despejarse con la luz del sol.
Kerber y Needham se tomaron un descanso a las cuatro y media.
– Está listo -dijo Kerber, cuando estaban a solas en el pasillo.
Al cabo de unos minutos, Needham abrió la puerta sin hacer ruido y se asomó. Donté lloraba, echado en el suelo.
Le trajeron un donut y un refresco, y reanudaron el interrogatorio. Poco a poco, Donté experimentó una revelación. Puesto que no podía irse hasta haberles dado su versión de los hechos, y puesto que en esos momentos habría confesado hasta el asesinato de su propia madre, ¿por qué no les seguía la corriente? Pronto aparecería Nicole, viva o muerta, y se resolvería el misterio. La policía quedaría en ridículo por haberlo obligado a confesar a golpes. Algún granjero o cazador encontraría los restos, y aquellos payasos quedarían en evidencia. Donté, rehabilitado, saldría en libertad, y todos se compadecerían de él.
Doce horas después de que empezara el interrogatorio, miró a Kerber.
– Si me da unos minutos, se lo diré todo.
A partir de aquel gesto, Kerber lo ayudó a llenar las lagunas. Una vez dormida su hermana, Donté salió de casa sin que lo viera nadie. Se moría de ganas de ver a Nicole, que lo rechazaba e intentaba cortar la relación. Donté sabía que Nicole estaba en el cine, con unas amigas. Fue en la camioneta Ford verde, él solo, y la abordó en el aparcamiento, cerca del coche de ella. Nicole accedió a subir. Primero dieron una vuelta por Slone, y luego salieron al campo. Donté quería sexo; ella dijo que no, que lo suyo había acabado. Él trató de forzarla, y ella se resistió. La obligó a mantener relaciones, pero no disfrutó. Ella lo arañó, e incluso le hizo sangre. La agresión se puso fea. Donté montó en cólera, empezó a estrangularla y ya no pudo parar; no paró hasta que era demasiado tarde. Después le entró pánico. Algo tenía que hacer con Nicole. Empezó a gritarle en la parte trasera de la camioneta, pero Nicole no contestaba. Entonces fue hacia el norte, hacia Oklahoma. Había perdido la noción del tiempo. Se dio cuenta de que faltaba poco para el amanecer. Tenía que irse a casa. Tenía que desembarazarse del cadáver. En el puente sobre el Red River de la carretera 244, aproximadamente a las seis de la mañana del 5 de diciembre, paró la camioneta. Todavía era de noche, y Nicole estaba muerta de verdad. La arrojó por el puente, y esperó el nauseabundo chapuzón. Lloró durante todo el camino de vuelta a Slone.
A lo largo de tres horas, Kerber lo adoctrinó, lo azuzó, lo corrigió, lo insultó y le recordó que dijera la verdad. Los detalles tenían que ser perfectos, decía todo el rato. A las 8.21, finalmente, se encendió la cámara. Un Donté Drumm inexpresivo y hecho polvo aparecía sentado ante la mesa con un nuevo refresco y un nuevo donut delante, muy a la vista, para que se notase la hospitalidad.
Fue un vídeo de diecisiete minutos, que lo envió al corredor de la muerte.
Acusaron a Donté de secuestro, violación con circunstancias agravantes y asesinato. Se lo llevaron a una celda, donde no tardó en quedarse dormido.
A las nueve de la mañana, el comisario jefe y el fiscal del distrito, Paul Koffee, comparecieron en rueda de prensa para anunciar que el caso de Nicole Yarber estaba resuelto. Tristemente, Donté Drumm, quien fuera uno de los héroes futbolísticos de Slone, se había declarado culpable. Había testigos que confirmaban su implicación. Nuestro más sentido pésame a la familia de Nicole.
La confesión recibió ataques inmediatos. Donté se retractó, y su abogado, Robbie Flak, hizo pública una feroz condena de la policía y sus tácticas. Meses más tarde, la defensa instó a que se anulase la confesión, y la correspondiente vista duró una semana. Kerber, Morrissey y Needham declararon largo y tendido, con testimonios que la defensa puso acaloradamente en duda. Los tres fueron rotundos en su negativa de haber utilizado la pena de muerte para asustar a Donté y hacer que cooperase. Negaron haber agredido verbalmente al sospechoso, y haberlo puesto al borde del agotamiento y el desmayo. Negaron que Donté se hubiera referido alguna vez a un abogado, y que quisiera poner fin al interrogatorio e irse a su casa. Negaron tener constancia alguna de la presencia de su padre en la comisaría, y de su deseo de ver a su hijo. Negaron que sus propios tests con el polígrafo arrojasen pruebas claras de su veracidad; según ellos, al contrario, los resultados «no eran concluyentes». Negaron haber manipulado el supuesto testimonio de Torrey Pickett. Este último declaró en favor de Donté, y negó haber dicho nada a la policía sobre una supuesta relación entre Donté y Nicole.
La jueza expresó serias dudas acerca de la confesión, pero no tan serias como para excluirla del juicio. Se negó a anularla, y más tarde fue mostrada al jurado. Donté la miró como si viera a otra persona. Nadie ha cuestionado nunca seriamente que fuera la base de su condena.
La confesión fue objeto de otro ataque en forma de recurso, pero el Tribunal Penal de Apelación de Texas corroboró unánimemente la condena y la pena de muerte.
Al acabar de leer, Keith se levantó de la mesa y fue al cuarto de baño. Tenía la impresión de que salía de un interrogatorio. Era bastante después de medianoche. Le sería imposible dormir.
El martes, a las siete de la mañana, el bufete de abogados Flak bullía con la energía frenética y nerviosa que cabía esperar de un grupo de personas que luchan a la vez contra el reloj y contra probabilidades muy remotas de salvar una vida humana. La tensión era palpable. Nadie sonreía, ni se oían los típicos comentarios sarcásticos de los equipos que trabajan siempre juntos, con total libertad de decirse lo que quieran y cuando quieran. La mayoría ya formaba parte del bufete seis años atrás, cuando Lamar Billups había recibido la inyección letal en Huntsville, y les había impactado lo terminante de su muerte; y eso que Billups era una mala bestia, cuyo pasatiempo favorito consistía en dar palizas en los bares, a poder ser con palos de billar y botellas rotas, hasta que el estado se hartó de él. Sus últimas palabras en el lecho de muerte habían sido: «Nos vemos en el infierno». Y adiós. Era culpable. Jamás mantuvo en serio lo contrario. Su asesinato se produjo en una pequeña localidad, a cien kilómetros de distancia, prácticamente inadvertido para los ciudadanos de Slone. No tenía parientes, ni nadie con quien el bufete pudiera ponerse en contacto. Robbie sentía un enorme desagrado por aquel personaje, pero su certeza de que el estado no tenía derecho a matarlo no flaqueó ni un instante.
Otra cosa muy distinta era el estado de Texas contra Donté Drumm: ahora luchaban por un hombre inocente, cuya familia sentían como suya.
La larga mesa de la sala principal de reuniones era el centro de la tormenta. Fred Pryor, todavía en Houston, resumía a través del altavoz sus últimos esfuerzos por convencer a Joey Gamble. Habían hablado por teléfono el lunes por la noche, y Gamble había estado todavía menos receptivo.
– Me hizo muchas preguntas sobre el perjurio, sobre su gravedad como delito -dijo a todo volumen la voz de Pryor.
– Koffee lo está amenazando -afirmó Robbie, como si le constase-. ¿Le preguntaste si ha hablado con el fiscal del distrito?
– No, aunque se me ocurrió -repuso Pryor-. Al final no se lo dije porque supuse que no lo divulgaría.
– Koffee sabe que el chico mintió en el juicio, y le ha dicho que haríamos una intentona in extremis -dijo Robbie-. Lo ha amenazado con denunciarlo por perjurio si ahora cambia de versión. ¿Te apuestas algo, Fred?
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